Serpenteaba entre las atestadas callejuelas como pez en el agua, moviéndose en el mar de caras anónimas, piernas sin rumbo y colores chillones como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida.

Tendría cerca de siete años, aparentaba cinco y ya era el dueño de Fez. No levantaba un palmo del suelo desde sus alpargatas gastadas hasta su pelo oscuro y ensortijado. Tan liviano como una pluma y pequeño como una hormiga, su leve sonrisa burlona y sus vivos ojos negros delataban la realidad: era el amo del laberinto, el guardián de la medina amarilla; una pequeña araña que atrapaba a los turistas en su red a base de descaro e ingenio.

"¿Dónde vais? ¿Queréis ir a la Gran Mezquita? ¿A las curtidurías Chouwara?", nos abordó con sutileza tras haber leído en nuestra mirada perdida y nuestros dubitativos pasos la inseguridad del ajeno, la inocencia del extraño, la candidez propia del europeo. Miramos hacia abajo en busca del dueño de esa voz de niño que se dirigía a nosotros en un más que digno español, pese a su marcado acento marroquí. La seguridad de ese mico nos sorprendió, y su jeta y simpatía hicieron el resto; el pequeño Hicham se convertiría en nuestro guía de la Ciudad Imperial, en la llave maestra, en el código de la caja fuerte. Y lo mejor de todo es que lo logró como un prestidigitador sorprende al ingenuo con un truco de magia sin que este haya llegado siquiera a pestañear.

Había logrado que bajásemos la guardia, deshaciendo nuestra reticencia inicial como un azucarillo en un café. Ese chavalín no solo sabía más que nosotros, sino también que cientos de expertos guías locales que duplicaban su tamaño, cuadruplicaban su edad… y sin embargo no podían ni soñar con la décima parte de la inteligencia natural del crío. "¿Españoles? ¿Madrid o Barcelona? ¿Madrid o Barcelona?", habían martilleado nuestros oídos cientos de veces en una letanía interminable que nos había llegado a hastiar.

Este niño era diferente: tenía una salida ingeniosa para cada pregunta, presumía con gracia de chapurrear seis idiomas -incluido el japonés- y de burlar a la no muy eficiente policía urbana y soñaba en voz alta con convertirse algún día en guía oficial de la ciudad. Su sexto sentido, siempre alerta, y los otros cinco pendientes de millones de cosas: guiarnos por la ruta acordada -con desvíos incluidos hacia los negocios de amigos y familiares-, saludar a conocidos, esquivar a desconocidos… Inquieto y cercano durante el trayecto, paciente y respetuoso cuando nos deteníamos, vivaz y ágil para colgarse de unos andamios o sortear ora un burro ora una carretilla. Aparecía y desaparecía como por arte de magia, como un pequeño Guadiana marroquí. Le creíamos perdido y siempre acababa por encontrarnos de nuevo.

Tras un par de horas navegando con él en el océano de vivos colores y fuertes olores que se nos pasaron volando y que sirvieron para que nos empapáramos de la esencia de Fez, llegó la hora de la despedida. Y en esas, una vez más, el pequeño Hicham nos sedujo y engatusó como quiso, ganándose merecidamente los 60 dirhams que en un principio, ingenuos de nosotros, pensábamos no iban a ser más de 20. De cualquier manera el trato sonaba más que justo: el avión nos había llevado hasta allí, pero en realidad era Hicham el que había trasladado nuestro espíritu al norte de África, a Marruecos y a Fez.

Después de más de una intentona por conseguir una propina mayor, a sabiendas incluso de que se había salido con la suya con creces, el amo de la ciudad amarilla desistió, nos dio la mano con una amplia sonrisa y se perdió de nuevo en el colorido maremágnum del que había surgido. Sin saberlo, no solo nos había guiado por el laberinto y sacado los cuartos: se había convertido además en el protagonista de una pequeña historia, de nuestra pequeña historia. Pero eso él no lo sabrá jamás.