«Señores — dijo don Quijote —, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno…».

De esta suerte, según la narración de Cervantes del relato transcrito por Cide Hamete Benengeli, se expresó en su lecho de muerte don Quijote o, como él mismo se reconoce, ya vuelto en razón, Alonso Quijano; y acto seguido dispuso que el señor escribano prosiguiera atendiendo a sus disposiciones testamentarias, de las cuales la primera había sido en beneficio de Sancho, a quien tornándose a ver, además dijo:

«Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo».

Por nada quisiera P. que tal pudiera ser, a su vez, el caso de su existencia: que pudiera servir de pretexto para pensar que hay ventaja alguna en desgastar la vida o recorrer el mundo persiguiendo quimeras; ya sea aferrándose a una representación inanimada, cualquiera pueda ser el noble material de que esté hecha, o reelaborando después los melancólicos recuerdos que se haya acumulado, o menos aún inventándose cada vez un espejismo nuevo; sino justamente lo contrario.

En el último capítulo de Don Quijote, es el propio autor quien escribe para concluir lo que Cide Hamete habría dicho a su pluma: «...no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna». Tras lo cual Cervantes cierra la obra con tan solo un aserto: «Vale». De manera pues que no cabe duda: don Quijote recobra la razón y toda su historia no ha sido sino la de un loco, sin otro afán que el de que en adelante no los haya.

Salvo que, cuando se dirige a Sancho para disculparse, Quijano parece trocarse de nuevo en su personaje, como por lo demás el autor, ya sea Benengeli transcribiendo para Cervantes o éste atribuyendo aún a aquel su escrito, ha vuelto antes a llamarle: Quijote… O como la sin razón del Quijote había terminado antes por persuadir al mismísimo Sancho para ejercer el gobierno de su ínsula; o como, en fin, don Quijote ha pervivido en el ideario universal.

«Yo sé quién soy», nos ha dicho antes Don Quijote, «y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aún todos los nueve de la Fama…». Que Don Quijote no sea sino Quijano, el Bueno, ¿no equivale acaso a decir que debiéramos despojarnos todos de lo mejor que tenemos, esto es, de las razones que nos mueven y a lo que aspiramos? ¿Será pues en realidad posible que el Quijote deje de serlo, el idealismo que Cervantes revistió con su figura no le es acaso inmanente, tiene algún sentido pretender que no haya sido lo que fue y ha seguido siendo? Dicho de otra manera: no haber alcanzado antes lo que se quiso ¿quiere por ventura necesariamente decir que se ha vivido equivocado? O como retó Parra: ¿En qué quedamos entonces/ amigo Zerbantes/ hay o no hay caballeros andantes?

Llegado a este punto, lo mejor será decir: ahora sí, cae el TELÓN.

Ya no hay escena: el espectáculo no es sino quienes han sido sus espectadores.

No es tampoco que antes haya habido propiamente un escenario; es sólo que las verdaderas historias son las que puedan haberse suscitado en cada espectador.

Y las historias verdaderas no son disparatadas sino, todo lo más, acaso nuevas historias; las que pueden inventarse de nuevo para ser contadas, con lo que no importa cuánto de lo que se cuenta haya en verdad ocurrido, pues las historias inventadas pueden ser más ciertas que la realidad; y lo que es mejor, también la realidad tornarse en lo que se sueña.