Todos tenemos miedos almacenados en la mente, recuerdos muy desagradables, casi olvidados, que, de repente y sin saber muy bien cómo, vuelven a paralizarnos, a dejarnos en estado de shock sin recurso alguno que remedie tan patética situación. ¿De dónde vienen esas imágenes nebulosas? ¿En qué parte del cerebro se esconden? ¿Cómo emergen de modos tan imprevistos? ¿Se pueden eliminar de manera definitiva? Todos estos interrogantes y más son los que se están planteando en el Centro para la Ciencia Neural de la Universidad de Nueva York más de quince investigadores bajo la supervisión del neurocientífico Joseph LeDoux.

Y dentro de este especial equipo se encuentra el español Lorenzo Díaz-Mataix, que acaba de determinar las dinámicas cerebrales que convierten una experiencia simplemente antipática o molesta y, por supuesto, cualquier tipo de trauma, en un recuerdo imborrable para toda la vida. Sólo debemos pensar en esos sucesos que tienen suficiente poder como para atenazarnos o en el mismo terror que nos invade cuando se nos viene a la cabeza algo o alguien muy concreto... Ese miedo paralizante parece que lo guardamos en lo que se conoce como la amígdala, un área del cerebro -del tamaño de una almendra- donde se archiva y almacena cualquier tipo de vivencia dolorosa, aunque la hayamos experimentado hace decenas de años. Es la memoria del pánico.

Las alarmas saltaron hace cinco años, cuando una mujer norteamericana de 44 años y con la amígdala completamente dañada por una enfermedad genética muy poco conocida había olvidado la capacidad de sentir miedo. Entonces, investigadores de la Universidad de Iowa, dirigidos por el psicólogo Justin Feinstein, apostaron por diversos métodos y situaciones para inducirla a sentir un mínimo de pavor: la rodearon de arañas y serpientes de diferentes tipos y tamaños, la pusieron películas de renombre acordes al objetivo e incluso la llevaron a cementerios y zonas abandonadas con el ánimo de traspasar hasta su mismo límite. Rizando el rizo, la dejaron en un parque solitario para que, supuestamente, la atracaran con un cuchillo en la misma garganta, amenazándola de muerte. Y la mujer con la amígdala destrozada siguió andando como si se hubiera encontrado con su vecina.

Pero en la actualidad, Díaz-Mataix ha conseguido profundizar en esa almendra mental que tenemos de archivo. Partiendo de postulados de psicólogos y científicos como Donald Hebb o Santiago Ramón y Cajal, Díaz-Mataix sostiene que “las neuronas de la amígdala del cerebro humano que se excitan eléctricamente tras, por ejemplo, el ataque de un perro, permanecen conectadas durante años; es decir, sus puentes eléctricos salen reforzados dando lugar así al esqueleto del recuerdo”.

Bajo este contexto, el investigador español, en colaboración con Josh Johansen, del Instituto Riken de Ciencias del Cerebro en Japón, ha sometido a grupos de ratas a un pitido de 20 segundos acompañado de una descarga eléctrica de medio segundo. El resultado del experimento -que recuerda aquella versión del perro de Pavlov con la campanilla, la comida y la saliva- se ha publicado en la revista científica Pnas y no es otro que la paralización de la rata cada vez que escucha el mismo pitido. El miedo a la descarga ya está grabado en su memoria.

La investigación continúa su curso y aquí ya entra en juego lo que se denomina como optogenética, que es la combinación de métodos genéticos y ópticos empleados para controlar ciertas células a través del uso de la luz; en otras palabras, con esta técnica los científicos pueden activar o desactivar la amígdala cerebral. Así, las ratas con la amígdala desactivada eran incapaces de recordar el chispazo pero, al mismo tiempo, activar las amígdalas de ratas que no habían sufrido la pequeña electrocución servía para generar miedo al pitido sin necesidad de ningún tipo de shock.

La aplicación de estos resultados optogenéticos bien podría ayudar “a los enfermos con estrés postraumático, ansiedad o incluso depresión, ya que su cerebro no es capaz de aprender que lo que una vez fue peligroso ya no lo es y siguen respondiendo de forma exagerada”, señala el neurocientífco español. De hecho, la comunidad científica internacional trabaja desde hace unos años en intentar borrar los malos recuerdos, tales como guerras, violaciones, abusos, accidentes o cualquier tipo de suceso que marque a título personal un antes y un después en la vida del individuo. Es lo que se llama la reconsolidación de la memoria. “Cada vez que un recuerdo sale a la luz, se pone en un estado frágil que hace que el cerebro pueda añadir cosas relevantes. Es más, cuando se abre el baúl de los recuerdos es el momento adecuado de modificarlos”, agrega Díaz-Mataix .

Un ejemplo para comprender el concepto sería el siguiente: estamos haciendo footing en el parque escuchando a nuestro grupo de música favorito pero, fatídicamente, nos arrolla un camión que ha derrapado en plena carretera. De este modo, cada vez que escuchemos la canción que estábamos oyendo en el momento del accidente sentiremos miedo y angustia. Pero si de manera repetitiva nos vamos a tomar algo a un local donde nos ponen la misma melodía, el cerebro recupera ese muy mal recuerdo pero aprende que ya no es negativo, que no tiene porqué volver a ocurrir.

Esto es la reconsolidación de la memoria. Una metodología que, aunque todavía se encuentra incipiente, en sus mismos albores, sería tremendamente beneficiosa para todos aquellos que sufren en silencio las consecuencias de las numerosas guerras y abusos de todo tipo que asolan nuestro mundo actual. Sería, en definitiva, un acicate para la esperanza.