Entre los días 18 y 26 de octubre se impuso, por primera vez desde el fin de la dictadura, el toque de queda en Santiago y otras ciudades del país. Debido a la explosión de violencia originada por el aumento de la tarifa del metro, al día 28, habían muerto 20 personas, 1.092 quedaron heridas y de ellas 546 por armas de fuego junto a 3.193 personas detenidas por la policía. De las 136 estaciones de metro de la capital, 79 fueron afectadas, 10 de ellas incendiadas junto a 5 trenes. Saquearon en el país 335 supermercados y 31 fueron incendiados, cerca de 20 autobuses quemados, al igual que muchos negocios de barrio, algunas sucursales bancarias, fábricas, farmacias y un hotel. El costo aproximado de los daños causados y robos es de alrededor dos mil millones de dólares. El 25 de octubre, 1,2 millones de personas marcharon pacíficamente en Santiago para decir basta a un sistema basado en los principios del neoliberalismo. Las masivas marchas se replicaron en las principales ciudades del país. Chile vive las complejidades de los problemas no resueltos por la política.

Fin de época

El violento despertar de la sociedad chilena marca el principio del fin de un ciclo iniciado con la dictadura de Pinochet en 1973 y que dio forma en pocos años a lo que hoy se conoce como sistema neoliberal. El modelo, impulsado por los economistas formados en la universidad de Chicago, dispuso libremente de un país entero, del más grande laboratorio para experimentar e imponer una política económica que desmanteló la estructura productiva chilena y dio inicio a un proceso de privatizaciones de recursos naturales, empresas públicas, salud, educación, sistema de pensiones, rebajó unilateralmente los aranceles e inició la apertura de la economía al libre comercio. Si bien generó crecimiento económico sostenido, a su vez concentró la riqueza creando una gran desigualdad. La aplicación de esta experiencia inédita en el mundo fue posible por la imposición de una violenta dictadura militar que terminó en 1990, cuando el país se democratizó, pero dejó firmemente atado el modelo a través de la Constitución de 1980, vigente hasta el día de hoy.

Desde el retorno de la democracia, el país ha tenido cinco gobiernos de centro izquierda y dos de centro derecha. Los primeros 20 años, desde 1990 a 2010, Chile fue gobernado por la misma coalición progresista, la que se amplió hasta el partido comunista en 2014 y gobernó cuatro años más. Sin embargo, las esperanzas de cambios anhelados por ya dos generaciones se han visto frustradas. Para el juicio histórico falta mucho tiempo, pero vale la pena buscar explicaciones para intentar comprender el porqué del malestar profundo que se ha incubado en la sociedad chilena y que ha provocado esta gran explosión social que parece marca el fin de una época en la historia del país.

Dictaduras

Muchos países han sufrido dictaduras crueles: Alemania, Italia, España, Grecia o Portugal, entre otras, además de la antigua Unión Soviética y países del este europeo. En América Latina han sido numerosas y los traumas que han dejado en las sociedades son multidimensionales, pero difieren de Chile en aspectos sustanciales. Los dictadores han dejado el poder ya sea por derrotas militares, fuga, muerte natural o provocada. Pero en Chile, Pinochet, con todos sus crímenes a cuesta, continuó como comandante en jefe del Ejército y luego como senador designado.

Después de ser arrestado en Londres y cuando existió la posibilidad de que fuera extraditado y juzgado, la coalición gobernante hizo lo posible por impedirlo y logró que terminara volviendo a casa, siendo recibido como héroe y con honores por el ejército, lo que fue transmitido en directo por la televisión. La pregunta obvia es cómo ha sido posible esta situación. La primera respuesta es una pregunta: ¿Por qué se aceptaron las condiciones de Pinochet con ocasión de la elección presidencial de 1989, luego que había sido derrotado en el plebiscito de 1988 y su aislamiento internacional era casi total, la mayoría del país no lo quería e incluso los Estados Unidos deseaba que se fuera?

Las fuerzas democráticas negociaron con su Gobierno un paquete de 54 reformas constitucionales sin que aceptara el dictador tocar el corazón de la Carta Fundamental, en circunstancias que había sido derrotado categóricamente. Es cierto que se vivían años muy duros de represión y hoy es fácil emitir juicios. Sin embargo, ese fue el momento clave, crucial, determinante y que ha marcado el rumbo de lo que han sido los cinco gobiernos de centro izquierda en Chile. Ha transcurrido poco tiempo para tener una visión fría e histórica de lo sucedido, cuando además muchos de los actores del proceso de transición están vivos y algunos activos en política.

Luego de la rendición de Alemania, en 1945, a nadie se le ocurrió hablar del «contexto previo a la guerra» — como se hace en Chile — ni que Hitler levantó una economía destruida, asolada por la inflación o que construyó las autopistas. Los empresarios y gran parte de la sociedad alemana asumieron sus culpas y responsabilidades por haber apoyado a un tirano como Hitler y hasta el día de hoy sus gobernantes piden perdón.

En España, Grecia, Italia y Portugal, con matices, la situación fue similar y lo más importante, al término de esos regímenes, se generó un consenso respecto a redactar y poner en vigencia rápidamente una nueva Constitución. Ello representó la mejor forma de reencuentro y tolerancia, donde se aseguró la representación de todos y con ello se resguardó el interés nacional. En Chile en cambio, se levantó de inmediato un poderoso sector negacionista, que reivindicaba, además, el modelo económico ultraliberal impuesto, obviando las violaciones a los derechos humanos y la falta de libertad.

Incluso convencieron a muchos de que no hubo golpe de Estado sino un «pronunciamiento militar» y naturalmente se atrincheraron en defensa de la Constitución que garantizaba el sistema político y económico de la dictadura. Una explicación preliminar puede ser que, al aceptarse las condiciones de Pinochet para iniciar la transición, incluyendo el sistema electoral que advertía lo que sucedería al contar con los senadores designados, implícitamente se legitimó su gobierno, su Constitución y sobre todo sus reformas económicas, incluyendo las privatizaciones «entre gallos y medianoche», como se dice en Chile.

El modelo

Una buena parte de los grandes empresarios y los medios de prensa que justificaron y avalaron el golpe, debidamente representados en el Parlamento, han sido los custodios del modelo y defensores de los 17 años de régimen militar. Los mismos no deseaban que Pinochet se fuera, sino que buscaron que siguiera gobernando. Se entendió que la represión fue parte de la receta para poder transformar la economía chilena sin la molestia de sindicatos ni intermediarios. El presidente Sebastián Piñera lo sintetizó muy bien al caracterizarlos como «cómplices pasivos», los que callaron y avalaron la dictadura militar, pese a que él fue un activo defensor del tirano cuando éste estaba preso en Londres.

Luego vino el primer gobierno democrático y claro, no era fácil efectuar grandes reformas con Pinochet en el Ejército, luego en el Senado y con el control legislativo que ejercían los senadores designados. Pero lo cierto, es que tampoco todos estaban convencidos de la necesidad de modificar sustancialmente el régimen económico impuesto por la dictadura. Además, fluía generosamente la inversión extranjera a un país donde una verdadera retroexcavadora había pasado desmantelando gran parte de la estructura productiva y privatizando de manera oscura sectores claves de la economía.

La nueva administración democrática tuvo de inmediato el reconocimiento político internacional, garantizó la seguridad jurídica de un sistema económico que no había sido tocado, profundizó la apertura económica del país y la paz social que se impuso. La economía comenzó a crecer sostenidamente y mucho, lo que llenó de orgullo a los empresarios -que con ello reafirmaban el modelo- y a quienes gobernaban, que demostraban que sabían cómo administrar. De las palabras del presidente Aylwin de «justicia en la medida de lo posible» en relación con las violaciones a los derechos humanos, se pasó a un gran «todo, en la medida de lo posible», rebajando sustancialmente las expectativas de cambios.

Los cinco gobiernos de centro izquierda en los 24 años que gobernaron hicieron muchas cosas positivas comenzando por reducir la pobreza, la eliminación de los senadores designados, el término de la inamovilidad de los comandantes en jefe, el inicio de los cambios en la educación y una larga lista de otras medidas. Sin embargo y a pesar de las 20 veces que ha sido reformada la Constitución, nunca se ha tocado su aspecto medular dejado por Pinochet, manteniéndose el principio de subsidiariedad, pilar fundamental del modelo económico. No han estado los votos, es cierto, pero tampoco la convicción profunda -salvo excepciones- ni en los programas electorales ni en los parlamentarios.

En los primeros 20 años y en los cuatro adicionales, hemos visto cómo se ha fortalecido el sistema privado de pensiones y salud; hasta hoy el agua sigue en manos de unos pocos. El despertar de la sociedad chilena ha traído de vuelta el debate por una nueva Constitución que solo será posible cambiar si los sectores conservadores lo aceptan. A pesar del crecimiento económico, una parte importante de la sociedad arrastra una larga lista de frustraciones que terminaron, además, por abrir un espacio político a nuevos movimientos de jóvenes que perdieron las esperanzas en los partidos tradicionales, pese a que éstos tienen el gran mérito de haberse organizado, movilizado y haber derrotado en el plebiscito a la dictadura.

Una Constitución

En definitiva, todos los gobiernos a partir de 1990 han barrido bajo la alfombra los problemas centrales y no resueltos que mantienen la fractura social y que dificultan un verdadero reencuentro para avanzar en el cierre efectivo de las heridas que marcaron la historia de Chile. La necesidad de una nueva Constitución debiera ser prioridad para la izquierda, el centro y la derecha, tal como debe ser buscar una solución aceptable del tema mapuche, asumir la profundidad de las causas de la delincuencia o fortalecer el sistema político que muestra severos indicios de agotamiento. Son temas de interés nacional y requieren un esfuerzo muy grande de la totalidad de los sectores políticos. ¿Debe Chile esperar otro estallido social? ¿Qué más debe ocurrir en la Araucanía para que se busque una solución global al conflicto? ¿Hasta dónde debe llegar la delincuencia y el narcotráfico para ir a la raíz que la origina? ¿Se va a esperar una crisis que inevitablemente llegará entre la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional? Los problemas de la memoria persiguen sin descanso a las sociedades, como lo podemos ver en el caso de España, donde los restos del dictador Franco fueron finalmente exhumados luego de 44 años desde su muerte y de 80 del término de la guerra civil.

El retorno a la democracia en Chile coincidió con la caída del Muro de Berlín, la renovación del discurso social demócrata, la globalización, el surgimiento de la tercera vía que vino a consagrar la liberalización de los circuitos financieros y el inicio de la veloz acumulación de riqueza a nivel mundial y en Chile en particular. De acuerdo con la publicación de Forbes para el año 2019, nuestro país, con solo 18 millones de habitantes, cuenta con 11 billonarios que acumulan 37,3 billones de dólares, equivalentes al 12,5% del PIB del país, aproximadamente. Seguramente son más de once, me aseguró un destacado conocedor de la realidad nacional. La publicación muestra que países más grandes como Argentina registran solo cinco, Colombia, tres, y Perú, seis. La suma de la riqueza de estos últimos tres grupos de billonarios asciende a 39,2 billones, es decir, apenas superan a los chilenos. En el listado de la revista Fortune, de 1990, no aparece ninguno de Chile.

El pasado no se puede cambiar, pero el futuro es posible construirlo de otra manera y dar oportunidad a que del crecimiento se pase al desarrollo. Se debe generar un consenso social para dar a Chile en primer lugar una Constitución moderna, inclusiva y de acuerdo con los desafíos que el país enfrentará en todos los planos. La magnitud de los cambios que se requieren no se resolverá sin mayor participación del Estado, como lo han hecho y es la realidad en los países desarrollados. Ello no debe ser un problema de derechas o izquierdas, ni de gobierno y oposición sino del interés nacional y seguridad. Es el paso decisivo y necesario para avanzar a una sociedad con más igualdad de oportunidades. El indicador de ingreso per cápita, que tanto enorgullece a algunos, sirve de poco cuando las calles del centro de las principales ciudades se llenan de vendedores ambulantes, las esquinas con payasos o jóvenes malabaristas mendigando unas monedas; los ancianos apenas sobreviviendo, la droga tomándose los barrios, la delincuencia cada vez más violenta y la juventud de los sectores populares, sin perspectivas de futuro.