Hay momentos en que la línea recta ya no lleva a ninguna parte. Momentos en que el plano, antes promesa de orden, se convierte en papel muerto. A veces se rompe.
El fin de la geometría
Ni sus ejes ni sus ángulos logran prever el gesto mínimo de un cuerpo, el peso invisible de una historia, la forma indócil de una raíz que insiste. La geometría —ese lenguaje de claridad, simetría y control— puede morir.
Y cuando muere, no es el mundo el que desaparece. Es otra mirada la que despierta. A veces su muerte es lenta, como la erosión de una piedra. Otras es un quiebre brusco: un terremoto, una toma, un desplazamiento. Pero siempre deja un indicio: un rincón sin medir, un trazo desviado, un refugio fuera del plano. La muerte de la geometría no es una ruina. Es la grieta por donde puede filtrarse otra forma de habitar.
La geometría como forma de poder
Desde sus inicios, la geometría ha sido más que una técnica de medición: ha sido una forma de poder. En la Grecia antigua, servía para dividir las tierras. En la colonia, para trazar ciudades desde la distancia. En la modernidad, para ordenar fábricas, escuelas, prisiones y suburbios. La geometría dibuja límites, impone centros, establece jerarquías.
Su aparente neutralidad esconde un proyecto de control. Su claridad pretende reducir lo complejo, corregir lo irregular, domesticar lo viviente. Pero hay cuerpos que no se enderezan. Hay territorios que resisten a ser parcelados. Hay memorias que desbordan los planos. La geometría entonces se vuelve insuficiente. Su lógica ya no basta para contener lo que ocurre. Y allí comienza su agotamiento.
Cuando la geometría muere
La geometría muere cuando deja de alojar la vida. Cuando sus formas, antes promesas, se vuelven imposiciones. Cuando las líneas trazadas desde el aire no escuchan lo que sucede a ras de suelo. En muchas partes del mundo, esta muerte es visible. Barrios que crecen sin permiso ni simetría. Comunidades que construyen con lo que tienen, donde pueden.
Arquitecturas que nacen del deseo, de la urgencia o de la memoria, y no del proyecto.
También hay formas de vida que no encajan en la cuadrícula: un ritual, un tejido, una sombra. La geometría muere cada vez que una puerta se abre donde no debía haber puerta. Cada vez que un muro se curva siguiendo el viento. Cada vez que un sendero se traza con los pies.
Pero esta muerte no es colapso. Es apertura. No es el fin, sino el comienzo de otra sensibilidad.
La degeometría no muere
La degeometría no nace como sistema ni como oposición. No busca reemplazar la geometría, sino descentrarla. No organiza desde el modelo, sino que se abre desde la experiencia. No se enseña en planos, se transmite en gestos. No se impone, se adapta. No se calcula, se afina. Es una práctica menor —en el sentido más potente del término—: íntima, situada, intransferible. Se gesta en los márgenes, en los intersticios, en los dobleces del habitar. Por eso no puede morir. Porque no se clausura en normas, ni se encierra en formas fijas. La degeometría es movimiento, error, ajuste, invención. Es la arquitectura de quienes no tienen arquitecto, la planificación de quienes no tienen plan, el orden de quienes han aprendido a vivir con lo que hay.
No es caos. Es otro tipo de orden: uno que nace del borde, no del centro. Que no busca la belleza de la forma, sino la dignidad del lugar.
Una estética de la degeometría
Pensar la degeometría como estética es reconocer en ella una forma de percepción, de construcción y de presencia. No como un estilo, sino como una sensibilidad que brota donde la norma ya no alcanza. Es la estética de lo que no encaja del todo. Del muro torcido porque el terreno lo pidió así. De la ventana que se abre al único respiro. De la escalera que conecta dos tiempos. De la casa que crece como crecen las familias: hacia donde pueden, cuando pueden.
Es también una estética de la escucha. Escuchar al terreno, al relato, a la necesidad. Escuchar las manos que saben sin haber aprendido. Escuchar incluso el error, que a veces orienta mejor que la norma. Escuchar el miedo, la urgencia, la invención.
Y es, sin duda, una estética política. Porque en cada forma que se sale del patrón hay una afirmación de soberanía: el derecho a habitar según otras reglas, el derecho a construir sin pedir permiso, el derecho a decir “aquí estoy” con materiales rotos y mapas ajenos.
Donde el plano se detiene
Tal vez no se trate de reemplazar la geometría por otra doctrina. Tal vez se trate de abrir los ojos a todo aquello que ya está ocurriendo fuera del plano. A los gestos mínimos, a las formas desplazadas, a los modos de estar que no piden validación sino respeto.
La degeometría no quiere imponer ni definir. Quiere acompañar. Dar lugar. Reconocer.
Quizás haya que volver a mirar con la calma de quien no busca modelo. Dejar de medir para empezar a atender. Escuchar el murmullo que sobrevive en los márgenes. Aceptar que hay mundos que no se trazan, pero que laten. Y tal vez entonces, como en la bajamar, el fondo se revele. No como promesa, sino como persistencia. No como imagen perfecta, sino como rastro verdadero. Una arquitectura que no se diseña, sino que se descubre.
Como en el proyecto de guardería infantil que hoy proyectamos en la Sabina, en el centro de Italia, donde la memoria desordenada y viva de las aldeas medievales vuelve a acoger a los cuerpos más nuevos.















