Una vez Maggie me entregó un mini “libro” (o “anti-libro”) hecho con seis paquetitos de silica gel—de esos que vienen escondidos en bolsas de snacks o cajas de zapatos, casi siempre desechados sin pensarlo. Los engrapó y pegó su nombre con cinta adhesiva verticalmente en la portada. Este objeto gordo y absurdo, todo futilidad y fugacidad, mas que un recipiente de contenido era una garantía de desaparición. Me pareció que encajaba perfectamente con el espíritu de los múltiples de Fluxus: provisional, lúdico, y sin embargo con un sólido fundamento conceptual.
A finales de los 80 y durante los 90, trabajé intermitentemente para Kosugi, Tone, Nam June y Shigeko. Mis anécdotas personales de Fluxus: Un día de verano en un apartamento del East Village, mientras conversaba con Kosugi, una brisa hizo caer una tapa de Evian al suelo con un traqueteo seco. Kosugi sonrió: “Ese tipo de sonido es muy bonito, ¿no crees?”. Solía preguntarle a Tone sobre arte, música, la vida en Nueva York… Sus reflexiones hoy me resuenan más que nunca: el esfuerzo interminable por fundir arte y vida solo lo convenció de que la verdadera pregunta era por qué es imposible existir sin arte. Nam June, con su típica indiferencia, dijo: “Como artista asiático, tengo que entretener”. A la distancia, creo que esa fue su forma de maniobrar en el mundo del arte neoyorquino. Shigeko era indomable. Horas de nuestras charlas giraban en torno a lo difícil que era vivir y trabajar como artista en Nueva York, intercaladas con chismes del mundo del arte. Ahora todos se han ido.
¿Es Maggie una heredera de Fluxus? Probablemente no. Pero su concepción del arte como algo vivido más que como algo puesto en un pedestal—resuena con aquel impulso. A fin de cuentas, ¿no era Fluxus una disposición compartida, una sensibilidad que permitía al arte filtrarse en lo ordinario?
Sus veinte pequeñas pinturas para esta exposición se agrupan en tres series sueltas: lienzos a modo de poesía visual, con letras y palabras recortadas y pegadas; piezas que utilizan imágenes antiguas, telas, baratijas—personajes de muñequitos, un broche vintage, tiras de papel; y abstracciones gruesamente pintadas, una de ellas con una Polaroid pegada. Ninguna se presenta como una declaración tajante. Se sienten provisionales, tentativas, sostenidas por el encuadre y la luz, por toques deliberados en la superficie. Moviéndose entre recortes endebles, melancolía retro e impasto espeso, las piezas no se resuelven en un todo fuertemente integrado, sino que se acumulan en una polifonía de superficies.
No sé si esta sea la mejor manera de decirlo, pero como la propia Maggie reconoce, su obra surge de un proceso de collage: ir recogiendo todo tipo de material recolectado y efímero en el camino y poniéndolas en juego. Lo que vemos esparcido en estas piezas son las cosas que le interesan recientemente, lo que ella considera que se ve cool, lo que arrastra desde hace años, todas huellas de lo que no puede desprenderse del todo. Un broche aquí, un recorte de algún personaje retro allá—pueden tener sentido en la historia personal de Maggie, pero si transmiten algún tipo de “significado” ya es otra cuestión. No se trata tanto de que los signos cobren sentido, sino de que el conjunto emite señales suaves, difusas, que permiten que la muestra se cohesione como un ensamblaje de variaciones.
Lo que realmente está en juego es su percepción del presente—su “aquí y ahora”—canalizado a través de su propia sensibilidad. Quiero decir, toda esa carga de significados profundos, problemáticas, andamiajes críticos, se sienten francamente innecesarios. La obra no encaja del todo en el contexto del mundo del arte; se extiende hacia la moda o la música, escenificando y amplificando esa sensación de presente. Y en realidad, es un lugar difícil en el que situarse, pero creo que es exactamente ahí donde ella se ha colocado.
Últimamente hemos visto muchos juegos de branding entre arte y moda—una especie de complicidad mutua. La moda busca en el arte su aura, y el arte busca en la moda su tendencia y estilo (y, seamos sinceros, dinero). No sé qué piensa Maggie de ese intercambio. De cualquier manera, trabaja con libertad, incluso de forma egoísta, pero siempre con un matiz de seriedad—eso es lo que hace que su obra sea tan convincente.
Dos últimas cosas. Primero: la presencia recurrente de imágenes “asiáticas retro ” en su obra, que utiliza con intención deliberada. Piensa en esos elementos que aparecían como insertos en shōjo manga, impresos en papelería, pegados como papel tapiz en comedores baratos—imágenes teñidas de una cierta melancolía, algo del hastío que se percibe en la vieja parafernalia pop. Ella trabaja con ese material, pero quizá con una memoria estética de lo “asiático” tal como lo vive una artista asiático-estadounidense: cosas que realmente ha visto y tocado, que retroalimentan aquello que solo ha conocido a través del cine, la música o la web. Esta apropiación tiene poco que ver con las conversaciones sobre representación o políticas de identidad en un contexto artístico institucional (si es que las tiene, perdón, por supuesto). Es más bien una estética híbrida, un pliegue sutil de “pop asiático” en la mezcla. Eso es lo que me gusta.
Segundo: lo que viene con ello, este sentido de “girlhood” (lo cute, lo femenino, lo kawaii). Me encantaría profundizar en eso (quizás en conexión con su adoración por Love & Pop), pero me he quedado sin tiempo—así que regreso a mi retiro.
(Texto por Yuzo Sakuramoto)