Recientemente el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, decidió trasladar la embajada de Estados Unidos en Israel desde la ciudad de Tel Aviv a Jerusalén. Ello trajo aparejadas airadas protestas en todo el mundo, pero la medida siguió en pie, no teniendo seguidores (solo Guatemala decidió también hacer ese traslado, como pequeño país «perro faldero» de la gran potencia).

El anuncio del traslado de la embajada en Israel complica más aún la ya complicada, compleja, incendiaria situación de Medio Oriente. En modo alguno esto contribuye al proceso de paz entre israelíes y palestinos sino que, por el contrario, lo aleja, lo boicotea. ¿Por qué, entonces, toma esta medida Donald Trump? Explicarlo implica hacer entrar en juego muchos elementos, pero no se trata simplemente de «pugnas religiosas», aunque así se pretenda presentarlo. No son «terroristas palestinos» atacando «israelíes que se defienden»; la situación es infinitamente más compleja.

Donald Trump efectivizó lo que ningún presidente estadounidense se había atrevido a concretar desde 1995, año en que una medida legislativa del Congreso de Estados Unidos ya fijaba el traslado de la embajada de Tel Aviv a Jerusalén. Todos los mandatarios habían evitado efectivizar la medida, sorteándola con prórrogas semestrales. ¿Por qué lo hace ahora Trump?

Se ha dicho que, ante la caída de su popularidad y la posible investigación del supuesto espionaje ruso en las elecciones, la actual medida tendría un efecto de distractor. Puede ser cierto, pero no lo explica todo. También se ha dicho que Trump responde a las presiones del lobby judío. Esto, indemostrable por otro lado, evita considerar la historia como lucha de clases, lucha de poderes, poniendo en el «malo de la película» –para el caso, los judíos– la explicación de las penurias del mundo. El lobby judío existe, pero quien efectivamente manda en la política exterior de Washington es el complejo militar-industrial, independientemente de filiaciones religiosas.

La política imperial de Washington la fijan los intereses de sus grandes megacapitales, que no tienen otra lógica que la interminable acumulación capitalista, sin importar credos religiosos (pudiendo ser judíos o no). En un brillante análisis «Sobre el 'lobby judío'» , del Grupo ReVista, publicado el 9 de agosto de 2012, puede entenderse más a fondo el mito en juego que hay allí [en cuanto al aporte de los distintos grupos de lobby]:

«La industria de la minería, particularmente la del carbón, ocupa el segundo lugar con casi 100 millones de dólares entre 2007 y 2010. Le sigue la Industria de la Defensa, de la que el informe no aclara montos. La industria del agro, alimentación y tabaco gastan "más de 150 millones al año, financiando campañas" y haciendo lobby. Por supuesto, las petroleras no van a la zaga: «150 millones en 2010». El lobby financiero le sigue, pero no se aportan cifras. Las grandes industrias farmacéuticas gastaron más de 25 millones de dólares en 2009; seguidas de cerca, sí, aunque no lo puedan creer, por la Asociación Americana de Personas Retiradas, que gastaron 22 millones de dólares en lobby. La Asociación Nacional del Rifle, según este informe, gastó 7,2 millones de dólares en las elecciones de 2010. Y, ahora sí, el omnipresente y omnipotente lobby pro-israelí, el AIPAC, que gastó… 4 millones de dólares en 2010. Veamos, algo va mal: si un lobby logra tantísimo con 4 millones de dólares, o son de una astucia e inteligencia inenarrables, o bien la torpeza del resto es gigantesca (lo cual, por otra parte, es inverosímil: cómo, entonces, han llegado a obtener tantísimo dinero)».

Más acertadamente, creemos, se podría entender la medida de Trump como la expresión de una política exterior sostenida por Washington en el tiempo, que ahora, sin ambages, se permite dar un manotazo sobre la mesa sin guardar las formas de corrección política. Sin ningún lugar a dudas el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel traerá más conflictos en la región, de por sí ya muy convulsionada. Esto hace saber al mundo que Estados Unidos ya no considera la ocupación israelí en Jerusalén Oriental como un acto ilegal, avalando así los asentamientos judíos construidos después de la Guerra de 1967, los cuales vulneran el derecho internacional según el Convenio de Ginebra. Por supuesto que esto traerá la reacción de los palestinos (que ya comenzó, y no sería improbable que se forme una Tercera Intifada), o de buena parte del mundo musulmán incluso, lo que se verá reflejado en más represión por parte del Estado de Israel. La posibilidad de creación de un estado palestino queda así relegada sin fecha, lo que militarmente significa más guerra para toda el área (¿más negocio para el complejo militar-industrial?).

En otros términos: la medida de Trump, rechazada por la amplia mayoría de países de la comunidad internacional, no es sino la escenificación «sin anestesia» (un tanto brutalmente, como es el estilo de este magnate arrogante, «macho» probado) de una inveterada política estadounidense respecto a Israel, más allá de las presiones de un pretendido todopoderoso lobby judío.

¿Por qué Washington, en solitario, sigue apoyando al Estado israelí, más allá de todas las condenas que pueda haber hecho la comunidad internacional, más allá del derecho internacional, más allá de las medidas enjuiciatorias emanadas de la ONU? ¿Por qué Israel es el país que más ayuda recibe como cooperación internacional de parte del país americano: 3.000 millones de dólares anuales? ¿Por qué su poderío nuclear ni se menciona, cuando a Washington lo enfurece el desarrollo atómico de Irán o de Corea del Norte? ¿Por qué tolera la continua violación flagrante de derechos humanos contra el pueblo palestino, una de las más monstruosas aberraciones humanas, comparable a las atrocidades que décadas atrás cometieron los nazis contra los judíos en los oprobiosos campos de concentración europeos, tan abiertamente condenados por Washington? Porque la clase dominante de Estados Unidos hace lo que quiere, considerándose dueña del mundo. Para ejemplificarlo, palabras de John Bolton, alto funcionario diplomático estadounidense: “Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”. La medida de Trump es coherente con ese pensamiento. Y el Estado de Israel –¡no el pueblo judío!– sirve a esos intereses imperiales de los grandes megacapitales norteamericanos.

«¿Por qué Estados Unidos apoya a Israel?», se preguntaba Stephen Zunes en un muy lúcido análisis:

«Las frecuentes guerras libradas por Israel han servido de campo de pruebas para el armamento norteamericano, a menudo contra el armamento soviético. Israel ha servido como conducto para suministrar armamento norteamericano a regímenes y movimientos demasiado impopulares en Estados Unidos como para concederles ayuda militar directa, como el régimen del apartheid en Sudáfrica, la República Islámica de Irán, la Junta Militar de Guatemala, o los contra en Nicaragua. Asesores militares israelíes han ayudado a la Contra, a la Junta de El Salvador, y a las fuerzas de ocupación presentes en Namibia y el Sáhara Occidental. Los servicios de inteligencia de Israel han ayudado a los servicios de inteligencia de Estados Unidos en la recogida de información y en operaciones secretas. Israel cuenta con misiles capaces de llegar hasta la antigua Unión Soviética, tiene un arsenal nuclear de cientos de armas, y ha cooperado con la industria militar de Estados Unidos en la investigación y el desarrollo de nuevos aparatos de vuelo y sistemas de defensa antimisiles. (…) La correlación está clara: cuanto más fuerte y más dispuesta a cooperar con los intereses de Estados Unidos se muestra Israel, mayor es el apoyo que se le brinda».

En otros términos, el Estado de Israel es una avanzada de la política exterior estadounidense en Medio Oriente. Está ahí, armado hasta los dientes (se sabe que dispone de hasta 400 armas atómicas, no declaradas oficialmente, existiendo lo que se conoce como Opción Sansón –estrategia de disuasión de retaliación masiva con armas nucleares en contra de las naciones cuyos ataques militares amenazan su existencia–) para cuidar los intereses estadounidenses, intereses que ¡no son religiosos precisamente!

Está ahí, y seguirá estando –la medida de Trump envía el mensaje claramente– para:

  • Disciplinar a todo aquel que intente tomar alguna medida popular con tinte socialista, o que ponga en entredicho los intereses estadounidenses, extendiendo así la lógica de la Guerra Fría (Israel comenzó a ser una “delegación militar” de Estados Unidos en la década de los 60 del siglo pasado, cuando el “socialismo árabe” pro soviético comenzaba a expandirse por la región);

  • Cuidar las reservas petroleras de las que se aprovecha la economía norteamericana (el Consejo de Cooperación del Golfo –compuesto por Kuwait, Qatar, Omán, Arabia Saudita, Bahrein y los Emiratos Árabes Unidos, el mayor proveedor de petróleo del mundo, constituido por regímenes conservadores disciplinadamente alineados con Washington, un muy importante comprador de equipo militar del complejo militar-industrial americano–, es un aliado de Israel, lo que evidencia que no todo el mundo árabe o musulmán está enfrentado con ese país);

  • Contener el avance de las geoestrategias de Rusia, China o de Irán.

Sin cuidar las formas –parece que a este presidente eso no le preocupa mucho– Trump ha hecho saber al mundo que el complejo militar-industrial (que podrá ser judío o no, eso no importa, es casi anecdótico) sigue marcando el ritmo de la política imperial de Washington. Lo cual evidencia, por otro lado, que el capitalismo, en tanto sistema global, no puede ofrecer solución a los problemas de la Humanidad, puesto que su única salida, su única posibilidad de supervivencia, es la guerra. Por lo que, una vez más, son válidas las palabras de Rosa Luxemburgo: «socialismo o barbarie».