La raíz etimológica de la palabra «ejecución» es la expresión latina exsequi-tio, la cual denota un movimiento continuo que se realiza y llega a término, que se consuma, esto es: una acción que, inevitablemente, debe finalizar. Se devela con esta consideración la necesidad metafísica de erradicar de nuestra concepción el cambio infinito, de evitar a toda costa un móvil perpetuo; según esta tesis, incluso el cosmos debe tener, forzosamente, un inicio y un final. El axioma fundamental de la filosofía más aplaudida, y sostenida por los antiguos grilletes del dogmatismo parece ser: no puede haber creación continua ni movimiento perpetuo.

Salvo un puñado de pensadores como Heráclito (quien cargó con el mote «El oscuro»), y la herética secta de los neoplatónicos, la historia de la filosofía ha sacralizado todo lo que tiene apariencia de imperturbable y ha condenado, desde sus púlpitos, a las teorías que hacen de toda la realidad algo mudable y evanescente. «La mutabilidad —sentencian aún los metafísicos desde sus graves cátedras—, debe ser solo aparente, pues el ser y la verdad son atributos exclusivos de una divinidad cuya esencia es tan firme como imperturbable». Los teólogos cristianos, por cierto, llegaron a quemar vivos a quienes defendieron un principio mutable de la realidad (pensemos por ejemplo en las condenas de Giordano Bruno y Giulio Cesare Vanini). Hay, por tanto, desde hace más de dos milenios de pensamiento metafísico occidental, un horror motus, que llega a veces a expresarse en la forma de un horror musicae.

La «ejecución» de una obra musical consiste, por ende, en poner en marcha la dinámica que implica la partitura hasta el silencio que extingue su última nota. Pero debemos advertir que es un proceso que tiene un final y que se puede hablar de una excelente ejecución, o estimarla de cualquier otro modo, solo hasta que la interpretación ha culminado. Después de la última nota, todo ha quedado resuelto en el tiempo, es hasta entonces cuando se merece el aplauso o el desdén; como una unidad cerrada (a la manera de la imperturbabilidad que añoran los filósofos), la interpretación de la obra musical ha sido concluida: se dice entonces que ha sido «ejecutada». Ahora podemos descansar con el alivio y la complacencia de la muchedumbre que ha asistido al ajusticiamiento de un hereje. Entretanto, la pregunta inquietante (y reveladora para nuestro asunto) es: «¿quién es el hereje, el ajusticiado, el «ejecutado» en ese proceso?».

La ejecución y el exilio

Tal y como lo hemos sugerido en nuestra primera disertación, hallamos en estas ideas una dimensión muchas veces ignorada de la ejecución musical: más allá de la composición, lo que va en medio de ese rito que ha terminado con el último compás es el artista mismo porque, mientras ha estado interpretando, concentrado en su improvisación, él se ha apartado del tiempo de la grey, de sus normas y de los gustos de la mayoría. Pero la osadía de ese autoexilio debe pagarse ante los demás y, por ello, ha tenido que ofrecerse a sí mismo para ser inmolado. Así, el ritual del aplauso del público, si lo consideramos en el sentido más profundo, no se realiza para celebrar la superación de las dificultades que el pentagrama le impone al jazzista, antes bien, se brinda por haber «regresado» después de desterrarse en el continuo flujo de la creación, habiéndose desmanado durante su solo, liberándose del tiempo colectivo.

En realidad, quien ha salido de su lugar en el presente, expulsado del bullicio moderno, es el espíritu del jazzista: al rodear y salir de la estructura melódica, el músico se escapa de la pauta, como humo del incensario. Sin embargo, emigrar de ese modo le impone una nueva tarea: hallar el camino de regreso al tiempo presente, al espacio de donde partió en la geografía de la partitura. Tal es en realidad lo que acontece durante un solo de jazz: es la historia de un perderse y volverse a encontrar para retomar el hilo de un tema central.

Hablamos entonces de una historia que puede durar unos compases o, posiblemente, horas enteras. En este extravío, el solista es sustraído por su propio discurso, suspendido en los hilos de la trama que él mismo teje. El solista es también proyectado a su tiempo interno, un tiempo que fluye solo para él y que se extiende, se aletarga o se consume entre síncopas y pliegues rítmicos. Al finalizar, el solista es devuelto a la interpretación colectiva, actual y acompañada; esto es, después de gravitar libremente en su laberinto sonoro, donde él ha sido a la vez presa y minotauro, el solista de jazz retorna para unirse al compás que sigue todo el grupo.

Nicolás Santella fotografiado por Fernando Aceves

Santella en el piano escribe también una historia de exilio, del peregrinar íntimo y abisal que conlleva el instante de la concentración y la reflexión propia del arte. Como en una oración, el músico se inclina sobre el teclado y, con la mirada fija, marcha en busca de la gramática precisa de los intervalos, y estos le responden en un diálogo circular y extático. La meditación suprema del pianista se transforma en ese instante en la contemplación voluptuosa del místico. En la escena de la fotografía podemos adivinar que el artista habita en una membrana transparente de acordes tensos que lo envuelve, lo convoca al refugio interior y, por eso mismo, lo aleja del tiempo del público que lo escucha. Los demás esperan, pacientes, el retorno del eremita a la ciudad de los ruidos gregarios… Mientras tanto y solo por un momento, el afán inagotable del artista por la música ha sido conjurado. A partir de ese instante, el pianista, que un momento antes irrumpía osadamente con la libertad de sus escalas en las cumbres y jardines imperturbables de la eternidad, no sabrá jamás hasta qué punto su propia esencia ha sido, literalmente, ejecutada.