La tercera exposición de Peter Fischli en Gaga, inicia con llegadas. Al entrar, se avistan trenes peculiares. Trackless trains (2025), cada uno compuesto por dos motivos —una locomotora y un vagón—, se reproducen y se conectan en formaciones modulares alargadas. Algunos de los trenes de Fischli parecen estar quietos, mientras que otros pasan a toda velocidad, como si estuvieran comprimidos en un collage, creando ilusiones de movimiento y habilidad artística. Aunque siguen una única barandilla metálica lineal fijada a la pared, la composición transita por dos vías —la composición del tren y la composición artística—, cada una convirtiendo a la otra en su objeto. Desde su aparición en el siglo XIX, los viajes en tren han simbolizado no solo los desplazamientos físicos, sino también viajes mentales a lo largo de rutas imaginarias. Hoy en día, equipada con neumáticos homologados para circular por carretera, la locomotora tanque transporta a los turistas de un lugar a otro. Dentro de sus vagones sin ventanas, el mundo exterior se convierte en la principal atracción, ideal para fotografías sin obstáculos ni reflejos. Una sola vuelta alrededor del Zócalo, pasando por el Palacio Nacional, la Catedral Metropolitana y la bandera gigante, transforma estos monumentos en el escenario perfecto para tomarse la selfie que dice: “Estoy en la Ciudad de México”. El diseño nostálgico de estos vehículos turísticos se ha convertido en un estándar mundial. Esta característica esqueumórfica refleja un anhelo universal, similar a los filtros de los teléfonos inteligentes que emulan la estética vintage. Sin embargo, estos trenes son meras carcasas vacías, ecos visuales despojados de vapor y rieles. Esa ausencia invita a reflexionar sobre la autenticidad y la nostalgia, y nos lleva a considerar qué queda una vez que la forma se separa de la función. Cuando el tren completa su recorrido por la galería, la pregunta nos vuelve a surgir como un loop: ¿qué queda por ver cuando la originalidad se ha quedado sin vapor?

Retomando esta misma pregunta, el video Cinema (2024) recorre escenas captadas en las redes de metro de Hangzhou, Nueva York y Zúrich, a veces invertidas o anonimizadas. Aunque algunas secuencias se rodaron in situ, los recurrentes patrones de moiré indican que otro material fílmico se grabó indirectamente a partir de pantallas. Los saltos entre un diario de viaje personal y metraje encontrado hacen que el sentido de la orientación del espectador se tambalee. La película cuestiona el impacto transformador de la cámara en nuestra percepción de la realidad, y al mismo tiempo hace referencia a momentos fundamentales de la historia del cine, en particular La llegada de un tren a La Ciotat (1897), la película muda de 50 segundos de los hermanos Lumière. Cinema también hace eco de las dinámicas secuencias de trenes de Dziga Vertov en El hombre de la cámara (1929), empleando ángulos sesgados y perspectivas fragmentadas. Al apropiarse de técnicas cinematográficas vanguardistas, Cinema presenta una exploración al revés de la metrópolis contemporánea y globalizada, una reflexión crítica que destaca la circulación, la repetición y la energía implacable del flujo perpetuo. Al igual que los trenes sin vías, la película se reproduce en un loop, un suave torbellino de tránsito, en su mayoría subterráneo, cuya banda sonora, de una suavidad como de spa, funciona como una corriente sonora invisible que nos transporta lejos de lo que se ve: la desgastante realidad del trayecto diario.

Desde el metro hasta la subcultura, esta doble vía prepara el escenario para Rehearsal (2023), una instalación sonora en el patio de la galería, que se escucha como un audio débil y amortiguado que se eleva a través de una rejilla de acero desde el pozo de acceso situado debajo. El sonido sugiere una banda ensayando en un sótano, como si algo subterráneo estuviera a punto de salir a la superficie. Apenas perceptible, la pieza pone a prueba lo que se considera “subterráneo”, tanto espacial como culturalmente, con un crossfade entre lo percibido y lo inminente, entre el presente y lo que aún no ha salido a la superficie en el panorama cultural de la ciudad. Rehearsal, un momento fugaz y poético para el oído, alude al espacio privado, a menudo pasado por alto, de la creación artística: el ensayo antes de la presentación, el proceso antes del producto. El espacio imaginario de ensayo subterráneo reemplaza a la infraestructura que sustenta no solo el trabajo creativo, sino también la propia vida urbana.

En la nueva escultura en vitrina, Silhouettes (2025), unas estrechas tiras de papel se levantan sobre hojas de papel A4 extendidas. Utilizando este material estándar como base, la vitrina escenifica una habitación dentro de otra habitación, más parecida a una maqueta de oficina que a un cubo blanco. A primera vista, las tiras, similares a plantillas, podrían ser un rastro de audio, un polígrafo fallido o un test de Rorschach de bolsillo. Si observas de nuevo, se resuelven en rotaciones de noventa grados de horizontes reflejados. El reflejo tiene sentido para Manhattan, rodeada de agua, y parece ligeramente absurdo para otras ciudades hasta que uno recuerda cómo los inmuebles metropolitanos de todo el mundo aspiran a alcanzar el estatus de “frente al mar”. Lo que se refleja en esta obra de arte es la naturaleza modelo de las propias ciudades: siluetas nítidas de edificios emblemáticos, listas para estamparse en tazas de café, tote bags o tatuajes en el antebrazo: la metrópolis como contorno de marca registrada. El término “silhouette” es importante aquí. Se remonta al ministro de Finanzas francés Étienne de Silhouette, cuyas medidas de austeridad de la década de 1750 hicieron que su nombre se convirtiera en sinónimo de todo lo barato. Los retratos de silueta, asequibles cuando los retratos pintados no lo eran, popularizaron el término. Silhouettes vuelve a Étienne ofreciendo una economía de contornos para ciudades que, tras haberse marcado a sí mismas de forma similar, ahora coexisten como sombras de lo que fueron.

(Texto por Andreas Selg)