Casado Santapau se complace en presentar En fin, el mar, la cuarta exposición individual del artista cubano Diango Hernández (1970).

Diango Hernández presenta un nuevo cuerpo de trabajo que amplía su rigurosa práctica: meticulosa, sobria y con una carga silenciosa, siempre en constante evolución. La exposición reúne dos pinturas, realizadas con acrílico sobre lienzo, donde líneas curvas claras se despliegan sobre fondos oscuros, junto a un conjunto de piezas que retoman el motivo de la ola como unidad mínima de sentido. En estas últimas, introduce cambios sutiles: dípticos, lienzos irregulares y componentes de metal que aportan una nueva tensión a sus superficies moduladas con precisión, próxima a la geometría. Cada composición se resiste a la interpretación ; en cambio, late con ambigüedad, profundidad y complejidad espacial.

En este cuerpo de trabajo, el artista cubano afincado en Düsseldorf continúa desarrollando lo que él mismo ha denominado Olaísmo, no una corriente artística ni un manifiesto, sino una forma de estar en la pintura -y quizás también en el mundo- que privilegia el ritmo, la cadencia, el retorno, por encima de la afirmación o la construcción narrativa. Las olas de Hernández no aluden a una imagen del mar, sino a una lógica interna: una manera de pensar a través de un gesto simple y reiterado. Lo que se ve es una curva. Lo que se percibe es tiempo, un recuerdo en suspensión.

En fin, el mar puede leerse como una conclusión, una entrega o una rendición ante algo que no se puede delimitar. No es tanto un lugar geográfico como un horizonte simbólico: un espacio de disolución de las formas, de apertura hacia lo infinito, de memoria y deseo. En este sentido, el mar no está representado, pero está presente como idea, como atmósfera, como latencia. Las obras invitan a una contemplación lenta, casi meditativa, que escapa a las lógicas del espectáculo y propone una relación más silenciosa y comprometida con la mirada.

La economía de medios -líneas mínimas, fondos silenciosos, ausencia total de figura- no implica frialdad ni distancia. Al contrario, cada trazo, cada forma, parece contener una tensión interna, una vibración emocional que se transmite a través de la simplicidad. Las curvas no son formas estáticas; son movimientos congelados, registros de un gesto que ha sido repetido y refinado hasta volverse símbolo. En su aparente neutralidad, las obras establecen una cercanía profunda con quien observa, no desde la identificación, sino desde la resonancia.

Resuena lo que Aby Warburg llamó “fórmulas de pathos”: configuraciones visuales capaces de sobrevivir al tiempo y reaparecer en diferentes contextos como portadoras de una intensidad afectiva. Las olas de Hernández pueden leerse en esa clave, no como motivos decorativos o abstractos, sino como formas cargadas de energía, como fragmentos de emoción convertidos en lenguaje visual. Su pintura no narra, pero afecta; no representa, pero permanece.

En fin, el mar se despliega así como una experiencia espacial y temporal, en la que cada obra funciona como una modulación distinta de una misma partitura. No hay clímax ni resolución, solo una insistencia serena sobre lo esencial. En la curva, en el negro, en la repetición, Hernández encuentra no una respuesta, sino una forma de estar. Y en ese estar nos devuelve a lo más básico de la pintura: un gesto, un ritmo, una superficie, y detrás de todo eso, una emoción que no cesa, como el mar.