El anfiteatro del reconocido Massachusetts General Hospital estaba listo para la gran prueba. Corría el año de 1846, más específicamente, se trataba del día 16 de octubre. En el local había mucha gente y parecía que la expectativa generada por la invitación a presenciar el evento era grande. Sin embargo, solamente era imponente el docto profesor que, sentado en una silla, con aburrimiento miraba hacia el techo. Algunos invitados esperaban silenciosos y volteaban sus rostros hacia la puerta. Entre ellos había conocidos cirujanos que se acercaron a instancias del propio profesor. También estaba el paciente, que lejos de mostrarse inquieto, lucía muy tranquilo y seguro de sí mismo.

Parecía que todos confiaban en ver llegar a un personaje que se dilataba en aparecer. De pronto el profesor se levantó de su asiento y miranda el reloj exclamó con enojo. Son ya 15 minutos de atraso y le advertí que tenía que estar a la hora en punto. Si no llega en cinco minutos, abandonaré este salón y no le daré otra oportunidad. Debe ser que anda en otros menesteres más importantes. Una corta carcajada surgió del auditorio. Acto seguido, con parsimonia, tomó la silla y la acercó hacia sí para sentarse de nuevo. Volvió a mirar el reloj y entrecerró los ojos para descansar la vista. Cuando calculó que el tiempo estipulado había pasado, se levantó una vez más, sacando de su chaleco el hermoso reloj de oro para cerciorarse que en efecto, ya habían pasado los minutos extra de espera. Se aprestó a continuación a extraer de su maletín médico, el bisturí y otras herramientas que requería para operar al paciente que esperaba. En el momento en que iba a dirigir sus palabras finales de disculpa por la no llegada del esperado personaje, un barullo lo obligó a desviar su mirada hacía la puerta lateral. Allí estaba llegando atropelladamente el sujeto invitado, deshaciéndose de inmediato en excusas por su tardanza.

Se trataba de un varón de unos treinta años, de mediana estatura, cabello negro, de cara alargada. Mostraba un aplomo considerable, a pesar de su agitación por lo intempestivo de su arribo a la sala. En «la mano izquierda llevaba un balón de vidrio del tamaño de la cabeza de un niño, provisto de una boquilla» (Jürgen Thorwald). Venía acompañado de una persona desconocida, que sudaba copiosamente. Perdone usted, distinguido doctor, un contratiempo de última hora me atrasó sin que pudiera evitarlo. Tuve que reparar un desperfecto en mi equipo, para poder venir a cumplir con la prueba prometida. De no haberlo hecho, la misma que voy a ofrecer, no hubiera podido realizase.

El profesor con voz grave y con notable enfado, sin siquiera saludarlo, le dijo entonces: Bueno señor, su paciente está pronto. Pasaron muy escasos minutos y cuando todo estuvo listo, el invitado con solemnidad le respondió de igual manera. Su paciente está pronto, señor.

La hora llegó de presentar a los personajes. El ilustre médico profesor que iba a operar se llamaba John Collins Warren. Era nada menos que el jefe de cirugía del hospital. El invitado que había prometido al profesor demostrarle como podía ejecutar su acto quirúrgico sin causarle dolor al paciente, tenía por nombre William Thomas Green Morton, de profesión odontólogo, e incluso había comenzado a estudiar medicina en Harvard, retirándose antes de graduarse. La historia ha conservado también el nombre del paciente. Se trataba del señor Edward Gilbert Abbott. La intervención se hizo para extirparle «un tumor congénito del lado derecho del cuello, el cual se extendía a lo largo de la mandíbula hasta el ganglio maxilar, y penetraba en lo interior de la boca, abarcando un borde de la lengua» (F.R. Moulton, J.J. Schiffers).

La sustancia para provocar la anestesia utilizada por Morton era el éter sulfúrico. La operación se efectuó sin provocar ningún tipo de dolor al paciente. Fue entonces cuando el Dr. Warren, con toda la solemnidad que su humanidad le permitió, exclamó eufórico. «Señores, aquí no hay engaño» (Gentlemen, this is not humbug). A su lado, otro gran cirujano invitado a la sesión, el Dr Henry J Bigelow con toda la seriedad del caso dijo, «hoy he visto algo que dará la vuelta al mundo». Los presentes sintieron que también eran testigos de un evento portentoso. La cirugía había vencido a uno de sus dos enemigos más poderosos. Le había torcido el brazo al dolor.

Un hombre llamado Morton

Nació en Charlton, Massachusetts, el 9 de agosto del año 1819, de nombre William Thomas. Se graduó en el Colegio de Cirugía Dental de Baltimore. Cuando realizó su famosa presentación en Boston, en un principio no quiso decir cual había sido la sustancia que utilizó para adormecer al paciente del Dr. Warren, pensando en las ganancias que podría obtener con su descubrimiento. Con ese propósito ya estaba gestionando la patente. En ese momento, le llamó Letheon, explicando que lo hacía en recuerdo del río Lethe o Lete (del griego Λήθη, en español también se lo denomina Leteo) que en la mitología clásica lograba que las almas de los muertos olvidasen sus vidas terrenales. Se trataba del «río del olvido». Pero no pudo seguir adelante con sus planes de exclusividad ya que los cirujanos se negaron a operar si no se revelaba el secreto. A Morton no le quedó más remedio que confesar que la sustancia empleada era el ya conocido éter sulfúrico.

El Dr Bigelow no se mostró sorprendido. Desde un principio supe que lo era, dijo repetidamente, no obstante que el dentista había tratado de disimular el olor del gas con un perfume y coloreándolo. A continuación, se sucedieron las operaciones, así al día siguiente, «el cirujano George Hayward extrae un tumor graso del hombro izquierdo de una mujer y el 7 de noviembre de 1846 se procede a la amputación de una pierna de una paciente de 20 años» (Crónica de la medicina), utilizando el éter con todo éxito. La noticia no tardó en llegar a Europa, y en Inglaterra, el gran cirujano Liston, aplicó por vez primera vez «ese gran invento yanqui». Lo mismo sucedió en Francia y Alemania.

En Boston, ciudad que había visto nacer el gran descubrimiento quirúrgico, uno de sus hijos más dilectos, el médico, novelista, poeta y humanista, Oliver Wendel Holmes, propuso el término anestesia para denominar el proceso de adormecimiento de los pacientes que venía a poner fin al dolor de los operados. Este vocablo procedía del griego y significaba sin sensibilidad (an = «sin, no»; estesis = «sensibilidad»). Esta proposición desde un principio corrió con suerte indisputada, e igual ha sucedido hasta nuestros días.

Long, el noble rival

Crawford Williamson Long llegó a este mundo el 1 de noviembre de 1815, en Danielsville, Georgia, fruto de un hogar pudiente, motivo por el cual pudo estudiar en colegios reputados, como el Franklin, del cual salieron algunas personalidades famosas norteamericanas. Se graduó de médico en la añeja escuela de medicina de Filadelfia de la universidad de Pensilvania, en el año de 1839. Regresó a su lar nativo de Jefferson en Georgia para ejercer su profesión, casándose con una bella lugareña de nombre Caroline Swaine, con quién procrearía doce hijos (de los cuales sobrevivieron seis), a lo largo de 36 años de matrimonio (Almiro Dos Reis Junior).

Por esa época, tanto en los Estados Unidos y en Europa era conocidos los usos recreativos del éter sulfúrico y del gas hilarante, en las ferias pueblerinas y en los hogares pudientes. Los amigos del Dr. Long le convencieron de experimentar con el éter y luego de hacerlo, notó que varios de ellos presentaban contusiones, abrasiones y otras heridas consecuencia de las caídas por la pérdida de conocimiento ocasionada por el gas.

Ninguno de ellos señalaba haber tenido dolor. En vista de lo observado, Long accedió a operar al joven James Venable que tenía dos tumores en el cuello, utilizando éter. Se conoce la fecha exacta. Fue el 30 de marzo de 1842. Lo hizo en dos sesiones con intervalo de quince días, sin que el paciente sintiera ningún dolor. Hubo tres testigos que firmaron haber presenciado los actos médicos. Posteriormente le amputó un dedo afectado a una niña esclava con anestesia, sin que ésta sintiera dolor. Para descartar la acción del «mesmerismo» que estaba para esa época muy de moda, le operó el otro dedo quemado a la misma niña, esta vez sin anestesia, y por supuesto con inmenso dolor. Long llevó a cabo otras pocas operaciones con anestesia, pero su ultraconservadora comunidad lo protestó e incluso llegó a amenazarlo de linchamiento si continuaba con dicha práctica.

Long desistió de experimentar más con el éter y aunque quiso hacerlo, tampoco dispuso de ánimo y tiempo para dejar escrita esa experiencia en alguna revista médica, cosa que lamentaría toda su vida, lo mismo que su esposa e hijas. Long falleció en la ciudad Athens, Georgia, el 16 de junio de 1878, rodeado del afecto de sus familiares y del país.

Otro dentista de nombre Horacio Welles

Se graduó de dentista en 1842 y abrió consultorio en Boston, asociándose con su compañero Morton. Las cosas no marcharon bien y un año después decide separarse regresando a Hartford. Estando allí acude con su esposa a un acto de feria en donde se expondrían los efectos del protóxido de N (gas hilarante). Observa como un sujeto al que se le aplica el gas se vuelve confuso y atolondrado, cayéndose aparatosamente lesionándose la rodilla. Cuando vuelve en sí, estando sentado a su lado, refiere no recordar lo que hizo y no haber sentido dolor. Welles ya en su casa, medita sobre lo observado y piensa que ese gas podría servir para extraer piezas dentales sin ocasionar dolor. Al día siguiente, busca en su hotel al feriante que suministró el gas y le convence de aplicárselo a él mismo para que un colega dentista, de nombre John Riggs, le extraiga una muela. Así lo hace, y confirma su presunción de que no experimentaría ninguna clase de dolor.

En el año 1845 vuelve a Boston y busca a su colega Morton para enterarlo de su descubrimiento. Este le recomienda visite al conocido científico Carles Thomas Jackson y ofrece acompañarlo. La entrevista no llena las expectativas de Welles, ya que Jackson le desaconseja siga experimentando con el protóxido de N dado que es muy peligroso. Pero Welles no cede fácilmente y continua con sus experiencias. Mueve todas sus influencias y logra un permiso para hacer una demostración en la facultad de medicina de Harvard. Morton será su ayudante y un estudiante se presta a la prueba. Cuando todo está listo, Welles inicia el acto pero de inmediato, un grito de dolor sacude el auditorio. En ese instante los estudiantes comienzan a gritarle farsante y fuera, en tanto que algunos pasan a la acción empujando a Welles y obligándole a salir a la calle. Vuelve a Harford derrotado y humillado, y lo que es peor, amargado hasta el resto de sus días (Marcos Kleiman).

El cuarto personaje: Charles Thomas Jackson

Hombre rico, culto, de una familia muy conocida, preparado en varios saberes, pero ducho en malas mañas, de ambiciones ilimitadas y provisto de un rencor insuperable. Se graduó de médico en Harvard y estudió geología en Europa. Fue también químico y más tarde geólogo estatal, obteniendo grandes logros en este campo. Tuvo una peculiar tendencia a la polémica, ya que se atribuía ser el inventor de grandes descubrimientos hechos por otros personajes. Así por ejemplo, aseguraba haberle enseñado a su amigo Samuel Morse los principios del telégrafo. Teniendo ya reconocimiento y fama, se empeñó hasta el último día de su existencia, en disputarle a Morton la gloria de haber descubierto la anestesia.

Después del fracaso de Welles, fue visitado por Morton, a quien recomendó que usara el éter, elemento que Jackson conocía bastante bien. Esto bastó para considerarse el primer descubridor de la anestesia y acusar a Morton de farsante y falsificador. Inició una campaña contra el dentista que duró toda su vida. Para ello no vaciló en visitar a Long en su casa e instarlo a defender el haber sido el primero en aplicar la anestesia en cirugía. Tampoco se detuvo en solicitarle a la viuda de Welles a que defendiera a ultranza los derechos de su difunto esposo. Todo con el fin de quitarle el mérito a lo hecho por su rival más enconado, a quien ya en el mundo se le comenzaba a considerar un benefactor de la humanidad. Jackson no pudo impedir tal reconocimiento, pero sí tuvo éxito en amargar la vida de Morton, tanto que impidió que el Congreso de Estados Unidos le concediera un elevadísimo premio de 100.000 dólares. Al final terminó demente y pasó los últimos siete años de su vida en un asilo, falleciendo el 28 de agosto de 1880.

Colofón

Tres de estos cuatro personajes tuvieron un triste final. Horacio Welles, adicto al cloroformo y derrotado sin contemplaciones, se suicidó la noche del 23 de enero de 1848, abriéndose la femoral hasta desangrarse en la cárcel en que estaba detenido. Morton murió en la pobreza, sin recibir el jugoso premio que el senado norteamericano había ofrecido al que aportara pruebas de haber sido el descubridor de la anestesia. Jackson, como se escribió líneas atrás, concluyó su vida en una institución para dementes. De los cuatro, solamente Long, el más tranquilo de todos ellos y el menos atormentado por conseguir la fama y la fortuna, terminó su transcurrir por este mundo , rodeado del cariño de su familia, y casualmente atendiendo a una parturienta en el momento en que se aprestaba a brindarle la ayuda del éter para paliar los intensos dolores que presentaba.