Cada día es una invitación, cada día el sol sale para recordarme que hay que continuar. Es fácil desistir y abandonarse en las mareas que discurren traicioneras. A mi esas mareas me llevaron hasta esta pequeña ciudad de puentes y canales. Observaba mi reflejo en las oscuras y frías aguas. Me veía segura, decidida. En mis ojos había algo que no sabría como describir. El camino me había cambiado y eso me gustaba.

Me regocijé en sus puertas, disfrutaba la sensación que me regalaba a mi llegada. Era un magnetismo innegable, su aspecto medieval me transportó en el tiempo y realmente muchas veces olvidaba en que época estaba, en qué momento, en que hora. Era de noche y la luna perlada estaba alta y despejada. Me invitaba a descubrir su misterio, a desvelar sus secretos. El murmullo del agua que la rodeaba me hablaba, los cisnes pacientes nadaban majestuosos y dignos, así yo llegaba distraída y enamorada hasta la plaza mayor, justo en el corazón de la ciudad.

Pensé que había llegado tarde. El mercado había cerrado, pero aun olía a mejillones con patatas fritas, chocolate y cerveza. Quizás no debía llegar a la hora, quizás llegar tarde era lo previsto. No siempre lo que se planea es lo mejor, la vida ya lo tiene decidido por ti. Realmente yo no controlo el viaje, el viaje me controla a mí.

Se escuchan voces en la lejanía, un conjuro, un hechizo que se hacía y yo solo sería un instrumento, un medio, el alma que hacia arder el fuego. En lo alto de la torre Belfort, subiendo 366 escalones exactos, una vela púrpura en la noche espectral refulgía con su llama naranja. Chispas traviesas caían a su alrededor como estrellas fugaces que morían ante mí. "¿Qué debo hacer?", me pregunté.

Las dudas surgieron como dagas afiladas, pero estaba segura que allí debía mantenerme estoica hasta el final, hasta que cada pétalo del tiempo cayera y desvelara el secreto o hasta que las 47 campanas anunciaran el cierre de las puertas de la ciudad. Esperé y continúe esperando. Quizás la ciudad quería que me quedara, poseerme entre sus calles empedradas y algo en mi no lo evitaba. Era mágica, era etérea. Un chispazo me tocó y fue frío lo que mi cuerpo sintió. Me acerqué como hipnotizada y, al tocar la llama, todo lo que no se había dicho se dijo y todo lo que no existía ya no importaba.