Ese fue un verano que no olvidaré, fue el verano en el que huía de algo que hasta ese momento no sabia que era. ¿Alguna vez has huido de algo y no conoces la razón? ¿Tienes miedo de descubrirlo y no querer dejarlo ir?

Sientes que algo te busca y no quieres ser encontrado, no estás listo. Quieres esconderte de todo y a la vez ser libre y sentir cada cosa con la misma intensidad, tan caliente como el fuego del sol. Algo inexplicable, algo que no tiene sentido alguno.

Viajaba en la parte trasera de un Chevrolet impala negro del 67 y mis acompañantes era tan guapos como misteriosos. Por alguna razón ya no recuerdo sus nombres y como llegue a conocerlos. Esa incógnita seguirá en mi hasta el día que muera. Recorríamos la ruta 66 desde Oklahoma, pasando por Texas y Nuevo México hasta nuestra última parada en Arizona. Estiraba mis piernas de vez en cuando hasta tocar el techo por las largas horas en el camino. Mi dieta iba de carne seca, nachos, hamburguesas de queso y mucho Dr.Pepper; pero no podía haber nada mejor. En ese momento sentía el mundo a mis pies, era aventurera, no tenía miedo, era irremediablemente feliz.

Nunca he presenciado atardeceres llenos de algo que solo alguien que haya estado allí pueda describir, como un enigma envuelto en silencio, el palpitar de la tierra y su energía entrando en cada parte de tu alma.

Las ventanillas abajo y el viento enredado en mis cabellos, mis ojos se humedecían y me salía una sonrisa que hacia doler mi cara. La música country llena de melancolía ambientaba las horas y mordisquear regaliz de fresa lo endulzaba. Llegamos hasta las montañas del noroeste de Arizona e hicimos una parada en la reserva indígena conocida como el pueblo de los Hualapai. Celebraban la ceremonia de duelo y eso me dejó haciendo tantas preguntas que eran bastante difíciles de contestar en ese momento y que aún lo son. Nunca puedes huir del tiempo, de ese momento que se reserva únicamente para ti y que llegara a tu puerta cuando menos lo esperes.

El sabio de la tribu me entregó tres plumas doradas y me dijo que en el momento en que acepte que algunas cosas se deben dejar ir para nunca volver atrás debía regalar esas plumas al viento.

Mi mente tenía atrapada cosas que aún me hacían prisionera del pasado y tenía que soltar las amarras y volver a navegar sin ese peso a mi espalda. Llegué a la última parada, era una vistosa y escarpada garganta excavada por el río Colorado.

El río se había tomado su tiempo, poco a poco, millones de años socavando la tierra, moldeando el sedimento para que al final su creación fuera casi una obra de arte. A veces, no todo ocurre cuando lo queremos sino cuando estamos listos.

Esa paz que no sentía en mucho tiempo me invadió por completo y entonces entendí lo que el sabio me había dicho. Yo soy el único obstáculo en mi camino y solo yo puedo decidir cambiarlo.

Ese lugar me robaba el aliento, me quedé allí de pie sobre esa roca enorme mirando el paisaje que ese lugar me regalaba. Era algo que podía disfrutar cuanto quisiera, era algo que no se podía comprar, que no se podía llevar en un bolsillo y aún así estando allí me sentí la persona más privilegiada, me sentí rica.

Los tonos dorados del cielo y las piedras rojizas y amarillas, el águila que sobrevolaba con la suavidad de la brisa me impulsaron a gritar a todo pulmón para dejar ir todo eso que llevaba dentro y una parte regresó en forma de un eco. No obstante, era distinto, había cambiado al igual que yo, ya no era la misma, no quería serlo. Con los brazos en alto y mi cuerpo cerca del borde de la gran montaña, deje ir las tres plumas doradas, las deje ir y volaron en un pequeño torbellino que se alejó como si de magia se tratara. Supe en ese momento la grandeza que hay en el mundo y el Gran Cañón era parte de eso, un pedazo que nos podía mostrar sin palabras que hay momentos que siempre se nos brinda, la existencia de las segundas oportunidades, obsequiándonos con ese preciado tiempo, ese espacio en el universo que puede ser como un suspiro, ese momento que debemos aprovechar, ese instante que llamamos vida.