En el contexto contemporáneo de la «muerte del arte» y el «triunfo de la abstracción», la obra de la artista colombiano-costarricense, Lola Fernández Caballero (n. 1926), se levanta en medio de todo como un sustantivo aporte crítico de más de siete décadas desde la práctica de la pintura en favor de una figuración no naturalista y libre de etiquetas que toque tanto la emoción como el intelecto.

He escrito tangencialmente sobre la artista Lola Fernández Caballero (Colombia, b. 1926) desde 1984 cuando tuvo lugar su primera retrospectiva en el MAC con motivo de sus primeras tres décadas como pintora.

En esa oportunidad, el crítico de arte y, curador cubano, José Gómez Sicre, quien la conocía desde 1952 y promovió su carrera desde el Museo de Arte de la OEA, la ubicó como representante del expresionismo abstracto latinoamericano y reconoció el uso, por parte de la artista, de símbolos caligráficos crípticos «donde hay que intuir, asociar e identificar el mensaje con su sentido gráfico. De lo contrario, se precisa aceptar la emoción plástica pura».

Un examen a profundidad del conjunto de la obra realizada a lo largo de siete décadas por Lola Fernández, basado en muestras individuales, tanto de estudiante académica a partir de su exhibición de 1948 en Bogotá, como de artista con un lenguaje plástico apropiado a partir de su primera muestra individual en 1957, en París - sustancia que la misma está dominada por una figuración y una técnica experimental que funde la pintura con la gráfica en cada una de sus series.

Esto es particularmente notorio, en su óleo sobre tela de 1959 Se cortó el silencio donde trata sin sentimentalismo la conversación entre seres que prestan atención y El bobo del pueblo, un óleo sobre tela de 1960, donde evita el facilismo de una lectura literaria de carácter psicológico.

Si bien es cierto que la artista separa su obra gráfica – dibujo, grabado y relieves – de su pintura – óleo, acrílico y técnica mixta – remarcando que no hace bocetos excepto cuando se trata de murales, sus composiciones pictóricas denotan componentes y formas que apuntan a una representación de la realidad donde “todo lo que existe está dibujado”.

No obstante, para la artista la naturaleza es la que define la línea, la anatomía humana, porque la geometría está en todo. De ahí la progresiva simplificación a partir de sus composiciones de fines del cincuenta del siglo pasado caracterizadas por colores limitados, tonos sobrios y una gradual y sostenida monocromía hasta su más reciente serie de óleos titulada “Blanco y Negro”, expuesta en el MAC de San José.

Lola no necesita dibujar sobre la tela o preparar bocetos previos, ya que su perspectiva es conceptualmente geométrica, lo que no se debe confundir con simétricamente proporcionada. De hecho, a diferencia de otros artistas de su generación como Gonzalo Morales y Rafa Fernández, su sólida formación académica en Costa Rica, Colombia e Italia le ha permitido dibujar mediante la pintura directamente en el lienzo.

Esto es claramente visible en Managua un óleo de la serie Volcanes de 1964 donde parte de la realidad visible para extraer valores plásticos abstractos y a modo de contraste Señal en un espacio (Impresión en rojo) un conocido óleo de 1967 que evita lo decorativo gracias a sus tonos sombríos y paleta limitada.

Es cierto que tradicionalmente el dibujo se ha enfocado en crear líneas, figuras y contornos (internos y externos) de un objeto recurriendo también a sombras y texturas mientras la pintura se ha ocupado del color, el volumen y la composición. La definición de lo que el artista ha dependido, por mucho tiempo, del instrumento empleado, a saber lápiz, carbón o crayón en el caso del dibujo, y brochas, pinceles y espátulas, entre otros instrumentos, en el caso de la pintura.

Sin embargo, cuando un artista domina la técnica y los medios, es capaz de superar los límites aceptables de las definiciones e investigar continuamente en la heterogénea «técnica mixta» que para el caso de Lola Fernández caracteriza su quehacer por más de la mitad de su carrera. Ejemplo de ello, es la obra Supervivencia parte de su serie La máquina de 1971.

Ni académica, ni abstracta

La artista y su obra claman por una apropiada redefinición estética. La temprana ubicación de la obra de Fernández en el expresionismo abstracto, fue didáctica en su momento pero es claramente inapropiada con la prueba de los años.

El ruido de fondo en la correcta ubicación y definición de la obra de Fernández se encuentra enraizado en factores de moda, gusto y mercado, fomentados por museos, curadores, marchantes y artistas interesados. El mismo hecho de haberse convertido en una de las pioneras de la abstracción en la región centroamericana contribuye a mitificarla.

Primero que todo, hay dos nociones que merecen una seria revisión: la muerte de la pintura y el triunfo de la abstracción.

Pocos mitos sobre el arte han sido tan persistentes como la llamada «muerte de la pintura» alimentada por la pedante creencia vanguardista de que la pintura abstracta y la representacional son como el agua y el aceite.

La insistencia del modernismo en la separación de la representación y la abstracción han privado a la pintura de su vitalidad esencial. La comunicación pictórica – signos, símbolos, imágenes y colores sobre una superficie plana – es una de las más antiguas y ricas invenciones humanas, así como lo son la escritura y la música.

Comenzó sobre paredes rupestres y cubre hoy en día las pantallas de plasma, el Photoshop y las novelas gráficas. Pero, la pintura sobre una superficie portable sigue siendo una de los medios más eficientes e íntimos de expresión personal y plástica.

En cuanto a la representación y la abstracción, histórica y perceptualmente han sido inseparables, aunque ciertos intereses traten de hacernos creer lo contrario.

La pintura – como todo el arte – tiende a captar y mantener nuestra atención mediante su energía abstracta o formal. Pero, incluso las pinturas abstractas tienen cualidades representacionales, el cerebro humano no puede hacer otra cosa que dar significado a la forma que percibe ante una obra plástica.

Bien escribió Pablo Picasso:

«No existe el arte abstracto. Uno debe siempre comenzar con algo. Después uno puede remover todos los trazos de realidad».

Lamentablemente, la progresión hacia una abstracción no objetiva (donde ningún objeto en la composición pueda ser reconocido) se convirtió en la historia dominante del arte moderno; como resultado, la figuración fue desacreditada o etiquetada como retrograda y alineada con enemigos políticos (léase comunismo, realismo socialista o nacionalismo).

La realidad presente, sin embargo, es que la línea divisoria entre abstracción y figuración es sumamente porosa, llevando a los artistas a crear pinturas y obras sobre lienzo y papel que se ubican en el medio.

Uno de los primeros en transitar «la cuerda floja entre abstracción y figuración» fue Francis Bacon en el período de posguerra del siglo XX en Europa, al hacer preguntas existenciales sobre la imagen del ser humano.

Esto nos da un contexto para comprender porque la pintura de Lola Fernández tuvo una temprana acogida fuera de Costa Rica y se la casó tempranamente con la abstracción. Esto a pesar de que su obra se diferencia más de lo que se parece a movimientos como la Escuela de Nueva York (Expresionismo Abstracto) (Pollock, De Kooning, Kline) o el Expresionismo Surrealista (Matta, Miró, Arp).

En términos de coincidencia, observamos, por una parte, el limitado cromatismo: blanco y negro, así como los colores primarios: magenta, amarillo y cian. Aspecto precursor del minimalismo posterior. Y, por otra parte, la concepción de la superficie de la pintura como un campo abierto sin límites, frontal, donde no se respeta ninguna jerarquía entre los elementos de la composición.

Pero, hasta ahí llegamos con las semejanzas entre Lola y los citados movimientos. Porque la tendencia dominante en esos movimientos es trascender la representación de la realidad objetual mediante una abstracción progresiva con una técnica pictórica – principalmente al óleo en gran formato - más emocional que racional, dictada a menudo por el “automatismo”, y en el caso latinoamericano con componentes de biomorfismo.

Intuición y conciencia

En su proceso plástico, Lola Fernández, es dirigida por una idea (tema) que gobierna el diseño «gráfico» (línea y contorno) de la composición pictórica que concibe y dispone geométricamente pero que representa figurativamente.

Su disciplinada práctica como artista profesional facilita una expresión creativamente redundante, pero que profundiza en cada idea (tema) mediante sus series.

Es difícil hablar de etapas en su caso, ya que hay características transversales en toda su obra, particularmente desde 1959 con su óleo sobre tela titulado La Violencia.

Un estilo personal se afirma en cada serie, aunque el abordaje temáticamente sufra variaciones formales. De hecho, son frecuentes en la mayor parte de su obra, seis componentes:

  • gama de colores limitada y tendiente a la monocromía,
  • uso de símbolos aleatorios como letras y números,
  • figura humana desproporcionada o asimétrica representada como en su serie arquetipos, o transferida como en la serie testimonios,
  • concepción grafica-geométrica en la forma y distribución de los elementos en la composición,
  • preferencia por la técnica mixta que es consistente con una continua exploración y uso de medios y técnicas de expresión plástica y
  • Expresión emocional reprimida en sus personajes y figuras.

Su disciplina y proceso creativo la han convertido en una de las artistas más prolíficas de su generación, pero el propósito de su obra reside en su carácter intuitivo. En el arte, hay dos formas dominantes de expresión: el concepto y la imagen. Nuestra mente convierte lo que percibe de la realidad circundante en conceptos o los formaliza en imágenes que es el lenguaje del arte, cuya creación se funda en una intuición.

La intuición en Lola Fernández, con base en la observación y examen de su obra y proceso creativo, captura una imagen o un concepto de cada estímulo que recibe del entorno lo que le permite conocer su esencia.

Es el caso patente en su serie testimonios que inicia en 1980 y continua más allá de 1984 en la que se adentra en nociones de tiempo, y espacio por medio de circunstancias sociales y políticas que registra como signos, imágenes y símbolos intuidos con inteligencia y sensibilidad.

La artista registra la realidad objetiva que percibe sensorialmente y procesa intelectual y emotivamente para conectarnos con el mundo que nos rodea, pero vinculándonos con una dimensión trascendente de las cosas. Para lo cual es inevitable su rechazo del panfleto tan en boga.

La intuición es un sentido metafísico como la imaginación, la memoria y el sentido común. Lo críptico que observaba Gómez Sicre en los primeros treinta años de carrera de Lola Fernández, se refiere a que si bien está conectada con la realidad circundante que nutre sus ideas (temas) la representación de la misma es trascendida en una dimensión intangible, interna y esencial.

La conciencia de la intuición ha permitido a la artista colombiano-costarricense acercarse en setenta años de carrera a un plano más profundo de la realidad para comprender la dimensión interior de lo existente y la sabiduría espiritual del cosmos.

Variaciones sobre una misma tesis

Cada obra guarda unicidad con respecto al resto, no solo estilísticamente, sino también porque acerca a una nueva realidad mediante imágenes que generan nuevas ideas y formalizan nuestra percepción de la realidad a través del arte.

Lo más importante no es la anécdota social o el panfleto político que desborda las conversaciones y experiencias en el entorno regional, sino lo que no se ve, y es a esa dimensión de la realidad a la que nos acerca su obra y en particular su más reciente exposición.

Los recursos de que echa mano Fernández mediante la conciencia de la intuición, son la memoria y la imaginación para ayudar a recordar, asociar, inventar y crear. Sus inmersiones de niña en la colección de arte precolombino del Museo Nacional han influido de manera indeleble sus relieves, sin ser por ello una estilización de la simbología aborigen.

Estas experiencias se sumaron a su periplo por Asia e India que afinaron su espiritualidad y refinar su obra de madurez.

De la misma manera los acontecimientos sociales y políticos han permeado su quehacer como muestra su serie «Testimonios» al punto de que físicamente las noticias publicadas en los diarios se transfieren a los lienzos a través de meses de ingesta detallista.

Sus arquetipos, por otra parte, no son meros ejercicios figurativos con base en retratos sino resultado de su experiencia e indagatoria con las relaciones y los estados emotivos. No deben extrañarnos entonces sus personajes desproporcionados, sobre formas austeras, sin pretensiones, que no recurren al halago ni buscan agradar.

Otro tanto ocurre con su más reciente serie de blanco y negro, donde los personajes casi minimalistas, ausentes como el blanco que los define, y envueltos en atmosfera onírica, responden a la experiencia de la ausencia y la temporalidad existencial. Su presencia en el lienzo es meramente recuerdo de su ausencia en la realidad visible.

La obra de Fernández Caballero que continúa pintando y exponiendo a sus 93 años es sutilmente crítica, igual que la realidad de sus ideas (temas) es una vibrante evocación, sombra de lo real, presencia de la ausencia, conciencia de una intuición de un mundo caótico, melindroso y agazapado, al que como artista y como persona trascendió hace mucho tiempo, pero al cual continua apelando con singular libertad mediante su obra, pasada y reciente, le guste o no a su audiencia.