La presencia de Nueva York en las artes no conoce igual. El remolino de arte y artistas en el flujo y reflujo de esta ciudad rebosa; pero es el arte que toma a la ciudad misma como su objeto el que asombra por su fertilidad única.

El nacimiento de la fotografía como una forma de arte aceptado está íntimamente ligado a Alfred Stieglitz, Paul Strand y la ciudad de Nueva York. La Biblioteca del Congreso les conserva retratos y paisajes urbanos de las últimas décadas del siglo diecinueve en que ya encontramos los valores perennes de la marca neoyorkina: la majestuosidad capitalina de vanguardia, la libertad, la oportunidad, y el riesgo. Strand los sobreimpresionará literalmente contra el skyline neoyorkino de 1920 en su cinta Manhatta: “Ciudad del mundo (pues todas las razas están aquí). Ciudad de altas fachadas de mármol y acero. Orgullosa y apasionada ciudad.”

El barco de vapor, indiferente a vientos y corrientes marinas; la finalización del canal del río Hudson, navegable hasta los Grandes Lagos; y la muralla de agua que rodea la isla, convirtieron al modesto puesto holandés de venta de pieles, en la puerta principal de un país con tremendo potencial. Nueva York se convirtió en la fachada visible de un proyecto bioceánico: su marca. Los esfuerzos propagandísticos de la Segunda Guerra Mundial explicitan el carácter icónico y representativo de de Nueva York tanto para audiencias domésticas como internacionales. Se insistió en glamurosos carteles de reclutamiento, en reportajes fotográficos de sus máquinas de guerra zarpando desde la Estatua de la Libertad, y en instantáneas rotundas como el beso del Día de la Victoria en Times Square.

La intensidad con la que el imaginario colectivo de Occidente ha sido expuesto a la idea de Nueva York, impresión tras impresión, es enorme y no tiene interrupción. Harol Lloyd colgado de un reloj en lo alto, King Kong trepando el Empire, Edward G. Robinson suspirando en aquel escaparate de la Quinta Avenida, la Soga de Hitchcock, o su Ventana Indiscreta del Village. Desde la Manhatta de Strand hasta la Manhattan de Woody Allen o si quieren hasta la última cinta de los Avengers de la Marvel librando una batalla intergaláctica sobre Grand Central Station, Nueva York ha estado impregnando al folkgeist ininterrumpidamente.

No se encuentra interrupción temporal ni de género. Naturalmente la literatura ha contribuido abundantemente, y plumas inmortales como las de Henry James, Scott Fitzgerald, o J.D. Salinger ya han propuesto Nueva York a un buen número de generaciones. Quizá no sea un impacto más modesto en realidad el del comic, o el de la música popular con sus Velvet Undergrounds, sus Tupacs, y sus Gagas, y desde luego nada despreciable es el de la pintura, para el que baste mencionar el “One: Number 31” de Pollock, el Broadway Boogie Wogie de Piet Mondrian, o la promoción mundial del Expresionismo Abstracto de la conocida como Escuela de Nueva York. Hoy la producción artística sobre Nueva York alcanza records. En las principales ferias de arte como The Armory Show o la Frieze Art Fair, aparece como un tema recurrente. Siempre hay sitio para el hiperrealismo de Richard Estes o las geometrías urbanas de Michael Di Cerbo.

Nueva York, como marca que es, ha superado los límites epistemológicos y cognitivos que la convención atribuye a la categoría de marca, y ha alcanzado el estatus de mito. Es una narración multiforme que justifica la organización de una sociedad, de sus creencias, de sus prácticas y sus poderes.En la Grecia y Roma clásicas, los niños aprendían a leer con la Odisea, y aunque hoy no sepan aun los universitarios sumisos en qué posición juega Ulises, a nadie se le escapa que Paris Hilton creció jugando por los salones del Hotel Plaza. En la educación pop, las narraciones míticas creadoras de cultura no transcurren entre el Olympo y el Hades, sino entre el Rockefeller Center y el Bronx; y no las protagonizan Aquiles o Ulises, sino Warhol, Lenon, o Samantha Jones. En esta super-marca se observan los mecanismos propios del mito. En la mitología griega o en la juglaría medieval, las historias se repiten, se deforman y se actualizan, porque su importancia viene dada por un sistema de valores, no por su fidelidad. El rapto de Europa es el mismo y muy distinto para Herodoto que para Apolodoro, asimismo King Kong, el Gran Gatsby, Batman, Sabrina, o Algo para Recordar se repiten y actualizan regularmente como tantos otros arquetipos modernos.

El mito de mármol y acero ha querido ser embridado sin embargo por distintas campañas de mercadería institucional pública o semi-pública. La Asociación por un Nueva York mejor financió la campaña de “la Gran Manzana”entre 1971 y 1976 que logró influir poco o nada en la imagen mundial de la metrópolis. Luego vino el “I love New York” de Milton Glasser, financiada con mayor seriedad y ampliada considerablemente en su espectro. Esta vez sí se notaron resultados, aunque palidecieran ante el impacto que ejercieron las artes durante la década de los ochenta. El último esfuerzo es este sentido es el de la agencia Wolff Olins que bajo el lema “Only one, but no one NYC” ha lanzado una imagen unificada alrededor de los valores de diversidad, solidez y modernidad. Aun siendo un excelente trabajo, su alcance es muy limitado. Porque en esta super-marca coinciden tres factores que desgastan los esfuerzos de una campaña tradicional a gran velocidad, a saber: la sobreexposición, la ingobernabilidad, y el valor de vanguardia. Nueva York recibió 54´5 millones de visitantes en el 2013 y se espera cerrar cifras en torno a los 55 para 2014. Esta sobreexposición favorece que la imagen idealizada se coteje con la realidad, y a menudo, el glamur no se compadece con las bolsas de basura apiladas en las calles, o la tierra de las oportunidades con el castigo que sufren las clases medias. El boca a boca tiene el grado más alto de efectividad comunicativa y de credibilidad, y no se puede controlar desde un despacho de la Avenida de las Americas como tampoco las contribuciones originales de miles de artistas. Si sumamos a esto que Nueva York vende vanguardia, lo “NEW”, que es el talismán de la mercadería, comprobaremos que la velocidad a la que se erosiona una campaña sobre esta ciudad es vertiginosa.

El mito necesita ser contado una vez y otra, y renovado constantemente para permanecer fresco. Requiere del esfuerzo democrático y descentralizado de los artistas. A ellos necesita Nueva York más que a los oligarcas que rellenan sus torres, porque los artistas que cuentan Nueva York le traen juventud y esperanza. Es en este sentido ejemplarizante en el que también a mí me corresponde contribuir apenas, mencionando algunos de estos esfuerzos artísticos. Como el de la galería J. Cacciola del Chelsea de la calle 23 en que se exhibe hasta el sábado 30 de Agosto una colección de fotografías neoyorkinas. Muestran una ciudad sin gente, a veces idílica a veces mundana, en que se intercalan a su vez las escalas humanas con otras monumentales. Michael Massaia, en tanto que idílico y monumental expone varios trabajos de fina factura. En el Brooklyn Bridge Park se encuentra una iniciativa artística singular que llaman “The Fence”. Cientros de metros de valla al aire libre cubiertos por fotógrafos internacionales. Stephen Shames muestra allí una serie titulada “Bronx Boys” que trae una mirada realista y tierna al suburbio más deprimido de Nueva York. Permítanme que mencione aun otra contribución original procedente del pequeño barrio brooklinés DUMBO. Powerhouse Arena es un espacio diáfano a dos niveles dedicado a galería de arte, librería, y eventos con vistas al East River. Allí expone a día de hoy Olivia Jaroslawski-Lovera una personalísima colección de fotos de su Nueva York de los noventa. Los peinados y las chaquetas de moda, los garitos imprescindibles sobre un plano del metro y las amigas de siempre, y los chicos que se van incorporando a las fotos; hacen un conjunto genuino que cuenta la ciudad con cierta añoranza.

No parece ciertamente que este fenómeno artístico alrededor de Nueva York vaya a decaer. Manhattan continúa experimentando una explosión inmobiliaria sustentada por la constante afluencia de billonarios internacionales. A las numerosas torres recién terminadas o en ciernes, hay que añadir el colosal proyecto en marcha de las Hudson Yards, el World Trade Center, la torre Verre del MoMA, la finísima 111 West 57th, el 432 Park Avenue con sus 427 metros verticales de apartamentos, o el edificio residencial más alto del mundo conocido como la Nordstrom Tower que se espera para 2018. Mientras las torres de cristal sigan creciendo, artistas de todo el mundo seguirán viniendo a cubrir sus paredes, y la capital del arte seguirá fresca y nueva.