Cuando hablamos del mundo como el "medio ambiente" nos referimos (etimológicamente o de otras formas) a aquello que nos rodea, a aquello que también llamamos nuestro "entorno". Hay, sin embargo, una falacia en este pensamiento. Puede que las cosas giren en torno, sí, pero, ¿realmente giran en torno a nosotros? O, extendiendo este razonamiento, ¿estamos realmente en el centro de algo – en el centro, como suponemos, de todo? E incluso más relevante: ¿estamos acaso separados de algo, como esta lógica sugiere? Por supuesto que no. Pero, ¡qué útil ha sido ese pensamiento! Porque a partir de este concepto – y, en particular, de la idea de separación – ha surgido, para bien o para mal, prácticamente todo (o quizás todo) aquello que la humanidad ha hecho en y a esta tierra, más allá de sobrevivir y procrear- un conjunto inmensamente vasto de actos y artefactos que, por definición, incluyen al arte.

Porque, ¿qué es el arte, si no una especie de distanciamiento esencial, una manera de ver las cosas a distancia y a través de una separación, para llegar a una forma de ver? La comprensión, como Rilke comprendió, requiere un elemento de su opuesto. Históricamente, esto ha sido especialmente palpable en las representaciones del paisaje. Más allá de la época, el medio, el estilo, o el contenido de dicho paisaje, capturar el mundo ha implicado, siempre, en algún nivel, establecer con él, psicológicamente, una distancia y una barrera. Sigue siendo así, a día de hoy, incluso cuando el paisaje en nuestra era del Antropoceno está cambiando, literal y catastróficamente, ante nuestros ojos, a medida que los procesos de transformación impulsados por los humanos nos conducen a una nueva fase, ominosa pero todavía mayormente desconocida. Y esto queda visiblemente manifiesto en la exposición Poéticas del paisaje: Alejandro Campins, Andreas Eriksson y Marina Rheingantz en la Galería Elba Benítez.

Los pintores que participan en Poéticas del paisaje provienen de orígenes geográficos y marcos de referencia muy distintos: Campins, del crisol caribeño por excelencia de La Habana; Eriksson, de la remota, lacustre, boscosa Suecia; y Rheingantz, de la dicotomía rural y urbana que caracteriza a su Brasil natal. Todos, sin embargo, han desarrollado prácticas basadas en representaciones de sus "entornos" en un sentido expandido: representaciones que combinan en diversos grados la figuración y la abstracción, lo real y lo imaginario, lo construido y lo no construido, lo utópico y lo distópico.

Más notablemente, estas representaciones comparten un persistente sentido de extrañeza, o más bien, de extrañamiento. Esta cualidad se expresa en diferentes tonos y registros en sus respectivas estéticas: Campins, en un desapego y quietud que bordea lo sobrenatural, Eriksson, en una viscosidad orgánica, y Rheingantz, en una inestabilidad volátil, casi cinética. Pero hay una opacidad, tanto literal como poética, en todas estas pinturas, una especie de paradoja que consiste en abrazar la distancia y encarnar la otredad.” En otras palabras (y con un guiño a los fundamentos conceptuales de este trabajo), en estas pinturas, el paisaje, como el lenguaje, no es transparente – y es aún más poderoso por no serlo. O, citando nuevamente a Rilke: “Ver el paisaje así, como algo distante y extraño, algo remoto y sin encanto, algo completamente autónomo, [es] esencial si alguna vez ha de ser un medio y una inspiración para un arte autónomo. "