Toda monumentalidad implica una ética del poder. Lo que se eleva ante nuestros ojos no es solo forma: es una voluntad de interpretación, de afectación, de dominación o de encuentro.

Hay arquitecturas que nos abrigan, y otras que nos empujan hacia afuera.

Las que nos escuchan tienen la escala de cuerpo; las que nos imponen su forma nos dejan sin palabras. Frente al espectáculo, ¿queda espacio para el encuentro? ¿Puede una arquitectura sin escala humana llamarse pública?
Lo monumental, cuando no se deja habitar, se convierte en decorado de un poder que ya no necesita justificarse. Solo mostrarse. ¿Qué nos dice una arquitectura que no escucha? ¿Qué lugar nos deja una arquitectura que no nos nombra?
En las últimas décadas, hemos asistido a una creciente espectacularización de la arquitectura concebida desde tecnologías avanzadísimas, renders perfectos, soluciones estructurales casi imposibles, fuori scala inimaginables. Una arquitectura para dialogar con los drones más que con los cuerpos; más que con la memoria del lugar, con las promesas del mercado; más que con el habitar, con el espectáculo.

Una pregunta incómoda pero urgente: ¿con quién dialoga esta arquitectura? ¿Quién es su verdadero interlocutor?

A menudo no es el habitante, ni el transeúnte, ni el vecino. Tampoco es la historia silenciosa del suelo ni la atmósfera del lugar. Su verdadero destinatario parece ser otro: el algoritmo, el fotógrafo de edificios, el turista de alto impacto, el jurado de premios globales.

Esta arquitectura habla un lenguaje cerrado sobre sí mismo, autorreferente, muchas veces indiferente a lo que no cabe en su forma perfecta. Es una arquitectura sin cuerpo, sin resistencia, sin rugosidades. En suma: sin conversación.

Pero el habitar —el verdadero habitar— no ocurre en el gesto grandilocuente, sino en los intersticios. Ocurre en la sombra que proyecta una cornisa, en el banco donde alguien espera, en el umbral donde se intercambia una palabra, en la fisura por donde entra la brisa.
¿Qué lugar le queda a esa dimensión del habitar en una arquitectura concebida como espectáculo?

La espectacularidad formal, cuando no encuentra su contrapeso en la experiencia, termina volviéndose ruido. No produce sentido, ni vínculo, ni pertenencia. Solo impacto. Y el impacto, como sabemos, es efímero. Se disuelve en la saturación de estímulos que define gran parte de las ciudades contemporáneas.
Donde todo brilla, nada permanece.

Y, sin embargo, no se trata de negar la potencia de las tecnologías ni el valor de la exploración formal. Se trata de re-situarlas. De preguntarse por el sentido, por el para quién, por el para qué. Se trata, en el fondo, de devolverle a la arquitectura su capacidad de escucha.

De hecho, las obras más monumentales del planeta —las pirámides en Egipto y Centroamérica, los templos, las construcciones fuori scala de cada civilización desaparecida, aunque también actual— una vez que su dinastía se extingue, entran inevitablemente en el tiempo del deterioro.

¿Quién se hace cargo de lo gigantesco cuando su interlocutor ya no existe? ¿Quién mantiene la escala desmesurada cuando se ha desvanecido la voz que la ordenaba?

¿La arquitectura espectacular contemporánea estaría destinada a esa misma futura soledad?, ¿estructuras colosales sin herederos?

Como gigantes sin linaje, emergen en el desierto proyectos de escala casi mitológica, financiados por petrodólares que buscan traducirse en permanencia. Ciudades de cientos de kilómetros lineales, rascacielos espejados que cortan el horizonte sin historia ni raíz, palacios de la inmediatez levantados sobre arenas móviles. En Qatar, en Arabia Saudita, en los Emiratos, se levantan infraestructuras desmesuradas que no parecen preguntar por el habitar, sino por la imagen.

Y, sin embargo, incluso antes de nacer del todo, ya parecen agrietarse: ciudades imaginadas para un mundo que quizás no quiera vivir en ellas. El futuro, que no ha sido invitado a participar, tal vez se retire en silencio, dejándolas a solas con su magnificencia vacía.

El espectáculo como ruina anticipada. Ejemplos globales de una arquitectura sin legado

Lo que ocurre en el desierto árabe no es un fenómeno aislado. El paradigma de la arquitectura espectacular desconectada del territorio y del tiempo se repite, con distintas modulaciones, en diversos contextos del planeta.

Son construcciones que comparten una misma lógica: visibilidad global, gigantismo, fetichismo tecnológico y desprecio por la continuidad cultural. En todos los casos, la pregunta permanece: ¿quién habitará estos espacios cuando pase la euforia del capital?

Ordos 100, Mongolia Interior, China

Un plan megalómano para construir una ciudad cultural en medio del desierto de Gobi, financiado por la fiebre del carbón y el boom inmobiliario chino. El programa incluía cien casas de autor diseñadas por arquitectos de fama internacional. Casi ninguna fue habitada. Hoy, los restos de Ordos se asemejan a una instalación fantasma: arquitectura sin comunidad, sin función, sin proceso histórico. Un esqueleto del exceso.

Astana (ahora llamada Nur-Sultán), Kazajistán

La capital futurista concebida como símbolo de modernización nacional. Cúpulas doradas, pirámides de vidrio, torres utópicas de Norman Foster y otros estudios internacionales. Todo colocado en una estepa sin historia urbana previa. El resultado: una ciudad perfectamente trazada, pero apenas vivida. Un decorado político más que un tejido urbano.

Masdar City, Emiratos Árabes Unidos

Un experimento de ciudad "ecológica" en el desierto, que prometía ser completamente sustentable. A pesar del enorme financiamiento y de un plan maestro ambicioso, el proyecto de Norman Foster quedó semiabandonado, con pocos edificios construidos y casi nula vida comunitaria. La paradoja: una ciudad pensada para el futuro que no logró ni siquiera consolidar su presente.

Songdo, Corea del Sur

Concebida como ciudad inteligente modelo, equipada con sensores, conectividad total y una lógica de control digital absoluto. Aunque está habitada en parte, Songdo sufre de una desconexión sensible: calles limpias y vacías, plazas sin uso, edificios sin memoria. Un urbanismo automatizado, sin narrativa local.

Ciudad de la Cultura, Santiago de Compostela, España

EL megaproyecto de Peter Eisenman sobre un monte gallego, lejos del casco histórico. Monumental, de geometrías rotas y referencias eruditas, su construcción fue lenta, conflictiva y excesivamente costosa. Hoy, solo una parte está terminada; el resto quedó como ruina contemporánea. A pesar de su ambición simbólica, no logró tejerse con la comunidad ni con el paisaje.

Estos ejemplos muestran que el problema no es solo formal, sino político, cultural y territorial.

La arquitectura espectacular falla cuando no se vincula a procesos vivos de construcción de sentido.

Su potencia icónica no sustituye la ausencia de afecto, de cuerpo, de memoria.

Son lugares que se diseñan para el futuro, pero se olvidan del presente. Espacios sin vida que envejecen antes de nacer.

Frente a ello, el tejido urbano cotidiano, histórico o contemporáneo, con su capacidad de crecer, achicarse, modificarse y adaptarse, permanece.

Vive porque escucha, porque responde, porque no impone.

Frente a la arquitectura espectacular, existen formas de construir menos visibles, pero profundamente potentes.

Arquitecturas que no se exhiben, que acogen.

Que no deslumbran, que persisten.

Que no dominan el paisaje, que se enraízan en él.

Arquitecturas que habitan el tiempo y no lo niegan.

Allí donde se despliegan silencios, sombras, texturas irregulares, geometrías desviadas, puede empezar a emerger otro tipo de belleza.Una belleza sin espectáculo.

Este camino nos lleva a pensar la necesidad de una degeometría —no como negación de la forma, sino como apertura de la forma hacia lo viviente, lo no calculado, lo situado.

Y, en paralelo, nos invita a recuperar el valor del patrimonio distante, es decir, de aquellas formas de habitar que han quedado fuera de los circuitos canónicos pero que aún contienen claves profundas para un mundo más habitable.

Quizás el viaje que necesitamos no sea hacia la arquitectura del futuro, sino hacia un presente más denso, más atento, más implicado con los cuerpos y los vínculos. Un presente donde la arquitectura vuelva a ser una conversación, no un monólogo.

Una conversación con la tierra, con los materiales, con las memorias, con los otros. Porque sin interlocutor, la arquitectura corre el riesgo de ser pura escenografía. Y la vida, como bien sabemos, no se deja escenificar tan fácilmente.

Y, sin embargo, incluso en medio de esta deriva espectacular, ciertas mareas culturales —más lentas, más subterráneas— continúan moviéndose. Traen consigo preguntas antiguas, formas olvidadas, gestos del habitar que aún resisten. No siguen los tiempos del mercado ni los de la imagen: siguen los ritmos de la vida.

Son mareas que a veces se retiran, dejando aparecer un fondo inesperado. Otras veces avanzan silenciosas, rozando lugares insospechados, creando nuevos puertos.

¿Existen puertos para estas mareas?

¿Dónde pueden encontrarse?

Quizás no en los centros visibles del poder, sino en los márgenes; no en los manifiestos del futuro, sino en los territorios habitados con cuidado; no en los volúmenes que se imponen, sino en las arquitecturas que se dejan atravesar. Cada puerto es un gesto de acogida, un punto de apoyo, una invitación a detenerse —pero también a partir.

Entre tanto, la arquitectura de lo público —aquella que se levanta en nombre de todos— parece haber quedado atrapada en la escala monumental. Un lenguaje nacido del computador, abstracto y eficiente, ha colonizado incluso los gestos más simbólicos.

El vínculo con el habitante se reduce a la necesidad de uso: aeropuertos, estadios, estaciones del metro… ¿Posible pedirle a esta arquitectura algo más? ¿Restituir y potenciar el diálogo entre forma y experiencia, entre espacio y cuerpo, entre institución y comunidad?

Sin renunciar necesariamente a un nuevo lenguaje, sino de desprogramarlo: de abrir en su interior una fisura que permita al habitante reconocerse, demorarse, apropiarse. Quizás hoy la tarea más urgente de la arquitectura no sea mostrar hacia dónde ir, sino reconocer dónde detenerse, para escuchar lo que ya existe. Porque cada marea que regresa necesita una costa que la reciba. Y toda cultura que desee perdurar debe aprender a distinguir —entre tanto ruido— el sonido discreto del retorno.

Pensar en la arquitectura contemporánea nos lleva también a mirar atrás, a aquellas vanguardias que imaginaron futuros con símbolos claros: vehículos, aviones, velocidad, movimiento —los emblemas del Futurismo—. En su tiempo, esos signos fueron potentes, cargados de promesas de modernidad y transformación. Hoy, sin embargo, esos símbolos se han convertido en relictos, fragmentos congelados de un pasado que ya no nos habla.

Pero mientras esos íconos se desvanecen, otras formas de estar en el mundo —más silenciosas, más lentas, más sutiles— han persistido y continúan habitándonos. No son caricaturas ni nostalgias, sino modos vitales que desafían la velocidad del espectáculo y reivindican el tiempo del habitar. Quizás el futuro de la arquitectura no esté en la repetición de símbolos fugaces, sino en la capacidad de escuchar esas formas duraderas que aún laten bajo la superficie.

El verdadero futuro de la arquitectura nace cuando aprende a escuchar el silencio de quienes la habitan. La arquitectura cobra vida cuando se convierte en eco de quienes la pueblan, no en espectáculo para quien la observa.