El Cuarto de Máquinas se complace en presentar Delirio óseo, de la artista mexicana Serena Creciente (Samantha Lomelín), una exposición que reúne escultura y fotografía en torno a una reflexión sobre la forma, la materia y la presencia más allá de la representación. En este cuerpo de obra, la escultura no funciona como imagen ni como símbolo, sino como entidad autónoma que se impone por su mera existencia. La muestra se inaugurará el jueves 17 de julio a las 19:00 h. Y estará abierta al público por cita hasta el sábado 16 de agosto, 2025.

Delirio óseo es una reflexión crítica sobre la noción de forma escultórica entendida no como representación, sino como afirmación ontológica. Lejos de la imagen, del símbolo o del discurso narrativo, estas obras se articulan desde una lógica en la que la materia y la estructura no son medios subordinados a un significado externo, sino condiciones autoafirmativas de existencia.

Las esculturas aquí reunidas se sitúan deliberadamente fuera de los marcos tradicionales de significación. No buscan ser comprendidas ni interpretadas. No remiten a un referente exterior, ni se inscriben en una economía simbólica. En este sentido, su proximidad conceptual con los haniwa de la tradición funeraria japonesa es particularmente pertinente: objetos concebidos no para representar o comunicar, sino para existir como entidades autónomas, cuya presencia no requiere justificación.

La materia, en este caso el alambre, no es un vehículo neutral. Es un agente activo cuya resistencia, flexión y torsión generan formas que emergen de una tensión constante entre control e indeterminación. Algunas piezas se presentan expuestas en su estructura esencial, otras son recubiertas por membranas que ocultan sin definir. El fuego, elemento presente en varias de las obras, no actúa como agente destructor, sino como instancia transformadora: marca, altera, ennegrece, pero no borra. Lo que queda no es un testimonio de ruina, sino la persistencia de la forma a través de la alteración.

No hay aquí intención de consuelo, ni de evocación afectiva. Estas esculturas no aspiran a la empatía ni al reconocimiento. Su densidad visual y conceptual, su materialidad cruda y su condición ineludible las convierten en presencias que interpelan desde lo irrepresentable. No son formas simbólicas, sino cuerpos materiales que desafían las categorías tradicionales de lectura.

En última instancia, estas obras se niegan a ocupar un lugar subordinado en el orden de lo interpretable. No se ofrecen al espectador como objetos decodificables, sino que lo enfrentan como formas autónomas, deliberadamente opacas. La pregunta no es qué significan, sino qué exige su existencia. Frente a ellas, no es el objeto el que debe justificarse ante el mundo, sino el mundo el que debe reconfigurarse ante la insistencia inquebrantable de su presencia.