¿Por qué el orden liberal internacional ha fracasado? Porque al igual que el marxismo hegeliano, afirmó un cierre histórico en los 90, afirmó un porvenir indudablemente liberal, negando las pulsiones de poder, seguridad y dominio prevalecientes en los estados, que son en sí mismos, proyecciones de la naturaleza humana. Lo que permitió el avance de todas las periferias contra occidentales, las cuales desarrollaron enlaces y redes concatenadas, que más tarde devinieron en proyectos multipolares que hoy amenazan el orden mundial de Occidente (Kissinger, 2014).

En los 90, el liberalismo internacionalista fue impulsado por la caída del marxismo; la tesis liberal, democrática, wilsoniana y fatalista fue una posición fundamentada bajo una lectura política triunfalista. La súbita caída de la Unión Soviética, así como el proceso de plena efectivización de las políticas liberales en Latinoamérica, Rusia, Europa del Este, y Asia, afirmaron una condena sobre todas las ideologías o modelos que no asimilaron la democracia liberal. No solo ello, se creyó que el fin de un conflicto ideológico, era el fin de todos los conflictos ideológicos y estratégicos (Kagan, 2008).

No obstante, el marxismo soviético nunca fue un adversario real del modelo capitalista; las distintas formas iliberales autoritarias y fundamentalistas si lo eran, y permanecían latentes en las periferias, las cuales alcanzaron su exposición real a principios del siglo XXI. La pretendida hegemonía liberal había seguido un camino de “totalidad” hegeliana, haciéndola errónea, unilateral, desprevenida y fallida en un pretendido unipolarismo estadounidense perene, que fue el summum del ideario liberal occidental.

De hecho, el marxismo había sido derrotado por el soft power del liberalismo euroatlántico, heredero de los avances civilizatorios, la ratio científica occidental, defensor del fin de las guerras totales y actor promotor de la influencia en la nueva era de la información relativizante.

En la década liberal, la filosofía de la ciencia y el método científico, heredero de Karl Popper, Friedrich Hayek, Thomas Kuhn e Imre Lakatos (Bunnin, 2004), había refutado cualquier confianza en el materialismo histórico y su visión dualista de la historia. Desafortunadamente, las semillas de una futura relativización y deconstrucción también estaban en proceso de desarrollar políticas inspiradas en los derechos de las minorías en beneficio de modelos autoritarios y destructivos de los valores solidos de Occidente, lo que hoy se visibiliza con una deconstrucción no solo de la identidad y la realidad, sino -más grave aún- de los hechos.

Así, en la economía, en la ciencia, en la política, y en la praxis, el liberalismo anglosajón había demostrado plenamente su contundencia al no tener ningún rival que pudiera cuestionar la magnitud de su flexibilidad en los procesos de creación, habiendo evolucionado del fordismo hacia las tecnologías de la información, la nanotecnología, posteriormente a la producción inmaterial, el Big Data y hoy a la IA estrecha o débil.

No obstante, el mercado y la tecnología no podían per se traer la paz perpetua kantiana, debido a que los hechos políticos y las fuerzas globales lo negaron y refutaron (Kagan, 2008). La pureza e idealización del mercado capitalista incompatible con el autoritarismo en términos teleológicos quedó rebatido por el modelo económico chino, que en silencio construyó una diplomacia e influencia globales, que hoy se ha convertido en un modelo expansivo de capitales y recetas autoritarias para sus socios.

Para el realismo, no fue ninguna sorpresa que China y Rusia se erigieran nuevamente como potencias no-occidentales y contra occidentales, porque la lectura realista entiende las dinámicas del poder y motivaciones estratégicas -en un entorno anárquico-, dos elementos que no son estudiados por el idealismo liberal wilsoniano de las instituciones, que únicamente aspira a la cooperación y el orden pacífico a través de los acuerdos (Ikenberry, et.al., 2009).

De hecho, el liberalismo internacionalista necesitó dos motores para avanzar su versión de la historia, estos fueron: la economía liberal (satisfacción de las necesidades materiales) y la democracia liberal (satisfacción del deseo por el reconocimiento). Ambas tuvieron en esencia el thymos platónico o deseo de reconocimiento.

La aparente victoria flagrante y absoluta del liberalismo económico/político, llevó al error de la pretendida homogeneidad en el mundo post-bipolar, la modernidad tardía en los países en desarrollo y el capitalismo inmaterial fueron lo que, para Hegel, la “Razón” y la “dialéctica”.

Así, surge esta pregunta, ¿si la historia se detuvo o estaba en vías de detenerse por la conclusión de la progresión humana en la filosofía liberal, la conciencia filosófica quedaba aletargada de forma perenne? No, y mientras que para Hegel la historia universal terminó en el movimiento ilustrado y Europa era el pecho del mundo; para el liberalismo internacionalista, las instituciones, el comercio y la paz englobaron la vanguardia finalista de sus ideales. No comprendiendo que este idealismo era el eslabón por el que se podía iniciar la deconstrucción de Occidente desde su interior y no comprendiendo que sus instituciones eran inefectivas ante la pulsión de dominación que trasladada de los sujetos a los estados decantaría en conflictos nuevos y del pasado vueltos al presente.

El fatalismo liberal había negado todo movimiento, condenando al hombre a un sueño perenne e ideal. Sin embargo, el hombre no es un sujeto eyectado a un estado final, no es plenamente racional y está condicionado por su naturaleza humana -eros y thanatos-; hace nueve décadas, Martin Heidegger expuso por primera vez el concepto Dasein en Ser y Tiempo, que luego sería releído en prisión por Jean Paul Sartre para desarrollar una filosofía existencial -“La existencia precede a la esencia” (Bunnin, 2004)- como negación de un destino predeterminado en “El Ser y la Nada”, algo que Michael Foucault no solo amplió, sino que demostró rozando con el relativismo la simplicidad burda de la categoría de totalidad hegeliana que antes tomaron los marxistas y que luego los liberales tomaron como cierre para la civilización occidental.

Sin importar que se tomen los pasajes más convenientes en una historia unilateral de los vencedores, la historia es multiplicidad de hechos y actos, todos están enlazados de una forma deleuziana hacia una red de sucesos conectados y desconectados, pequeños hechos detonantes y grandes acontecimientos hechos de los más pequeños. La historia viene siendo lo inmediato, lo espontaneo que es el inicio de la misma y que se suma a las demás historias que conjugan una posible gran historia siempre abierta, nunca totalizante y definitiva, sino parcial.

Es más, la historia en el mundo de las religiones cristianas tiene una atrás y un adelante, en las musulmanas un abajo y un arriba que hacen las diferencias siempre progresivas, en tanto que la historia no lineal es una complejidad que no sigue progresiones, sino que va en regresión, avance, movimientos circulares y laterales. Así, el siglo XX fue una expresión de regresiones y de avances liberales, que devinieron en horrores bélicos y tensionamientos que derruyeron el institucionalismo liberal wilsoniano, logrando que el edificio teórico del internacionalismo liberal arda por completo y estableciéndose por la carga de los hechos, que el liberalismo nunca fue una alternativa al realismo en la política internacional (Waltz, 2000).

Ante la crisis de la lectura liberal para el siglo XXI, es el realismo el que retorna al escenario político global como forma de comprensión plena de las políticas globales, la naturaleza de los leviatanes y de los grandes poderes. Al plantear la existencia de estados competitivos en un entorno anárquico, los estados siguen siendo los principales actores, desplazando a otros menores que tienen una influencia relativa y mínima en el contexto global que es influenciado enormemente por conflictos como la guerra en Ucrania. Reconfigurando así, la cooperación mundial, la economía y los bloques de seguridad globales.

El realismo se diferencia esencialmente en tres periodos históricos: realismo clásico, iniciando con Tucídides, enfocado en la lucha por el poder; realismo moderno, desde 1939 a 1979, incorporando a los intelectuales del periodo de entreguerras y postguerra como Hans Morgenthau y su enfoque en la naturaleza humana y los términos del poder; y realismo estructural o neorrealismo clásico, desde 1979 hacia el presente, a partir de Kenneth Waltz (2000) y en precisión de dos ramas, neorrealismo defensivo y neorrealismo ofensivo con John Mearsheimer a la cabeza; haciéndose enfoque en la maximización de poder, percepción del poder y el ejercicio del liderazgo. Como corriente principal de análisis globales, el realismo atravesó varias etapas históricas en su evolución, constatándose una madurez solida de ideas y una inmanencia que plantea términos indudables en torno a la naturaleza humana de autopreservación proyectada en el Estado, que compite con otros, desconfiando de otros y en acción en base a la búsqueda de gloria frente a otros.

A diferencia del liberalismo, el realismo expresa la política sólida e inmanente de lo que es, mientras que el liberalismo es la política débil e idealizada de lo que debiera ser. No obstante, existen condicionamientos, como la anarquía que afirma una competencia frente a otros actores que tienen intereses y que frenan una paz internacional perpetua (Mearsheimer, 2018) a través del equilibrio de poderes. En el presente, las tensiones entre China y Taiwán, las tensiones entre Corea del Norte y Corea del Sur, así como la Guerra en Ucrania han dejado expuesto a la inmovilizada estructura institucionalista del orden liberal, así como sus reglas, las cuales son incapaces de alcanzar la paz en un entorno anárquico fortalecido por el ejercicio del poder real (Mearsheimer, 1995) de las potencias que usan el hard power y que se baten entre un orden liberal y un orden iliberal.

En esta competencia y conflicto global, los elementos básicos del realismo: el rol del Estado -como actor principal del escenario internacional-, la supervivencia -como duda profunda de la ética internacional- y la autoayuda -como duda de la cooperación internacional institucionalizada-, siguen estando vigentes.

Por lo que, los estados no solo dudan de las reglas de aplicación globales, sino que dudan de la relativización del poder hacia otros actores mínimos e irrelevantes. Es más, la lucha por el poder aumenta, debido a la escasez de recursos, fortaleciendo el dilema de seguridad plenamente vinculado al animus dominandi nietzscheano.

De esta manera y en el presente, la sociedad tecnológica no cambia los postulados de seguridad y supervivencia del neorrealismo, sino que fortalece ambas debido a que la era de la información y el ciberespionaje asimétrico entre naciones se ejecuta a una mayor velocidad y entorno al interés nacional. Además, por fuera de las sociedades occidentales, las sociedades iliberales no presentan procesos de interdependencia real, sino de cierre y pactos en relación al beneficio pragmático e ideológico, que a su vez está en movimiento. Por lo que es otro elemento de inaplicabilidad, del liberalismo internacionalista extrapolado a entornos no liberales, donde sus postulados no funcionan.

Por lo tanto, el Estado y el sistema westfaliano tienen una existencia preeminente y a pesar de las instituciones internacionales fallidas que han quedado irrelevantes ante los nacionalismos fuertes; demostrando que las relaciones internacionales por su paz conflictuada y el estado de guerra latente, son esencialmente contrarios al idealismo de cooperación y paz que pretendió el liberalismo de fines del siglo XX, frente a un realismo que en todas sus variantes -clásico, moderno, y estructural- supo comprender mejor la fatalidad de la naturaleza humana, siempre bélica, siempre en conflicto.

Finalmente, no se trata de que el realismo sea tomado como la única doctrina hegemónica para las relaciones internacionales, sino de que sea acompañado por el liberalismo que muestra un norte de mercados capitalistas, derechos civiles, libertades individuales y sociedades abiertas; para actuar en un entorno de política realista multilateral, que debe ser leída en esos términos, para que tanto el realismo como el liberalismo puedan construir y reconstruir la posibilidad occidental con sus valores y principios, frente a todos los postulados que están en las antípodas de la modernidad y el orden liberal de occidente.

Bibliografía

Bunnin, N. (2004). The Blackwell dictionary of Western philosophy. Blackwell Publishing.
Ikenberry, J. G.; Knock, T. J.; Slaughter, A. & Smith, T. (2009). The crisis of American foreign policy: Wilsonianism in the twenty-first century. Princeton University Press.
Kagan, R. (2008). The return of history and the end of dreams. Alfred A. Knopf.
Keohane, R. O. & Nye, J. S. (1998). Power and Interdependence in the Information Age. Foreign Affairs, 77(5), pp. 81-94.
Kissinger, H. (2014). World Order. Penguin Press.
Mearsheimer, J. J. (1995). The False Promise of International Institutions. International Security, 19(3), pp. 5-49.
Mearsheimer, J. J. (2018). The Great Delusion. Liberal dreams and international realities. Yale University Press.
Morgenthau, H. J. (1986). Política entre las naciones. La lucha por el poder y la paz. Grupo Editor Latinoamericano.
Waltz, K. N. (2000). Structural Realism after the Cold War. International Security, 25(1), pp. 5-4.