Parece que Estados Unidos ha iniciado una nueva Guerra Fría.

(Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía 2001)

El orden geopolítico está cambiando aceleradamente. La guerra que se libra hoy en Ucrania —campo de batalla del enfrentamiento entre potencias que se disputan hegemonías— es el factor clave que decide lo que continuará en el futuro a nivel mundial.

En este momento en todo el planeta se libran más de 50 enfrentamientos armados, desde pequeñas escaramuzas limítrofes o conflictos tribales hasta guerras con armamento pesado y enormes cantidades de muertos. De todos modos, la que ahora está teniendo lugar en Ucrania ha ganado por lejos la atención internacional. Como siempre, la prensa corporativa global (manejada por grandes capitales) es la que moldea en muy buena medida la opinión pública de la humanidad. Según esos medios de comunicación, entonces, tenemos un presidente ruso sanguinario, comparable a Hitler, que está invadiendo países democráticos, y un Occidente «democrático y libre» que se opone a esa monstruosidad.

La hipocresía con que se presenta la situación no resiste análisis. Voceros de las más mortíferas naciones imperiales de lo que llamamos Occidente (Estados Unidos, Europa Occidental, Canadá, Japón, Australia), sentados en inconmensurables montañas de cadáveres de población del Sur global al que vienen saqueando despiadadamente desde hace siglos, no tienen la mínima solvencia ética para hablar de respeto a los derechos humanos. Es llamativo que, en los acuerdos suscritos en la Conferencia de Potsdam entre las fuerzas aliadas, reunión que tuvo lugar dos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial y la rendición de Berlín, la «desmilitarización y desnazificación» de Alemania fue establecido como objetivo a seguir. Curioso, porque eso mismo es lo que dice hoy Moscú estar buscando en Ucrania —donde efectivamente sí hay numerosos grupos nazis fuertemente armados y preparados por la OTAN—, siendo que pareciera, al menos para los líderes de Occidente, que lo suscrito hace varias décadas ahora no cuenta. En política, obviamente, no hay verdades: hay acciones. Luego vienen las justificaciones.

«Queremos que Ucrania gane», expresó sin empacho el secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, luego de su visita a Kiev en apoyo al gobierno de Volodimir Zelensky. Agregando sin cortapisas que Washington desea «hacer de esta invasión un fracaso estratégico para Rusia… Ver a Rusia debilitada hasta el punto de que no pueda hacer el tipo de cosas que ha hecho al invadir Ucrania».

El sopesado análisis de la situación muestra realidades que esa corporación mediática no dice. El capitalismo tiene como objetivo fundamental la ganancia económica personal, el lucro. Nacido en la Europa renacentista hace ya largos siglos, fue exportado al «Nuevo Mundo», y así comenzó la globalización. Desde la legendaria llegada del Mayflower a las costas de lo que hoy es Estados Unidos, en esas tierras ese afán de lucro no paró, haciendo del naciente país, en relativamente pocos años, la superpotencia capitalista más desarrollada. La «tierra de promisión» —arteramente llamada «tierra de libertad»— que pasó a ser Estados Unidos de América posibilitó la expansión del modelo capitalista de un modo espectacular. Ya a mediados del siglo XIX le disputaba el cetro del dominio global a Europa. Entrado el siglo XX quedó claro que era el nuevo imperio. El final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, la dejó como potencia máxima de la Tierra.

En ese entonces, con un aporte al Producto Bruto Global de alrededor de un tercio, ganadora del conflicto bélico sin combates en su territorio, detentadora en forma monopólica del arma nuclear, no tuvo rivales a la vista. La Unión Soviética, su gran adversario ideológico, no le representó nunca un obstáculo en su papel hegemónico en lo económico. Europa devastada tras años de guerra pasó a ser su rehén («socio menor», si se quiere decir con suavidad, a partir del Plan Marshall), funcionando en la práctica como una gran base militar de Washington. Los 70,000 soldados estadounidenses estacionados habitualmente en suelo europeo (ahora llevados a 100,000 ante la actual coyuntura) son la garantía para establecer quién manda a quién (soldados europeos en tierra estadounidense, o bases militares con equipamiento de guerra de Europa, no hay ni una sola).

Estados Unidos, por largos años, fue la superpotencia intocable, estableciendo en buena medida el guion político-ideológico y cultural del mundo. Coca-Cola y Mc Donald’s pasaron a ser los íconos demostrativos de ese poder hegemónico planetario. Pero algo sucedió, como les ha sucedido a todos los imperios en la historia: el sobreconsumo, el exceso, el despilfarro terminó pasándoles factura. La opulencia de la sociedad estadounidense no cesó, pero su economía comenzó a mostrar que algo no funcionaba. La obsolescencia programada y el derroche tienen límites: comenzó a consumirse más de lo que producía, por lo que vino el endeudamiento. Claro que —ahí está la clave— la deuda se paga en dólares. Y como esa moneda pasó a ser referente obligado de toda la economía mundial, la imposición de esta como divisa fundamental no tuvo oponente y permitió seguir gastando. El haber dejado el patrón-oro como referencia en 1971, fijando arbitrariamente el dólar como única referencia, mostró que su economía ya no tenía la fortaleza de otros tiempos. Esa dilapidación sin freno a la que llevó el capitalismo extremo no puede mantenerse —¿quién paga esa deuda?— (vehículos de 8 o 12 cilindros que consumen petróleo en forma impresionante, 100 litros de agua o más consumidos diariamente por un ciudadano medio de Estados Unidos contra 25 de un europeo o 1 de un africano subsahariano, se compra todo por docenas, y muchas veces se arroja a la basura antes de sacarlo del envase). O puede mantenerse solo a base de fuerza. Y ahí está Washington manejando el petróleo (elemento absolutamente vital para la economía mundial, fijando sus precios en petrodólares), o imponiéndose por la fuerza bruta (800 bases militares diseminadas por todo el orbe).

El capitalismo tiene límites. El consumo desenfrenado es insostenible. Estados Unidos sigue siendo una gran potencia, pero su deuda real se hizo impagable. En ese contexto, apareció una gran amenaza: el crecimiento económico imparable de la República Popular China.

Hoy día Estados Unidos basa su poderío —que no ha terminado, sin dudas— en muy buena medida en la industria militar, en el manejo global del petróleo y en la especulación financiera. Washington, que representa a la clase dominante de su país, arrastrando tras de sí a la Unión Europea y a la OTAN que funcionan como sus marionetas, ha hecho de las guerras su más fabuloso negocio. Su complejo militar-industrial (Lockheed Martin, Boeing Company, BAE Systems Inc., Northrop Grumman Corporation, Raytheon Company, General Dynamics Corporation, Honeywell Aerospace, DynCorp International) mueve fortunas astronómicas, y es la que fija la política exterior de la Casa Blanca, independientemente de si el presidente de turno es demócrata o republicano. Durante todo el siglo XX y lo que va del XXI no hay guerra en el mundo donde Estados Unidos, directa o indirectamente, no haya participado. Eso explica que haya más de 50 guerras abiertas en todo el planeta, que necesitan armas y equipos.

La producción monumental de armamentos y la especulación bursátil no ofrecen salida para la humanidad. Son un negocio fabuloso para pequeñas élites, pero las grandes mayorías populares no pueden vivir de eso. De ahí que China, con un planteo distinto —el «taller del mundo»— pasó a ser la fábrica más gigantesca de cuanto producto se nos ocurra. Ese modelo: «socialismo a la china» o «socialismo de mercado» no es, en sentido estricto, un planteo revolucionario popular. Sin dudas ha resuelto ancestrales problemas de pobreza de la sociedad china, aunque no representa el espejo donde se puede ver la clase trabajadora mundial. La Nueva Ruta de la Seda, con su proclamada consigna de «ganar-ganar», no representa la solución a los grandes problemas de la humanidad. Pero sí es una afrenta a la hegemonía global de Estados Unidos. China, hoy por hoy, va tomando la delantera en el desarrollo científico-técnico, lo que tiene un correlato en la economía.

Junto a China, aparece otro nuevo polo de poder que opaca la supremacía estadounidense: la Federación Rusa. Rusia, que por diversos motivos de compleja explicación ya no es la Unión Soviética, el primer Estado obrero-campesino del mundo, es hoy un país capitalista que se alejó de los ideales socialistas a partir de 1991, por lo que no hace algo distinto a lo que realiza su archirrival histórico. Si Estados Unidos tiene un patio trasero en Latinoamérica (Doctrina Monroe: «América para los americanos… del Norte»), que resguarda con más de 70 bases militares, la Federación Rusa lo tiene en la antigua zona de influencia soviética: Bielorrusia, Armenia, Kirguistán, Kazajistán, Tayikistán. Se impone allí la llamada Doctrina Brézhnev —«doctrina de la soberanía limitada»—, propiciando que «Rusia tiene derecho a intervenir incluso militarmente en asuntos internos de los países de su área de influencia». El presidente ruso Vladimir Putin, amparándose en la Biblia para justificar la presente invasión, renegó de los valores socialistas, representando a una nueva burguesía surgida de la transformación de antiguos miembros de la Nomenklatura en multimillonarios empresarios. Uno de ellos, de su círculo cercano, pidió «no regresar a 1917». Agregando Putin: «Olvidarse de la Unión Soviética es no tener corazón; querer volver a ella es no tener cerebro».

¿Por qué la actual guerra en Ucrania? La OTAN no paró de crecer nunca, buscando en todo momento cercar a la URSS, y ahora a la renacida potencia rusa. Las revoluciones de colores que marcaron las décadas pasadas en las exrepúblicas soviéticas fueron una estrategia de Washington para mantener a raya a Moscú. Estados Unidos, que no está derrotado, ahora ya no tiene el poderío de 1945. En estos momentos aporta solo el 18% de la riqueza global, siendo China el rival que realmente le preocupa. El conflicto de Ucrania persigue varios objetivos: como lo dijo el citado Lloyd Austin, desgastar y terminar derrotando a Rusia. En la reciente Cumbre de Madrid realizada por la OTAN (manipulada totalmente por la Casa Blanca, que es quien en realidad maneja los hilos), se estableció que China «desafía sus intereses, seguridad y valores», en tanto que Rusia constituye «la amenaza más significativa y directa» para su seguridad. Tanto la alianza noratlántica como la Unión Europea son las marionetas que utiliza la clase dirigente de Estados Unidos para seguir manteniendo su sitial de imperio dominante.

¿Quién se beneficia entonces de esta guerra? Los ucranianos, por supuesto que no. Ellos ponen el cuerpo siendo el campo de batalla del enfrentamiento de Estados Unidos y Rusia. La invasión rusa no puede justificarse, porque como toda invasión, es una intromisión violenta en los asuntos internos de otro país, condenable, por tanto, pero puede entenderse en la dinámica geopolítica. Moscú, avalado en ello por Pekín, está intentando abrir un nuevo tablero mundial no regido por el dólar y la supremacía de Washington. Claramente lo expresó el presidente Putin en un foro empresarial en San Petersburgo en junio: estamos ante «el fin de la hegemonía unipolar». Se está generando una nueva arquitectura mundial en lo económico. Apurémonos a decir: siempre capitalista, pero ya no con un solo polo y una sola moneda. Eso no necesariamente trae beneficios para las grandes masas populares del mundo, pero sí abre nuevas reglas de juego. Por eso Washington reacciona, por eso la guerra de Ucrania.

La economía norteamericana está en apuros: debe mucho, tiene una deuda impagable, perdió el dinamismo de años atrás, está siendo superada por China, muchos países del Sur global no siguieron sus imposiciones de establecer sanciones contra Rusia por la invasión. Su influencia baja. De ahí que esta guerra le puede dar nuevo aire: su complejo militar-industrial ganará millonadas, porque sigue forzando a Kiev a continuar la contienda, y esta es la oportunidad para forzar a Europa a dejar de depender de los energéticos rusos (petróleo, gas y carbón), pasando a ser Washington quien los suministre. Los europeos, obnubilados, no pueden reaccionar y siguen mansamente esos dictados: ¿suicidio?

Por último, la guerra en Ucrania es un preparativo para el plato fuerte que realmente ansía Washington: la destrucción de China. La «excusa» de Taiwán puede encenderse en cualquier momento, y eso llevaría a un conflicto que justificaría el ataque contra el gigante asiático. ¿Dónde llevará todo esto? Es imposible saberlo. La guerra de Ucrania —de momento ganada por Rusia, quien ya se anexionó la región del Donbass asegurándose la salida al Mar Negro— es una clave que permitirá ver el mundo que sigue. Aunque también existe la posibilidad que el conflicto suba de tono y termine transformándose en una guerra mundial con uso de armamento nuclear. Eso no es impensable. Por filtraciones se sabe que en la reciente reunión anual del Grupo Bilderberg —uno de los verdaderos tomadores de decisiones del mundo— se trató como un punto de especial relevancia la postguerra nuclear. Nadie sabe si vamos hacia ella, pero valen aquí las palabras de Einstein: «No sé si habrá tercera guerra mundial, pero si la hay, la cuarta será con garrotes».