Lo peor que te puede pasar como extranjero es enamorarte de una ciudad que no es tuya. Enamorarte de sus calles, de su historia, de sus monumentos, de sus parques, de sus atardeceres y de su gente. De los largos días de verano que no terminan hasta las diez de la noche, del sol de invierno que sale pero no calienta y de sus extremos nueve meses de invierno y tres de infierno.

Aceptar que tienes un gusto enfermizo por el gazpacho cuando al principio se te hizo la cosa más espantosa del mundo, y que ahora no puedes dejar de comer. Incluso pagar buffets libres con tal de comerlo sin límites. Darte cuenta que, desde que llegaste a Madrid, has desarrollado un perfil alcohólico sin querer, por toda la cerveza con limón, el tinto de verano y los gin tonics que tomas como si fueran agua.

La ironía de haber llegado como vegetariana y ahora, después de haber probado el jamón ibérico, ser carnívora por excelencia. Haber cambiado la expresión "carajo" por "coño", y darle un uso bastante regular. Especialmente cuando intentas hacer la tortilla española y, al voltearla, se parte en dos.

Solo puedes usar la lavadora los domingos, así que te toca repetir y reciclar la misma ropa toda la semana, bajo el lema de “mientras no huela mal” o “mientras la mancha no delate”.

Morirte de risa por las traducciones de algunas películas norteamericanas que ves en el cine, como por ejemplo, si la película originalmente se llama The sea, aquí en España la anuncian como Las ocho flores púrpuras de Oviedo. ¿Por qué coño hacen eso?

Saber que los viernes y los sábados por la noche, tu hora de llegada a casa depende de la hora de apertura del metro o de la suerte que tengas de que pase un búho y te deje cerca de casa.

Casa es lo que ahora llamas a un piso de dos por dos, en el cual al levantarte de la cama y dar un paso, apareces en el baño, das otro y llegaste a la cocina, y si das uno más ya estás en la calle.

Llenarte de nostalgia cada vez que miras a la puerta de Alcalá, porque tienes presente que en un par de meses la dejarás de ver, así que intentas memorizarla para que el día que regreses a tu país, al cerrar los ojos, puedas describirla a la perfección.

Indignarte cuando pides una caña y no te ponen un pincho, tapa, frutos secos, papas fritas o algo de comer. Ya te acostumbraron a ello y ahora lo esperas siempre que pides cualquier trago que lleve alcohol, -No solo desarrollas el perfil alcohólico, también el de comedor insaciable de tapas-.

Volverte guía turístico de todos tus amigos y familiares que vienen a visitarte, y tener que caminar por décimo quinta vez Gran Vía de arriba abajo, ahogarte entre la multitud en Sol, tomarte fotos a morir en la Cibeles y en el palacio de Correos, ver Las Meninas de Diego Velázquez con la misma admiración de siempre y fascinarte por la historia que hay detrás de El Guernica de Picasso.

En verano, durante el día y sus 45 grados, meter la cabeza en el congelador y, en las noches, mientras duermes, hacer de forma inconsciente un striptease y al levantarte decir "¡Coño! ¿Y mi pijama?".

En invierno, soñar despierto con un chocolate caliente de San Ginés, acompañado de una orden de churros y porras, y pedirle a Dios que cuando termine el invierno sigas manteniendo todos los dedos, especialmente los de los pies.

Saber que para ti no hay mayor tesoro que el Parque del Retiro. Porque en él aprendiste a dar gracias por estar viva, cuando estabas sentada al lado del estanque acompañando y despidiendo al sol en un atardecer.

Si tuviera que resumir en un párrafo todo lo que he vivido aquí, la descripción sería así:

Madrid fue una serendipia total. Conocí gente que hoy llevo a todos lados aunque ya no estén y fui adoptada por una familia única. Descubrí la mejor cabina de fotos un sábado a las 8:00 am al perdernos un amigo y yo, en la interminable estación de metro Núñez de Balboa. El resultado de eso es una foto en mi refrigerador con el marco de las chicas súper poderosas. Intenté aprender a cocinar, me intoxiqué y lo dejé. Una amiga me enseñó que la juventud no tiene nada que ver con la edad y otra me enseñó que siempre es un día más y no un día menos. Me hice de un amigo español y ahora, juntos, somos el mejor equipo del mundo. Huí de hombres besucones y del hombre tentáculo que nos atacó en Segovia. Y cómo olvidar ese suéter que no era mío.

Reírme como loca, en vía pública, al descubrir que mi hermana tiene seis dedos en el pie izquierdo, por haber caminado todo Madrid.

Logré escribir una colección de epifanías que en momentos de duda siempre son mi salvación, y ahora padezco de limerencia total.

Es inefable lo que he vivido aquí y solo por eso Madrid, espero que seas inmarcesible.