Siempre he creído que los mercados mexicanos son fuente de sabiduría. Son experiencias extremas que llegan cargadas de sapiencia. Entre los sonidos y ritmos que emanan de sus pasillos, las voces que resuenan por doquier, los olores que oscilan de lo picoso del mole, del chile, de las salsas hasta lo dulce del chocolate, la miel o la horchata, desde los colores verdes de los nopales, rojos de los rábanos, anaranjados de las naranjas —dulces o agrias— hasta los ocres de las mazorcas o de los chapulines, se destila la esperanza del que quiere vivir una aventura.

En un mercado siempre se encuentra un sabor nuevo, una textura distinta, un olor que sorprende. La actitud adecuada al traspasar el umbral del recinto debe ser la de un detective que, en la misma forma que un sabueso, afina el olfato, abre los ojos y se apresta al descubrimiento. Jamás habrá nadie que salga decepcionado de un mercado municipal, si se llega con la actitud adecuada.

Las aventuras más emocionantes se pueden vivir entre las paredes de un mercado. Para ello hay que tener un criterio amplio y un espíritu expedicionario. Hay que apartar prejuicios y abrir los sentidos. Al son de “Abre la boca y cierra los ojos,” el explorador descubre las maravillas ocultas en este mundo. Así fue como me topé con los chapulines, viejo amor de mis amores. Ese tesoro en forma de insecto que se ha aprovechado en la cocina de los mexicas, zapotecas y mixtecas y en otras culturas mesoamericanas desde antiguo, desde antes de la llegada de los españoles. Esa joya de peculiar color rojizo que se ofrece en canastas de carrizo en los de Oaxaca y otras regiones del país.

La primera vez que los probé era una niña. Mis padres, como aventureros expertos, me dieron a probar un taquito de tortilla recién hechecita con crema, jitomate, aguacate y el ingrediente secreto. ¿Qué es?, pregunté curiosa. Tú prueba, luego te digo. La explosión en las papilas gustativas fue un festival de sabor que aún recuerdo. Con una mordida al taco de mi madre, alcance el cielito lindo. ¿Quieres más? Claro. Quería todo el taco para mí. Cuando me enteré de lo que era, sentí un vuelco en el estómago. Sentí como si un montón de hormigas se me subieran al cuerpo. Arrugué la nariz y me llevé las manos a la boca. ¿Qué, no te gustó?, me preguntó mi padre. Asentí lentamente. ¿Entonces? Cómetelo. Tenía razón. Aprendí la lección. Nada debe juzgarse exclusivamente por la apariencia. Desde entonces soy amante de los chapulines. Comparto ese amor con quien se deja.

Me los como de todo tipo y especie: de los grandes y de los chiquitos; de los que se les distinguen los ojos y de los que casi no tienen forma. Uso chapulines para condimentar sopas, guisados y ensaladas. Los doy de botana: solos, sobre queso, con salsa y de todas formas. Los uso hasta para hacer postres. Una señora me dijo que si los trituro bien y los revuelvo en harina se pueden usar para hornear pasteles.

La sabiduría milenaria, esa que sale de las paredes de un mercado y que llega hasta el presente proveniente de nuestras culturas ancestrales, encuentra confirmación en estudios de la Universidad de Brown, en Rhode Island. Switz y Lewis buscaban una dieta paleolítica, es decir, comer como nuestros ancestros, para minimizar la ingesta diaria de azúcar. Descubrieron que los chapulines aportan cantidades significativas de vitaminas, minerales y proteínas, las cuales son esenciales para transformar los alimentos en energía, para el crecimiento normal, el mantenimiento del cuerpo y la prevención y alivio de enfermedades. Vitamina A , zinc, magnesio o calcio. Los chapulines llegan a alcanzar hasta un setenta y ocho por ciento de proteínas debido a que su alimentación proviene de los maizales, frijolares, trigales, alfalfares o pastos silvestres. Otra de las ventajas de los insectos comestibles es su fácil digestión, por lo que lo pueden consumir personas de cualquier edad. Los chapulines son un tesoro.

Switz y Lewis han desarrollado un negocio fructífero alrededor del chapulín. Lo llaman Exo, por exoesqueleto, y están fabricando barritas nutritivas. Se asociaron con Kyle Connaughton y desarrollaron fórmulas en las que se mezclan chapulines con crema de cacahuate, con mermelada, con jengibre y con nuez. Dicen que el sabor logrado es delicioso y que el negocio va viento en popa.

Los chapulines además de buen sabor están cargados de mucho significado. Para nuestros ancestros eran un símbolo triple de vida, muerte y resurrección por el ciclo que transitan. Esa evocación se debe al ciclo de su existir. Primero ponen huevos que depositan en la tierra, luego sufren una metamorfosis que los transforma de larva en un insecto con ojos grandes y antenas que parece sonreír permanentemente.

Por supuesto, su presencia en el hogar se considera como una promesa de dicha. Lo mismo pensaban los chinos y las culturas mediterráneas. Adoraban a este grupo de insectos tan famosos por el chirriar que producen sus cuerpos. No hacián distingo entre los saltamontes, los grillos o los chapulines. Pero el ingenio de los chinos ennobleció grandemente a los chapulines, especialmente a los cantores. Los mandarines más ricos les confeccionaron pequeñas jaulitas de oro, otros, sencillas cajas para alojarlos ahí y que jamás se marcharan con la promesa de alegría.

Los chapulines tienen la magia de abrir la mente a recuerdos fantásticos. Cuando era chica, soñaba muchas pesadillas. El remedio lo encontré cuando mi madre me regaló una de esas cajitas que tenían chapulines de hoja de lata, pintados de colores. Al abrirla se escuchaba un gorjeo que para mí era tranquilizador. Adiós monstruos nocturnos y miedos a la oscuridad, para eso estaba mi cajita.

Tal vez todo tenga una explicación. Las culturas mesoamericanas creían que estos pequeños insectos saltarines brincaban para tomar las almas de los muertos que bajaban a visitar la tierra. También lo asociaban con la dinámica de la vida. Los saltitos de los chapulines representan un estado transitorio entre las posibilidades, aun no formadas, y las realidades formales. Son como una especie de incertidumbre que refleja la ambivalencia de la duda, de la indecisión y que puede concluirse bien o mal. Por eso, también es signo de vida y muerte. Los chapulines son imagen de lo mexicano. Probablemente por ello Octavio Paz, dentro de las poquísimas palabras que eligió para redactar el discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, escogió darle honor a este simpático animalito:

Es grande el cielo

y arriba siembran mundos.

Imperturbable,

prosigue en tanta noche

el grillo berbiquí.

Pienso en estos simpáticos animalitos que avanzan a saltos. Brincan tan alto y parece que tocan el firmamento. Ese mismo cielo al que se llega cada vez que emerge en un rumor al abrir la tapa de una cajita de música o que mordemos un taquito con guacamole y chapulines. Me los comería por puro placer aunque no fueran fuente de tanta riqueza. Al probarlos no nos queda duda, podemos ver chapulines en el cielo.