Cuando acudimos a un supermercado creemos saber lo que estamos comprando e incluso tenemos la vaga ilusión de que hay un millón de productos donde elegir… ¿Realmente sabemos lo que compramos? ¿Elegimos nosotros la alimentación para nuestra familia?

Aunque sabemos que los productos que actualmente compramos contienen altas dosis de químicos (conservantes, acidulantes, sulfatos…), creemos o tenemos la vaga sospecha de que si estos productos pasan las fronteras de sanidad no deben ser tan nocivos. Pero nada más lejos de la realidad.

La alimentación actual dista mucho de ser algo sano y eficiente con el medio ambiente, se aleja paulatinamente de los hábitos de consumo lógicos en el desarrollo del ser humano y, lo que conlleva el mayor riesgo, la base de la salud -“la alimentación”-, se ha convertido en un negocio de especulación y esto es lo que genera el resto de problemas añadidos.

Estructura de negocio de la industria alimentaria

EE.UU es un claro ejemplo de ello, un ejemplo muy lucrativo que Europa empieza a adaptar, alejando los productos autóctonos para incluir la química y globalizada “comida” que actualmente podemos encontrar en casi todos los supermercados habituales.

Un negocio que se propone autárquico y rendido a las multinacionales, aislando al pequeño agricultor para dar paso a los alimentos procesados. Estos se cuelan por la rendija de la facilidad, la rapidez en la cocción y su atractivo para llenar la nevera de todos nosotros.

Estos alimentos nocivos y muchos de ellos bastante tóxicos siguen la marcada estela de la especulación, enriqueciendo a unos pocos mientras consecuencias como la exterminación de campos de cultivo naturales o la tortura de animales en las peores condiciones inimaginables siguen a la orden del día.

Pero vamos por partes. La obtención del máximo beneficio en el menor periodo de tiempo supone el mayor de los problemas. La comida es un bien de consumo, un bien imprescindible y, por lo tanto, perfecto para especular, por lo que con altas dosis de markenting y poca información al respecto se va consiguiendo de manera discreta y enmascarada imponer unos hábitos de consumo basados en potenciadores del sabor y cocina contaminada.

El máximo exponente y la base de negocio que ha marcado la evolución de nuestra alimentación ha sido la comida rápida, el conocido Fast Food, una línea que producía grandes beneficios con la consiguiente reducción de costes.

Para lograr la cantidad ingente de producción se sacrifica la salud del consumidor, la del producto y la del medio ambiente.A partir del Fast Food, las grandes multinacionales descubren la gallina de los huevos de oro, unos que probablemente también tengan bastantes hormonas.

No solo Macdonals, Burguer King, KFC et… sufren del estigma capitalista en su carne procesada, empaquetada y casi de plástico, al igual que los juguetes que la acompañan. Los filetes de pollo comprados en el súper y aparentemente sanos siguen la misma estela que la “carne” de todos estos sitios. Carne envasada que quiere ocultar de donde proviene apenas sin hueso y que luce un aspecto radiante.

Para obtener esto se parte de una ecuación muy sencilla: se necesitan animales que engorden rápido cuya crianza no suponga costes muy altos para venderla al por mayor y a bajo precio. Para conseguir esto, a los animales se les cambia la alimentación con excedentes, por ejemplo de maíz, a partir de semillas tratadas con fertilizantes y pesticidas, se les enjaula en la mínima porción de terreno posible, en condiciones insostenibles, se les engorda hasta la extenuación y, una vez muertos, en algunos casos (cada vez más) se procesa la carne con amoniaco, debido a que estos animales que han vivido sin sitio y entre sus propias heces puedan enfermar a los consumidores con una bactería muy muy tóxica denominada E-Coli.

Y… ¡Tachán! Las pechugas de pollo sonrosadas y los filetes de ternera en bandeja.

Tránsgenicos en la alimentación diaria

Sin embargo, esto es solo un pequeño esquema del proceso. Para garantizar la obtención de beneficios no solo se sacrifica la calidad de las vidas de los animales, y por ende la calidad del producto, sino que se engaña al consumidor con productos baratos y manufacturados, intentando ocultar de dónde viene esa carne y cómo ha vivido su dueño, desinformando al consumidor (que no tiene tiempo apenas para hacer la compra) para condenarle a la carne procesada repleta de químicos y hormonas.

Hormonas para el rápido crecimiento, tratamiento de arsénico en la carne, antibióticos en los animales… Son algunas de las aberraciones cometidas en la carne que comemos diariamente. En concreto, las hormonas del crecimiento inoculadas crean pollos que no se sostienen sobre sus patas, que mueren incluso antes de su entrada en el matadero y que incluso son potencialmente peligrosos. Según la FDA, el 87% de los pollos en EE.UU eran portadores de la bacteria E-Coli, además de dar positivo en nitarsone, un tipo de arsénico (un veneno para el ser humano) utilizado como antibiótico en estos animales.

Estas prácticas están del todo implantadas en EE.UU, que cuenta con el mayor matadero del mundo, Smithfield, en el que se sacrifican al día 32.000 cerdos (unos 2.000 a la hora) y cuyos trabajadores dependen al completo de la empresa, puesto que en la mayoría de los casos son trabajadores ilegales, cuyas condiciones laborales son casi tan extremas como lo son las condiciones de los animales sacrificados.

Un buen negocio que se quiere exportar y cuyas prácticas están siendo imitadas por el resto del mundo, incluida Europa.

Y no solo con la carne. Actualmente podemos encontrar todo tipo de variantes de frutas y verduras en el supermercado incluso aunque no sean de temporada. Esto es síntoma de la utilización de fertilizantes y semillas tratadas que hacen que ciertos alimentos puedan crecer y desarrollarse al margen de su condición natural.

Esto se consigue debido al uso de productos químicos de síntesis, que prioriza unas pocas variedades de cultivos, aquellos que mejor se adaptan a los intereses de las grandes empresas (tamaño y color óptimos, por ejemplo); apostando por los monocultivos y los transgénicos.

A escala mundial se calcula que la superficie total cultivada con alimentos transgénicos con cinco organismos modificados genéticamente se multiplicó por más de 6 entre el 94 y el 97; siendo Estados Unidos, los países del sur asiático y los del sur de América los que más han aumentado su producción.

Los productos transgénicos que se comercializan en la Unión Europea son:

  • Por su tolerancia a herbicidas: soja, maíz y achicoria.
  • Por su resistencia a virus: calabacín, patatas y maíz.
  • Por su resistencia a plagas: maíz y tomate.
  • Por la calidad del fruto: tomate.
  • Aceites modificados: canola y soja.

La variedad de productos en el supermercado, una ilusión

Una parte verdaderamente inquietante de todo este proceso es que, aunque a primera vista parezca que contamos con amplias opciones para elegir lo que comemos, la realidad es que no son tantas.

Es la regla básica de la autarquía alimentaria: conforme nos acercamos al modelo alimentario de EE.UU, reducimos el número de empresas que venden, por ejemplo los productos cárnicos, lo que hace que sean dos o tres grandes las que empiezan a controlar el ganado, bien porque compran a las pequeñas o bien porque les piden gran cantidad de producto a los ganaderos que deben endeudarse para responder al pedido y, una vez lo han hecho, estas grandes empresas les ahogan amenazando con no volverles a contratar (una práctica extendida en España por algunos grandes empresarios de alimentación).

En cualquier caso, sea cual fuere el tipo de práctica abusiva acometida contra el pequeño ganadero, la carne que vemos en los grandes almacenes en muchos casos viene del mismo sitio. Esto plantea un problema complejo, puesto que cierra la elección del consumidor en torno al mismo tipo de producto en manos del mismo distribuidor, siendo una de sus prácticas probablemente la reducción de costes en estos tipos de productos que vende. Y, por consiguiente, la implantación de los químicos en la dieta diaria.

Consecuencias para la salud de los transgénicos

Las consecuencias de estas prácticas no se hacen esperar en la salud humana. Desde alergias, obesidad, diabetes (debido al alto contenido de azúcares en los alimentos), resistencia a los antibióticos hasta ciertos tipos de cáncer y muchas más que irán apareciendo con el tiempo.

Según Greenpeace, los transgénicos fomentan la aparición de nuevas alergias por introducción de nuevas proteínas en los alimentos. EE.UU. cuenta con un conocido caso, el del Maíz Starlink (2000): se encontraron en la cadena alimentaria trazas de un maíz transgénico no autorizado para consumo humano que provocó graves problemas de reacciones alérgicas.

Resistencia a antibióticos. En algunos OMG (Organismos modificados Genéticamente) se utilizan genes antibióticos como marcadores. Es decir, algunos transgénicos pueden transferir a las bacterias la resistencia a determinados antibióticos que se utilizan para luchar contra enfermedades tanto humanas como animales (por ejemplo, a la amoxicilina).

Disminución en la capacidad de fertilidad. Según un estudio realizado por expertos de la Universidad de Viena, los cultivos transgénicos pueden provocar infertilidad. En concreto el estudio fue realizado en el maíz transgénico desarrollado por la compañía biotecnológica Monsanto, una de las más grandes de EE.UU.

Aunque solo tendremos un espectro claro en unos años de las consecuencias de la alimentación actual, es evidente que no estamos en el camino correcto. Permitir que se sacrifique la salud del medio ambiente y la salud humana en pro de la obtención de beneficios es algo que debemos tener muy presente diariamente.

¿Cómo combatir contra los transgénicos y las grandes multinacionales? Una solución a corto plazo es ser consecuente cuando acudimos a comprar los alimentos, ser muy selectivos a la hora de escoger los productos que nos llevaremos a casa, leer bien lo que contienen (aunque en muchos casos no se especifica todo en las etiquetas) y, aunque tengamos que invertir un poco más, ayudar al comercio ecológico. De esta manera, podremos combatir desde nuestra posición de consumidores a aquellos que comercian con nuestra salud y con la del medio ambiente.