Nací en un país chiquito, rodeado de montañas, con tres regiones continentales y una insular. Crecí en una ciudad de quebradas rellenas para dar abasto a una población que se multiplicó en las últimas décadas y reemplazó las hectáreas de bosque con casas en las laderas que desafiaban a la gravedad y a la naturaleza. Donde los aviones escapaban a estrellar. En un inicio, todo era desconocido, no había explorado más allá de Quito y sus fronteras. Un viaje de tres horas resultaba demasiado extenso, por lo que la mayoría de destinos eran rápidamente descartados.
Empecé a viajar de la mano de una familia que se extiende a lo largo de la sierra ecuatoriana, a veces por obligación y más tarde por un interés genuino, Mi madre era originaria de Riobamba: la Sultana de los Andes. La ciudad de las primicias, con la catedral más antigua del país, la primera constitución, la fundación de la primera capital del Ecuador y una serie de primicias más.
Durante mis primeros años, el conocimiento sobre esta ciudad se limitaba al hotel de la familia y la casa de mis hermanas. La ruta estaba acompañada por la adrenalina de aprender la vía de memoria para evitar que mi madre se perdiera y tardáramos el doble de tiempo en llegar. El viaje en carretera tenía sus encantos, las chugchucaras de Latacunga, los helados de salcedo (vainilla, taxo, mora y naranjilla en una sola paleta, para deleitar tu paladar), los cueritos de la vía cuando estaba congestionada, y una serie de golosinas que aminoraban el eterno trayecto para una niña. Al llegar al peaje de San Andrés sabía que estábamos por arribar a nuestro destino.
Del otro lado de la familia y del país estaba el noroccidente, rumbo a la costa, pero demasiado cerca para llamarse playa. En este lugar mis abuelos tenían una pequeña hacienda ganadera donde me encantaba pasar las vacaciones. Los primeros viajes con ellos fueron esos recuerdos que recreas a partir de historias contadas. Mis dos abuelos y su nieta pequeña, en los que ellos se encargaban de todo. Era tan perfecto que en ocasiones escapa a mi memoria.
A medida que crecía escuchaba las historias de mis hermanas y primas en ese mismo lugar, a veces con recelo, otras con envidia. Sus aventuras recorriendo la selva de Tarzán― una zona de bosque nublado subtropical ― tomando leche recién ordeñada, o retando a los toros bravíos bautizados por mi abuelo con los nombres más coloridos sonaban fascinantes y ajenas a mi experiencia. Lo mismo sucedía con las jornadas de recolectar limones mientras huían de las víboras y las avispas.
Recuerdo la casa abandonada donde ellas jugaban cuando eran pequeñas y todas las historias de una época dorada que no llegué a presenciar. Para mi las visitas consistieron en caminatas hasta la casa, y paseos a Mindo. La población más cercana a la propiedad después de seguir un camino culebrero para llegar a las luces que se veían al final de la quebrada. Sus cascadas y mariposas, y por supuesto, los colibríes ―ave emblemática del chocó andino― son algunas de las principales atracciones. Al bajar al pueblo, el almuerzo era una gran carne de res en El Chef. Para la merienda no podía faltar una buena pizza en horno de piedra, acompañada del chocolate de la zona.
En este lugar turístico por excelencia gracias a la infinidad de cascadas que abarca, deportes de aventura y flora y fauna única fue la primera vez que recuerdo haber visto extranjeros. Gringos, altos, rubios y de ojos azules, con mochilas gigantes, shorts y sandalias, con las que no comprendía cómo lograban caminar. En ese momento no imaginaba que en unos años yo sería la turista caminando por calles extrañas, preguntando en cada esquina cómo llegar a algún lugar.
Los viajes alrededor de la provincia de Pichincha fueron muchos, pero, de alguna forma, eran parte de la cotidianidad. Las termas de Papallacta, donde era imposible entrar sin que el agua te quemara o pusiera roja tu cara. Las visitas a las cascadas y una serie de recorridos más. Recuerdo mi primera cascada. Fue en Mindo. Esta vez con mi mamá y mis hermanas, que me enseñaron lo que era una aventura natural. Yo era una niña pequeña, renuente a caminar por una gran colina enlodada que no parecía llegar a ningún lugar. Hice berrinche, lloré y pataleé, pero nada de ello fue suficiente para que pararan.
Después de un tiempo eterno de caminata, que en la vida real no superaba la hora, empecé a escuchar ese rugido como una llave de agua inmensa que desataba la montaña. La cascada “corazón” estaba frente a mí, imponente e impetuosa, invitándome a entrar. Fue ahí donde aprendí a pedirle permiso a la naturaleza, a respirar detrás del agua, aunque la fuerza de la cascada me asfixiara. A entregarle todas mis preocupaciones a la cascada para renovar mi energía. Sin duda es uno de los mejores lugares para iniciar la aventura de sumergirse en cascadas, con su agua cálida y amable que te invita a entrar.
Cuando salí era una persona nueva. Estábamos listas para enfrentar el nido de avispas que habíamos encontrado en el camino, las deliciosas guayabas que estaban por recolectar y los caballos de dientes afilados que custodiaban la entrada. Aún guardo la foto que me tomó mi mamá, en la cual me puso uno de los primeros apodos que marcarían mi infancia: su guayaberita. Poco a poco, empecé a descubrir que esas anécdotas formaban parte clave de mi vida, eran un fragmento esencial de lo que era y quería viajar más.
Una vez agotados los lugares que mis padres conocían, llegó mi momento de buscar ideas. Conocimos varios de los parques nacionales que caracterizan a la región. Uno de ellos se quedó con parte de mi rodilla por correr sobre piedras mojadas y afiladas. La reserva Nacional Cayambe-Coca, hogar de la extinta cascada de San Rafael, que fue implosionada por una represa eléctrica mal construida. Ahora es una leyenda para quienes no pudieron conocerla, pero tuve la suerte de recibir el bramido de su caída que empapaba tu ropa a varios metros de distancia.
La laguna de San Marcos fue la evidencia de otro hábitat destruido para realizar obras hidroeléctricas fallidas. Mi tío nos había recomendado visitarla, pero cuando llegamos solo pudimos ver los restos de lo que había sido una hermosa laguna. Quedaban pajonales ultrajados por la maquinaria, las huellas de unos pocos animales que ya no estaban y un fango que dificultaba acercarse a la laguna menguada.
Son esos episodios que prefiero olvidar y reemplazo con experiencias propias. Mis ganas de viajar se volvieron insaciables, mis padres iban creciendo en edad y perdiendo su capacidad de movimiento. Era momento de emprender mis propios viajes. Hasta el momento, el primero que había realizado sin mis padres fue una visita de una semana a Galápagos. Un viaje del último año de escuela primaria para conocer el archipiélago formado por explosiones volcánicas, las tortugas gigantes, fragatas e iguanas. Una de las maravillas del país que conforma la región insular. Son islas que se formaron a partir de erupciones volcánicas y permitieron el desarrollo de especies únicas en el mundo. Mis recuerdos al respecto son tan difusos que inician con una llamada a mi madre llorando por el teléfono porque la extrañaba, aunque fuera el primer día de viaje.
Tengo imágenes de lobos marinos que me hacían temer por mi integridad física, y colarme dentro de caparazones vacíos de tortugas en el museo Charles Darwin, hogar del extinto solitario George. No recuerdo mucho más que el mareo del viaje en barca, el miedo de hacer un deporte extremo y la decepción de no haber visto más aves como fragatas o piqueros de patas azules por estar fuera de temporada. Una experiencia propia de una niña pequeña que aún no descubría cómo viajar.
Lo que más recuerdo es cómo extrañaba a mi madre cuando ella viajaba. Desde que tengo memoria ella siempre viajó a Cuba, Chile, Perú, Argentina, Uruguay y la lista continúa. En cada viaje me traía un llavero de recuerdo que empecé a coleccionar como objetos que no eran míos, pero que más tarde se duplicarían por mi propia cosecha.
Mi padre no se quedaba atrás, el cruzó el mar y me trajo llaveros del otro lado del Atlántico: Portugal, España, Bélgica, Holanda, El Reino Unido...más tarde lo harían mis hermanas, y yo seguiría aquí, protegida entre mis cordilleras. El primer vuelo que tomé fue por un accidente automovilístico vía a la costa, que no entrará en el conteo.
Para cuando yo nací, mi padre ya había conocido 18 de las 24 provincias del país y la mayor parte de la región costera, por lo que tuve que conformarme con conocer únicamente su playa favorita todos los años: Cojimíes. Es la segunda playa más cercana a la capital, ubicada en la provincia de Manabí, a media hora de Pedernales. Esta última, como su nombre lo indica, está llena de piedras en la orilla que se vuelven un obstáculo al momento de ingresar al mar.
A diferencia de pedernales, que aún albergaba algunas olas, Cojimíes era una laguna natural donde saltarlas en el mar no era una alternativa, lo cual restaba mucha emoción a la jornada. En respuesta a mis reclamos por la ausencia de variedad de destinos afirmaban haberme llevado a las playas de Tonsupa, Esmeraldas y la hermosa reserva de los Frailes antes de que tuviera la edad para recordarlo.
Los lugares y las anécdotas se vuelven innumerables para una sola historia. Costa, Sierra, Oriente y Galápagos, cuatro mundos por explorar en distancias ínfimas en comparación a los países vecinos. Yo lo conocí desde los ojos de una niña y experiencias familiares, que he procurado traducir en apreciaciones y tesoros escondidos en rincones del país que muchas veces son dejados a un lado. Actualmente se promueve una iniciativa de no ser extranjero en tu propia tierra y quizá es algo que todos deberíamos preguntarnos. Es maravilloso explorar fronteras ajenas, pero también recordemos llevar un pedacito de nuestras raíces para compartir las historias y sembrar en otros el sueño de conocer de dónde venimos.
Sueños que espero reavivar en una futura visita.