El año 2014 ha sido uno de los más ajetreados en la valla fronteriza que separa África de las ciudades españolas de Ceuta y Melilla. En demasiadas ocasiones hemos presenciado en telediarios y periódicos la misma estampa: grupos de decenas o centenares de inmigrantes subsaharianos tratando de saltar colectivamente las imperiosas verjas que separan un mundo de otro, a sabiendas que sus posibilidades de permanecer en suelo europeo son muy pocas.

Generalmente, su travesía sigue un mismo patrón. Son jóvenes procedentes de los países del África negra, que deciden partir de sus hogares en busca de mayor progreso y prosperidad. El recorrido, no obstante, es demasiado arriesgado. Mayoritariamente, esperan en el temido Monte Gurugú, en suelo marroquí, dónde según han denunciado a varios periodistas, son constantemente hostigados, golpeados e incluso asesinados por las fuerzas de seguridad marroquíes, que actúan con una terrible brutalidad e impunidad para impedir que los jóvenes se acerquen a la valla.

Los que logran sortear las batidas de los salvajes agentes marroquíes se acaban agrupando para intentar sortear conjuntamente toda clase de obstáculos. Cruzar la carretera perimetral del lado marroquí, una doble alambrada de espino, una zanja de dos metros de profundidad y una pista de seguridad repleta de policías a la espera de cazarles. Si lo logran, ya pueden prepararse para lo peor: las vallas de Melilla. Primero, una verja de unos siete metros, coronada por las polémicas concertinas que tanto daño han provocado y que pusieron en el punto de mira al ejecutivo español, aunque el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, asegurara que "en la defensa de los derechos humanos nadie nos va a ganar". Luego, deben superar un entramado de cables de acero anclados con estacas de diferentes alturas, antes de afrontar el salto de una segunda valla, de seis metros de altura. A todo ello deben sumarse las torretas de vigilancia, cámaras, alarmas, helicópteros y patrullas de la Guardia Civil española que les esperan al otro lado de la frontera.

La meta final del arduo recorrido es lograr pisar suelo español y pedir auxilio en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) en Melilla. Lamentablemente, solo unos pocos privilegiados lo logran. La gran mayoría son expulsados con el polémico método de las "devoluciones en caliente": los agentes españoles los traspasan de nuevo a suelo marroquí, vulnerando la legalidad internacional y a sabiendas que serán brutalmente golpeados por sus homólogos del país vecino. La ONG "Prodein" lleva publicando vídeos hace años que prueban la veracidad de estas prácticas.

A pesar de la crueldad de las imágenes, el delegado del gobierno en Melilla, Abdemalik El Barkani, defendía el comportamiento "ejemplar y humanitario" de los agentes españoles. Para dar cobertura a estos métodos, el gobierno de Rajoy está ultimando un capítulo en la controvertida ley de seguridad ciudadana que legalizará las devoluciones en caliente, a pesar de las advertencias emitidas desde el Consejo de Europa y colectivos sociales.

Como vivir en España siendo ilegal

El fenómeno de la inmigración impresiona cuando se reproducen las imágenes de los saltos masivos o las llegadas de cayucos a las costas. ¿Pero cómo es la vida de aquellos que logran asentarse en territorio español? Nabimoustapha Niang explicó a Wall Street International como fue su periplo hasta lograr asentarse en la ciudad catalana de Mataró. Original de la aldea senegalesa de Lingere, este joven africano pasó toda su juventud ayudando a su padre cultivando cacahuete y maíz para la propia subsistencia de su familia. Sin posibilidad de recibir educación, su única lucha diaria era asegurar un plato de comida a los suyos. "Yo nací en el campo y a los 26 años estaba exactamente igual".

Para poder prosperar, optó por marchar solo a la capital, Dakar, para trabajar como paleta o limpiador y así ahorrar lo necesario para partir a Mauritania en busca de una embarcación con destino a Las Palmas de Gran Canaria. Pero su primer intento fue frustrado: entregó sus ahorros a un gambiano que le timó. Se quedó sin nada y su sueño su vio truncado, por lo que volvió a la desesperada a su país de origen. Pero Musta afirma sin tapujos que "no le tengo miedo a nada".

Quince meses más tarde, recibió una llamada que le ofrecía un segundo intento de embarcar. Volvió a las costas mauritanas, donde estuvo un tiempo trabajando de pescador, factor que le dio confianza, ya que obtuvo buenos conocimientos sobre el mar y las embarcaciones. "El viaje fue muy tranquilo. Vine en un barco de pesca muy bueno, más largo que un tráiler, con 75 personas a bordo". El trayecto duró unos cinco días, hasta que la embarcación fue detectada por el estruendoso ruido de un helicóptero de la Guardia Civil. Relata cómo fueron acogidos por Cruz Roja en la costa canaria, sin poder entenderse con médicos y policías y sin saber que destino le depararía.

"Nos tuvieron un día en el CETI y luego dos semanas en la comisaría. Un día nos dijeron que nos raparían la cabeza y nos pondrían en un avión hacia Madrid". De la capital fue trasladado a un hotel en la ciudad extremeña de Badajoz, dónde el Estado le pagó dos semanas de alojamiento para que lograra encontrar algún contacto que le acogiera. De lo contrario, corría el riesgo de ser expatriado.

"Llamé a un contacto que conseguí en Valencia y estuve ahí siete meses. Por suerte, los wolof -lengua que hablan ciudadanos de Gambia, Senegal y Mauritania- somos muy solidarios". Tras ello, volvió dos meses a Madrid, donde residía un familiar lejano, pero acabó trasladándose a Mataró (Barcelona), que alberga una importante comunidad wolof en el periférico barrio de Rocafonda.

Emocionado, cuenta como en 2011 pasó grandes dificultades para poder pagar los 60 euros que costaba su habitación. "Fui a pedir ayuda al Ayuntamiento, pero sin papeles no puedes hacer nada". Al igual que sus compañeros, vive con el temor de ser detenido. Musta no tiene derecho a sanidad, ni educación, ni ninguna garantía más allá de sobrevivir al día a día.

Durante un corto periodo, logró trabajos temporales en Tordera, dónde varios inmigrantes se concentraban en un punto de la localidad esperando recibir trabajos esporádicos de paleta, jardinero o limpiador. Este verano también estuvo trabajando en El Masnou como auxiliar de montaje en eventos, así como en mudanzas esporádicas, que le proporcionaban lo mínimo para poder pagarse el hospedaje y el arroz diario que cocina con mucho cariño para él y sus compañeros de piso.

Para mantenerse activo, sale cada día a caminar por la ciudad y por las tardes recibe visitas de amigos de su misma condición que se juntan a tomar té típico de su tierra. Su piso es muy humilde: un recibidor, una cocina con gas butano y una pequeña sala con colchones que comparte con otros dos senegaleses. El invierno sin calefacción se hace difícil, pero no puede permitirse más. A pesar de las dificultades, Musta y sus compañeros no pierden la sonrisa y la paciencia, y creen firmemente que tarde o temprano lograran un mejor nivel de vida.

Actualmente, está a la espera de recibir el padrón en el ayuntamiento de Mataró. Si su petición procede, podrá aceptar una oferta de trabajo que recibió meses atrás que le permitirá tramitar los papeles de residencia. Un sueño que persigue desde su llegada en 2008 y que, si se cumple, le permitirá lograr lo que más anhela: comprar un billete de avión a Senegal para visitar a su mujer y su hijo, al que jamás tuvo la oportunidad de conocer.