En el barrio de Kreuzberg viven estudiantes, artistas y una amplia comunidad turca. Hoy puedo decir que es uno de los lugares más vibrantes de Berlín, pero entonces —en los años ochenta— llegar hasta allí fue una auténtica odisea. En aquella época la ciudad seguía dividida por un muro que pretendía separar a los buenos de los malos, el capitalismo del comunismo, la verdad de la mentira.
Respondí a un anuncio de un periódico de servicios varios, Porta Portese. Alguien escribía: “Voy a Berlín, tengo cuatro plazas libres en el coche. Teléfono tal”. Llamé. “¿Puedo ser uno de los cuatro?”, pregunté. Y lo fui. Partimos de Bolonia una noche gris, con cita en la estación a las ocho. No conocía a mis compañeros de viaje, y aquello, al menos para mí, prometía ser una aventura.
Los doscientos kilómetros de Alemania Democrática fueron un tramo interminable. Las paradas posibles ofrecían un brebaje tibio que pretendía ser café. De comida, nada; a lo sumo, algún pepinillo de lata que parecía haber caducado años antes.
Meses atrás, un arquitecto amigo de unos amigos —residente en Berlín— se había enamorado de un cuadro que tenía en casa y me propuso un intercambio: diez días de estancia y manutención a cambio de la pintura. Acepté sin pensarlo demasiado. Así comenzó todo.
Llegamos a la dirección indicada cerca del mediodía. El termómetro marcaba varios grados bajo cero y me encontré frente a un pequeño bistró cerrado. Un cartel anunciaba: “Abrimos a las 16:00”. En aquellos años no existían los mensajes ni las redes: la comunicación era postal o, con suerte, telefónica. Caminé durante horas esperando que abrieran. Jardines impecables, céspedes de un verde casi imposible, y un frío que se metía bajo la piel. Caminaba solo para no congelarme; la ropa que había llevado desde Roma no servía de mucho. Al día siguiente mi cuerpo, y sobre todo mis piernas, me pasaron la factura.
Cuando por fin me encontré con mi amigo y pude descansar, salimos al día siguiente a recorrer los mercadillos, pero apenas podía dar un paso. Desayunamos en un café-librería- y entre un espresso y una revista de arte el tiempo pareció detenerse con nosotros, entre las mesas, las parejas jóvenes y los cochecitos de bebé. Era una Alemania distinta, más suelta, ya entonces alternativa. Pero mis amigos me devolvieron a tierra: “Berlín es Berlín”, me dijeron. Aquí llega la gente harta de la rutina, de la formalidad, de las normas de una sociedad rígida.
El muro era el símbolo perfecto de esa tensión. Construido por el gobierno de la Alemania Oriental para impedir que sus ciudadanos huyeran al otro lado, rodeaba toda la ciudad. Desde el cómodo punto de vista de los occidentales se podía subir a torres de observación y mirar hacia ese horizonte gris llamado República Democrática Alemana. Alambre de púas, torretas y soldados con metralletas recordaban que cualquier intento de cruzar sería detenido, muchas veces de forma definitiva.
Demasiadas vidas quedaron atrapadas en ese intento.
Los días siguientes fueron intensos. Llevaba conmigo algunos poemas nuevos, parte de una pequeña serie titulada Ohne Titel (poema hagiográfico en forma de narración o drama palinódico en varios tiempos), y debía presentarlos allí, en vivo.
Me recomendaron una librería cerca del muro: Andenbuch Latinoamerikanische Bücher und Schallplatten, en Nollendorstrasse 21. Después de una breve conversación me dieron día y hora.
Comenzaba entonces la tarea más incierta: encontrar al escritor Antonio Skármeta, exiliado en Berlín, comprometido en la defensa de la cultura democrática chilena y la resistencia al régimen militar. Ese era nuestro punto en común. Sabía de su generosidad y no me equivoqué. El autor de El cartero de Neruda me recibió con una amabilidad inmediata. Me invitó a cenar en su casa, cálida, fraterna, y me hizo sentir como si fuéramos viejos conocidos. Con el tiempo lo fuimos. Nunca perdimos el contacto, ni siquiera cuando, tras el fin de la dictadura, se convirtió en embajador de Chile en Alemania. Un embajador formidable. Durante su exilio se movía entre la élite intelectual alemana. ¿Quién mejor que él?
Se acercaba el día de la presentación y yo quería saber quién sería mi público. Revisé mi agenda: nombres de amigos, chilenos establecidos en Berlín. Por pura casualidad terminé en casa de un escenógrafo. Me invitó a visitarlo. Su casa era un escenario en sí misma: techos altos, cortinas y sofás blancos, una música tenue al fondo. Conversábamos sobre nuestras amistades comunes cuando sonó el timbre insistentemente. Abrió, y apareció su vecina del piso de abajo, en busca de azúcar: era Margarethe von Trotta, recién llegada de rodar Rosa de Luxemburgo.
El día de la lectura no me limité a leer: improvisé una especie de procesión desde una torre de vigilancia del muro hasta la librería, dejando en el camino imágenes de Afrodita cubriéndose las propias desnudez.
Cuento esto porque el verdadero culpable de esta crónica entra ahora en escena: mi amigo, el director teatral Ugo Luly, que vive cerca de donde yo vivo ahora, en Graffignano. Me llamó hace poco para contarme que una amiga de su compañera, de viaje por los pequeños pueblos con un amigo chileno, había quedado fascinada con el paisaje de la Tuscia. En algún momento hablaron de mí, y él —bendita intuición— le pidió mi número. Ugo me llamó para contarme la historia, despertando un capítulo entero de mi vida berlinesa.
Colgué, y de inmediato volví a llamarlo: “A ese chileno lo conozco —le dije—. Hace muchos años, la única vez que estuve en Berlín, me invitó a su casa a tomar un té. Allí conocí, en persona, a la actriz que fue mito de mi juventud”. Así que si ahora están leyendo esta larga crónica —que espero al menos legible— pueden culpar directamente a él. Si quieren, les paso su teléfono y le reclaman ustedes mismos. Aunque no hace falta: las buenas historias siempre encuentran su continuación.
Días atrás, Ugo me invitó a almorzar por el cumpleaños de su compañera. Escenario espléndido, mesa tendida, camino empinado. Entre la historia dieciochesca de Villa Lais, en Sipicciano, me encontré con el célebre diseñador de vestuario Jorge Jara Guarda. No era escenógrafo, como creí recordar, y con ello se aclaró el misterio: no se trataba de Margarethe von Trotta, sino de Hanna Schygulla, la actriz fetiche de Rainer Werner Fassbinder, otro de mis mitos. Su complicidad se convirtió en una alianza artística luminosa. Recordemos: El amor más frío que la muerte (1969), debut de ambos, y más tarde Movimiento en falso (1974) de Wim Wenders, El matrimonio de Maria Braun (1978), Lili Marleen (1981), Historia de Piera (1983, de Marco Ferreri), Miss Arizona (1987, de Pál Sándor) junto a Marcello Mastroianni, y El otro delito (1991), dirigida e interpretada por Kenneth Branagh. En 2010, en la 60ª edición del Festival de Berlín, su país la homenajeó con el Oso de Oro a la carrera.
Mientras escribo, pienso: si aquella tarde no le hubiera faltado azúcar para su té, hoy no podría presumir de aquella aparición. Porque de una aparición se trata, entre la belleza y el mito. Su rostro y su forma de actuar, pausada y casi hipnótica, producían un efecto de extrañeza que parecía innato, más que dirigido. En perfecta sintonía con las búsquedas experimentales del teatro que tanto amaba. Me resulta inevitable vincularla, no solo por su presencia sino por su modo de estar en escena, con la inmensa Pina Bausch, a quien conocí tiempo después en La Fenice de Venecia junto a su esposo, Ronald Kay. Pero esa es otra historia. De la que hablaremos en otra ocasión. Sigan atentos, para no perdérsela.















