México se encuentra en una espiral de decadencia. Por todos lados, en todos los aspectos, México se pierde en oscuro manto de destrucción y desolación. No se me mal entienda, a lo largo de su historia, México ha sido una nación de tristezas, pobreza y autoritarismo; somos una nación sin una época dorada. No tenemos un ayer al cual voltear con añoranza y lágrimas en los ojos. Sin embargo, gracias al esfuerzo de muchos, la resistencia de otros y la buena fortuna, que en ocasiones sonríe a México tomando tintes de intervención divina («No estoy yo aquí que soy tu madre», dice la Virgen de Guadalupe), la historia de México es un lento y doloroso progreso.

Sin merecimiento propio, nací en un país más libre y próspero que el de mis padres y abuelos. A pesar de sin sabores, injusticias y crímenes, el final del siglo XX e inicios del XXI parecían ser tiempos mejores. Uno de los aspectos donde todo parecía mejorar era el sistema electoral mexicano. Después de más de 150 años de vida independiente donde la democracia era una promesa incumplida; a lo largo de nuestra historia México puede contar con los dedos de las manos las elecciones libres y democráticas antes de 1989.

El gran actor de la democratización de México es el otrora Instituto Federal Electoral (IFE), hoy Instituto Nacional Electoral (INE). No es exageración decir que en México solo hay democracia dentro del INE. Ha sido la institución que ha permitido la transición de un sistema de partido único que domina todos, todos, los puestos de elección popular, a una democracia imperfecta pero funcional, con cambios de partidos, poder legislativo plural y sin una mayoría absoluta.

El actual presidente, cuyo triunfo solo fue posible gracias al INE, ha iniciado una peligrosa ofensiva contra el instituto electoral. Ha aprovechado cada oportunidad para dañar su reputación, en sus diarias conferencias de prensa por la mañana, discursos oficiales y le sigue el eco, acrítico, de la hueste de fans, fieles seguidores e intelectuales orgánicos. El presidente López y sus minions mienten, manipulan la información, hacen comparaciones improcedentes; se mueven bajo los mantras de «la mentira no mancha, pero tizna» y «una mentira dicha 100 veces se vuelve verdad».

Por otro frente, la actual administración ha empujado un innecesario proceso de revocación de mandato presidencial, al tiempo que hace recortes presupuestales al INE. Es una jugada maestra: le exijo al INE una elección a nivel nacional, con todos los requisitos impuestos por la ley y le corto los recursos.

El presidente detesta al INE por dos razones: un político que se siente la encarnación de la voz del pueblo no entiende poder perder elecciones a menos que haya fraude por parte del antipueblo que controla las instituciones y una preferencia por una democracia corporativa, dentro de un partido único, contra la burguesa y tibia democracia representativa.

Mucha tinta ha corrido para defender al INE. Mucho se ha dicho para hacer frente a los intentos contra reformistas del presidente López. Yo quiero poner un ejemplo histórico, de un proceso político mexicano pasado, cuyo fracaso ha sido un momento clave en la historia de México.

Si volteamos a ver la historia del general, presidente, y dictador Porfirio Díaz podemos entender el problema al que nos enfrentamos. Díaz es uno de los personajes más controversiales de la historia mexicana. Para unos es un héroe de la modernidad, el orden y el progreso; para otros un brutal dictador, traidor al proyecto democrático y genocida. Una de las razones, no la única, de la complejidad del personaje es que Díaz tuvo una larga vida y pasó, con distintos grados de protagonismo, distintas etapas de la historia de México. No es un único Díaz, sino varios. Al menos cuatro: revolucionario, consolidador, dictador, derrotado.

El Díaz revolucionario es el que participó como militar en la Guerra Civil Mexicana y en la Intervención Francesa, del bando liberal juarista. Su participación es progresiva en importancia: de un simple mando medio en la Guerra Civil y en la Primera Batalla de Puebla, donde fue reprendido por el general Zaragoza, poco a poco ganando grados e importancia en la campaña de Oaxaca contra el Imperio hasta terminar como uno de los grandes héroes y generales mexicanos, responsable de la toma de la Ciudad de México. Al final de esta etapa solo es superado por Mariano Escobedo; vencedor de Querétaro y quien capturó al emperador invasor Maximiliano.

Una vez obtenida la segunda independencia de México, los liberales mexicanos se dieron a la tarea de consolidar el Estado moderno mexicano; de pasar de un país gobernado por lideres y caudillos militares locales a la formación de un Estado, instituciones y procesos políticos. Esta parte de la historia mexicana inició con Benito Juárez y a su muerte siguieron el proceso Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz. A diferencia de la etapa anterior, en esta el principal protagonista es Díaz. Logró concretar y aplicar la constitución de 1857. No fue fácil, pues fue el presidente de un sistema donde el poder legislativo tenía la mayor parte del poder y tuvo que entablar negociaciones con los poderes locales y legislativo.

Sí Díaz se hubiera retirado de la política en 1892 o 1896 habría pasado como uno de los máximos héroes nacionales. En 1892 se habría retirado apenas con dos reelecciones. Nota al margen: es peculiar que la derecha conservadora mexicana no reivindica al Díaz de estas dos primeras etapas. Sin embargo, Díaz buscó eternizarse en el poder y concentrarlo en su persona. Inspirado por el positivismo y traicionando el proyecto político liberal por el que de joven peleó, Díaz se volvió el peor dictador en la historia de México. Con la excusa y discurso del orden y progreso a manos de un gobernante que sabe la ciencia, de unos burócratas científicos impuestos sobre masas incultas, incivilizadas y menores de edad; el porfiriato se volvió en una violenta y cruel dictadura.

El último Díaz fue el derrotado por la primera etapa de la Revolución Mexicana. Díaz se autoexilió y no regresó a México ni durante el gobierno antirrevolucionario de Victoriano Huerta, quien lo nombró General de Cuerpo del Ejército, máximo cargo militar. Díaz murió detestado por el pueblo que buscó defender, como encarnación de los peores vicios de la modernidad y el liberalismo en México. Ni un monumento, exiliado de los honores a sus antiguos compañeros de armas y apenas añorado por un puñado de mexicanos.

El Díaz dictador y el derrotado condenaron a México a años de simulación democrática. Donde lo que menos importaba era el voto y las mayorías. Donde el fraude, el autoritarismo y la imposición fueron la norma en el México porfirista y en el régimen postrevolucionario del PRI. Es allí, en la dictadura perfecta del Partido Revolucionario Institucional, pseudodemocracia de partido único, donde el nuevo proceso inicia. La democratización de México en el siglo XX inició como un nuevo movimiento, ahora reformista, que buscaba la consagración de los valores democráticos olvidados por el PRI.

La primera de esas reformas fue la reforma electoral de 1977, a la que le siguió la reforma de 1989. Con dichas reformas, comenzó el proceso de transición democrática que se prolongaría con sucesivas modificaciones en la normatividad e instituciones electorales, hasta alcanzarse la conformación de una mayoría opositora en la LVII Legislatura de la Cámara de Diputados en 1997 y la alternancia en la presidencia de la República, el 2 de julio de 2000.

Las elecciones de 1997 y 2000, marcan el inicio de la segunda etapa de la democratización en México; consolidación. Esta etapa ha visto alternancia presidencial en tres partidos (PAN, PRI, MORENA), congresos federales plurales, y alternancia política en la mayoría de los Estados de la república. Ha sido un proceso de claroscuros, imperfecto y de valiosas lecciones aprendidas; donde el balance general es positivo pero incompleto. La consolidación de la democracia mexicana no ha concluido y enfrenta en la reacción antidemocrática y autoritaria del presidente López su principal amenaza.

Un presidente que pretende tener la consolidación de las instituciones democráticas en favor de la concentración de poder en su persona no es una historia nueva en México. Ya lo vivimos con Díaz y esos fantasmas regresan con López.

No debemos, no podemos permitir que el esfuerzo de generaciones de mexicanos, los acuerdos políticos y la formación de una incipiente cultura democrática vuelva a abandonarse en favor de la megalomanía y pueriles necedades de un político que necesita ir al psiquiatra. Díaz abrió la puerta a una de las épocas más antidemocráticas de la historia de México, su dictadura y la del PRI; hay que defender al INE para evitar que López nos lleve a otra edad oscura y autoritaria.