Quienes quisieran vivir de sus pasadas glorias, reales o imaginarias, están en deuda con la historia. Y esas deudas, cuando son impagables, llegan a ser tan pesadas como una gran lápida sobre una pequeña tumba. Es el caso de los que quieren dar vida, con ilusorias parafernalias, a pretensiones monárquicas de grandeza que no podrían ya sostenerse en los tiempos que corren. Más allá de la cultura y las creencias religiosas del islam, siempre respetables, el reino de Marruecos, a diferencia de los de Las Mil y Un Noches, se arropa en tradiciones que, a estas alturas de la historia, pertenecen más bien al reino de una fantasía anacrónica.

Lejos de todo viso de incorporación a una modernidad propia, sin dejar de ser un país atrasado y dependiente, Marruecos pretende expandir sus fronteras arrogándose derechos históricos sobre territorios saharauis que, como se ha probado con suficiencia, no le pertenecen. Entre otras investigaciones, informes y decisiones internacionales que muestran la espuria e insostenible pretensión expansionista marroquí, habría que recordar el estudio histórico-jurídico del excanciller mexicano Jorge Castañeda quien, desde la década de los setentas del siglo pasado, escribió un ensayo en el que demuestra por encima de toda duda razonable que es el pueblo saharaui y su representación, el Frente Polisario, el único poseedor legítimo y soberano de los territorios y las costas de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) que les quieren ser arrebatados por el muy conservador régimen alauita de Marruecos.

Ahora que han vuelto a recrudecer las hostilidades entre marroquíes y saharauis habría que recordar que, detrás de esta ya larga confrontación bélica y política —de más de cuatro décadas—, hay intereses poderosos de EE. UU. y de la UE que están a la caza de recursos explotables como la pesca, el gas, el fosfato y otros minerales. Y eso sin contar la importancia estratégica de un extenso litoral desplegado en las costas africanas del Atlántico norte.

La historia de este diferendo es bastante conocida: cuando la antigua colonia española no puede ya ser retenida y gobernada por el matón, genocida y tirano Francisco Franco (¡¡Dios lo tenga en su infausta memoria!!), este organiza con Hasán II la llamada «Marcha verde» en 1975, para invadir un territorio de cuyos habitantes reclamaban ya su independencia, organizados en el Frente Polisario. Ante esta invasión y con el beneplácito de Francia, Estados Unidos y otros países occidentales, el ejército marroquí militarizó el llamado «Triángulo útil», que incluía los yacimientos de fosfatos y la antigua capital, El Aaiún. De ahí en adelante, con el respaldo de la Argelia progresista de Boumediene, los polisarios iniciaron la resistencia armada y la ofensiva diplomática que, con intermitencias, dura hasta nuestros días.

Quien escribe estas líneas no pudo menos que recordar algunos incidentes memorables de principios de los años ochenta del pasado siglo, cuando tres embajadores acreditados en Argelia contribuimos al establecimiento de relaciones diplomáticas con la RASD, por lo cual, habiendo decidido apoyar la independencia saharaui, los gobiernos de México, Cuba y Nicaragua nos instruyeron para ir a presentar cartas credenciales ante el jefe del Polisario y de gobierno, Mohamed Abdelaziz (fallecido en 2016). Viajamos de Argel a Tindouf y, de allí, en Jeeps y Land Rovers llegamos, en mitad del desierto, hasta un bunker que hacía las veces de cuartel general.

Dentro en una sala iluminada, nos esperaba el joven líder Abdelaziz, de barba rala, piel de aceituna y brillantes ojos oscuros, de suave tono y pausada voz, quien nos recibió con una cálida y cordial sonrisa. Uno a uno y al final juntos los tres diplomáticos mantuvimos con él una charla animada sobre la situación política del Magreb, del Mediterráneo europeo y, desde luego, de la relación de España con Marruecos.

En otra ocasión también nos tocó protagonizar un papel de mediación para liberar a una treintena de marineros españoles del barco «El Gargomar» que, al estar navegando sin autorización en las ricas pesquerías territoriales saharauis, fueron quedándose todos dormidos hasta encallar en una rada en la que fueron sorprendidos y hechos prisioneros por fuerzas polisarias. Teniendo conocimiento la representación española en Argel de nuestra buena relación con los saharauis, cuando se notificó que uno de los españoles requería atención médica urgente, el gobierno español solicitó al de México que interviniera para mediar por su pronta liberación. Y así se logró. Poco tiempo después, esos buenos oficios se hicieron extensivos hasta liberar al resto de los pescadores retenidos. Esto favoreció la instalación de una representación diplomática de la RASD ante la cancillería mexicana, lo cual permitió que, desde la Ciudad de México, los diplomáticos saharauis pudieran estrechar lazos con otros países latinoamericanos.

Vino después una larga lucha por el reconocimiento de la independencia y la soberanía de la RASD en la ONU, donde se intentó una y otra vez llegar a un referéndum supervisado que, por las múltiples maniobras de dilación y boicot marroquíes, nunca pudo llevarse a cabo ya que, con toda probabilidad, habría permitido refrendar la decisión de la real y efectiva población saharaui de reconocer sus derechos territoriales. Mientras tanto, la vida en los campamentos cercanos a Tindouf continuaba, no sin dificultad. Miles de personas levantaban sus tiendas, sus escuelas y hospitales con el apoyo argelino e internacional. Las caras sonrientes de niñas y niños, de jóvenes soldados y de ancianos recorrían el mundo dando a conocer sus aspiraciones y la justicia de su causa nacionalista e independiente.

Pero detrás de las escaramuzas diplomáticas, de tanto en tanto, recrudecía la agresión militar y hacía reaparecer la guerra. Los saharauis tumbaban aviones de fabricación francesa y, con el fuselaje recuperado, hacían bellas piezas de artesanía popular. Además de algunas bajas patrióticas, la represión en El Aaiún y en Ceuta hacía víctimas de dirigentes y lideresas. Así se prolongó un statu quo que, sin embargo, nunca hizo claudicar a los patriotas saharauis. Y, ahora, que se entra a una nueva fase con los incidentes recientemente ocurridos en la frontera con Mauritania, que por su parte renunció a toda pretensión sobre territorios saharauis, uno se pregunta si no es tiempo ya de encontrar una vía creíble y sólida de pacificación, la cual, para ser viable, implica la decisión política de las partes y antes que ninguna la del relativamente más poderoso agresor.

El viejo sueño del «Gran Marruecos», recuperado entre los años 1950 y 1960, reclamaría, además de territorios que han pertenecido históricamente a Marruecos, los de Mauritania, parte de Malí, parte del Sahara argelino y el Sahara Occidental. La pregunta aquí es inevitable: ¿sobre qué bases, con qué legitimidad, a estas alturas, una población inconsulta y en condiciones de vida más que precarias, debería estar sometida a los designios de un monarca extranjero, el Rey Mohamed VI, y cómo podría este sustentar sin recurrir a la fuerza semejantes aspiraciones? A ello, habría que agregar la pesada carga que significa el sostenimiento de un régimen militarizado con un ejército, se dice, de 250 mil elementos. Delirios de grandeza hoy, en un mundo que avanza hacia formas de organización política cada vez más democráticas, no pueden responder más que a mentalidades que, escudándose en tradiciones anquilosadas se niegan a incorporarse, desde luego en modalidades propias, a lo que por encima de ideologías liberales globalizadoras llamamos la modernidad. Modernidad no por fuerza capitalista, sea oriental u occidental, del norte o del sur.

Visto un tanto a la distancia, el proceso de descolonización que, con base en la famosa Resolución 1514 de la ONU, había entrado a su fase final después de la Segunda Guerra, nos muestra que las metrópolis cambiaron de rostro, pero no de intenciones. Sobre todo, en África, luego de las difíciles luchas de independencia, una sucesión de golpes de estado convirtió a los regímenes militares que se hicieron con el poder en débiles aliados de gobiernos y corporaciones. La explotación neocolonial de recursos estratégicos hizo cambios de forma, pero no de dueños. Mientras el abandono, la frustración y la incuria hegemonizaron prácticamente todo el continente, un camino ejemplar y una esperanza fue consumada en el triunfo contra el Apartheid que convirtió a Nelson Mandela en un símbolo de la liberación victoriosa y universal.

Todos y cada uno de los pueblos originarios del mundo tienen todo el derecho a la autodeterminación en sus propios territorios y a la preservación de las culturas autóctonas. De acuerdo. Solo que quienes se han montado sobre los hombros y las cabezas sometidas de su propia gente, arguyendo tradiciones supérstites como las rancias y absurdas monarquías, no pueden ya esconder sus ambiciones de poder y su ilegitimidad. En el mundo global de nuestro tiempo la opresión y la enajenación de los intereses fundamentales de los pueblos no puede ya esconderse. La lucha por la sobrevivencia de los pueblos originarios en sus propios lugares de origen es cada vez más abierta y frontal. Díganlo si no los grandes conglomerados humanos de indios, negros y mestizos que, al empezar a sacudirse el yugo capitalista, colonialista y patriarcal, abren paso al fin de una era de la historia o de la prehistoria humana. Es decir, al fin de la dominación del «hombre blanco» y el ascenso del mestizaje global y de la identidad humana universal.

Sin autodeterminación soberana y sin democracia política, bien lo sabemos ahora, ningún pueblo puede alcanzar una verdadera justicia económica y social. Recordemos que las guerras, mayores o menores, no las provocan los pueblos sino aquellos que los tiranizan y explotan, ya desde una abierta dictadura o desde una presunta «monarquía constitucional». El espacio donde habría que llevar a cabo un referéndum, si queremos ser mínimamente objetivos, no es entre la población que habita en el Sahara Occidental sino al interior de Marruecos, para saber si quieren los marroquíes continuar una guerra fratricida o prefieren terminar con la imposición de un régimen de realeza militarista que es, por definición, ajeno y contrario a toda idea, si no de democracia, sí al menos de justicia social.

Al final, uno se interroga sobre la continuidad y vigencia o no de los sabios pensamientos y las ejemplares conductas de los grandes maestros sufíes del Magreb. Porque en materia de historias y pueblos no hay quien tenga la última palabra, como bien lo recuerda Amin Maalouf (en León el Africano) cuando dice que «el destino cambia más que la piel del camaleón».