Religión, cultura, economía y política se entrecruzan y comunican de modo tan íntimo que, en la práctica, constituyen un único sistema. Basta repasar cualquier manual de historia universal, referido a cualquiera de las civilizaciones vigentes, para comprobarlo sin el menor atisbo de duda. Retrotraigamos, por ejemplo, la mirada al siglo IV en Europa; ahí aparecen en escena personajes políticos, económicos, culturales y religiosos en mezclas constantes, alianzas institucionales e individuales, que conforman el fundamento de la historia occidental desde entonces. Entre estos personajes tenemos al emperador Constantino y sus hijos Constante y Constantino I, Helena, Faustina, Osio de Córdoba, Eusebio de Cesarea, Priscilliano y muchos más que, de manera directa e indirecta, crearon una alianza que ha crecido, se ha desarrollado y ramificado desde entonces hasta nuestros días.

Una de las ramificaciones de aquel conglomerado de personajes e intereses tuvo lugar cuando en el proceso de descubrimiento, conquista y colonización de las tierras americanas, el cristianismo formó parte del aparato estatal español y elaboró, primero, la justificación de la violencia en perjuicio de las civilizaciones indígenas precolombinas, y años después ofreció razones para reivindicar y proteger la humanidad de los indígenas.

No sostengo que el proceso de descubrimiento y conquista haya sido tan solo negativo o destructivo, hay mucho de positivo en él, pero estimo que originó un hecho histórico innegable: produjo una ruptura respecto a la trayectoria histórica que seguían las sociedades autóctonas de estos lares, cuyas capacidades económicas y militares no estaban en condiciones de vencer a las de los descubridores. Tampoco creo que aquellas sociedades autóctonas o precolombinas constituyesen un cúmulo de maravillas y virtudes sin mezcla de vacíos, insuficiencias y desméritos, pero lo cierto es que lo que el descubrimiento implicó fue un encuentro/desencuentro económico, político y comercial de civilizaciones cuya narrativa racionalizadora fue obtenida, en buena medida, de discursos pontificios y manuales de teología. Luces y sombras, como ocurre siempre, se mezclaron en aquella etapa de la historia, de ahí que sea necesario generar mayor equilibrio y objetividad en las interpretaciones históricas. Pero volvamos al curso de mi reflexión principal.

Dos corrientes históricas

Lo que cuento en las líneas que siguen es una pequeñísima parte, la más reciente y, de seguro, no la más importante, de esa historia iniciada en el siglo IV con claros antecedentes desde el siglo I, acelerada en esa centuria. Mi tesis es la siguiente: estamos asistiendo, en este preciso instante pandémico, al final del cristianismo premoderno y, en ese marco, se enfrentan dos corrientes al interior de la religión institucional cristiana, especialmente católica —la que favorece un modernismo cultural, político y financiero globalizante donde se diluye la singularidad cristiana (vere Deus, vere homo) y aquella que pretende construir una alianza, hasta ahora imposible, entre la modernidad científico-humanista, y la peculiaridad cristiana indicada. Con esto no emito juicio de valor alguno sobre cuál de estas dos alternativas es la mejor, me limito a señalar su existencia y describir sus perfiles.

Un giro estratégico

Corría el 25 de marzo del año 2005, Juan Pablo II agonizaba y el cardenal Ratzinger, su amigo y fiel acompañante durante casi treinta años de pontificado, precedía el Vía Crucis en el Coliseo romano. Las meditaciones de Ratzinger se deslizaban sin mayor novedad, tan solo unos pocos sabían lo que en la Novena estación sería dicho. Ratzinger se detuvo y sin inmutarse expresó «¡Cuánta podredumbre en la Iglesia…Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia¡» Poco después los presentes que llenaban el Coliseo escucharon «Nosotros somos quienes te traicionamos, no obstante, los gestos ampulosos y las palabras altisonantes». Así se anunciaba un giro estratégico en la narrativa vaticana, que estimo era del conocimiento del agonizante papa Juan Pablo II o, al menos, de sus colaboradores más cercanos.

Durante veinticinco años el papa polaco y su poder se habían alineado en contra de los regímenes establecidos en la Unión Soviética y en los países que conformaban el Pacto de Varsovia y el Consejo Mutuo de Ayuda Económica (CAME), enfrentamiento que tuvo sus expresiones en América Latina, como cuando se condenó a las tendencias de la Teología de la Liberación que promovían la alianza entre cristianismo y marxismo, se favoreció el final de la dictadura militar en Chile y se promovió a quienes favorecían las economías de mercado, el capitalismo y los Estados de Derecho. Estas acciones políticas del Estado Vaticano estaban en perfecta armonía con la política exterior de Europa Occidental y de Estados Unidos, incluso, en un aspecto poco estudiado: el silencio deliberado respecto a la situación en la República Popular China.

El balance histórico de la participación política del Vaticano en aquel momento histórico no pudo ser más exitoso. La Unión Soviética desapareció desmembrándose en diversas naciones, Estados y gobiernos; las potencias occidentales se acercaron a las fronteras del Imperio ruso como nunca lo habían hecho; las dictaduras europeas, el Pacto de Varsovia y el Consejo de Ayuda Mutua Económica desaparecieron y se produjo un relanzamiento cultural sin precedentes de las economías de mercado, de los Estados de Derecho, del capitalismo y de la cristiandad. El cristianismo católico se fortaleció en no pocas regiones del mundo y el liderazgo de Juan Pablo II fue reconocido por amigos y adversarios como uno de los más importantes en la historia universal. Para quienes desconocían los secretos de aquella historia, nada hacía presagiar lo que vendría después de abril de 2005.

1978: dos estrategias

Conviene retrotraerse al 6 de octubre del año 1978, cuando fue electo papa el cardenal polaco Karol Józef Wojtyla. En ese momento, existían fuerzas dentro del Vaticano y en el orbe católico que propiciaban la compresión e incluso la coordinación con las dictaduras europeas y con movimientos ideológicos de clara vocación totalitaria, y bregaban para que los líderes de la religión católica se concentraran en solucionar algunos de los graves problemas internos de la milenaria institución. Esta hoja de ruta era apoyada por los regímenes económicos, políticos e ideológicos existentes en la Unión Soviética y otras naciones europeas, porque implicaba neutralizar al cristianismo que, sumido en sus contradicciones internas, no tendría fuerzas para cooperar en la desaparición de los regímenes dictatoriales en la Europa nacida al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

Karol Wojtyla no coincidía con dichas tendencias presentes al interior del catolicismo, él se decantó por otra alternativa: contribuir a construir una alianza global que provocara la caída de las dictaduras en Europa y otras partes del mundo, que relanzara los capitalismos en formas no dictatoriales y reposicionara el pensamiento social católico para fortalecer la institución a nivel internacional. Al cabo de 25 años, tales objetivos se alcanzaron en su totalidad y quienes se habían opuesto a Juan Pablo II entraron en un período de descenso político e intelectual; un largo letargo invernal hizo presa de sus oficinas y movimientos y, en ese marco, surgió la figura de Joseph Ratzinger como el papa Benedicto XVI.

Un costo de oportunidad inmanejable sin derrumbe

Pero existía un costo de oportunidad que los estrategas internos del poder vaticano no lograron controlar: a cambio de elevar la presencia política del Estado Vaticano y de cooperar en la derrota del comunismo internacional, se dejó para después la renovación interna de la institución religiosa, la que debía incluir, necesariamente, una limpieza ética de proporciones desconocidas en el siglo XX. No me atrevo a decir, con los conocimientos actuales, si ese costo de oportunidad pudo evitarse, pero es claro que los arquitectos vaticanos de la política exterior de ese Estado desde 1978 hasta el 2005 se vieron sobrepasados por sus desarrollos. El costo de oportunidad al que me refiero, en sus consecuencias, se ha revelado como insuperable tanto para el actual papa como para su predecesor. Al dejar «para después» la reforma estructural interna y la limpieza ética correspondiente, el hedor se elevó hasta alturas nunca vistas e hizo temblar las columnas del Vaticano llevándolo hasta el descrédito y el derrumbe. Una de cal y otra de arena.

Una ecuación casi perfecta que no tuvo éxito

Alcanzados los objetivos trazados por Juan Pablo II, era necesario retomar lo que había quedado en las sombras entre los años 1978 y 2005, y eso explica la devastadora autocrítica realizada por Ratzinger en marzo de 2005 cuando. refiriéndose al catolicismo. afirmó que estaba lleno de podredumbre y traición. En las coordenadas de la historia correspondientes al año 2005, la mirada debía volverse hacia dentro de la institución para iniciar el combate que Juan Pablo II había dejado para después: la reforma interna del catolicismo, la denuncia de la pederastia clerical, la eliminación de los excesos burocráticos y la introducción de orden y transparencia en las opacas finanzas vaticanas.

Las fuerzas de Ratzinger se alinearon para abrir con todo cuidado la caja de Pandora. A la decisión de comenzar un proceso de reestructuración y denuncias internas, se unió la determinación de enfrentar lo que Benedicto XVI denominó «la dictadura del relativismo», típica de una sociedad donde las fronteras entre el bien y el mal, según la interpretación del nuevo papa, se habían desdibujado hasta casi desaparecer. La ecuación histórica Juan Pablo II-Benedicto XVI era casi perfecta: derrotar las dictaduras políticas e ideológicas, derrotar al relativismo, reencontrarse con la modernidad y elevar la influencia social del Estado Vaticano.

Para comprender a fondo todo este tinglado son fundamentales tres intervenciones públicas del entonces cardenal Ratzinger, cuya lectura es indispensable para entender las interioridades de esta historia: el diálogo con el filósofo alemán Jürgen Habermas (19 de enero, 2004), la conferencia de Subiaco (1 de abril, 2005) y la Homilía por la elección del papa (18 de abril, 2005). En estos tres documentos y en las meditaciones de Ratzinger con motivo del Vía Crucis de abril 2005, se perfila el objetivo histórico de Benedicto XVI.

El papa se preparó para luchar por muchos años hasta lograr sus propósitos, que continuaban, enriquecían e innovaban los de su predecesor, pero, en el camino, se topó con resistencias internas y externas más poderosas que las enfrentadas entre 1978 y el 2005 (resistencias que Ratzinger comparó con «lobos» y que algunos medios periodísticos y expertos de estos temas llamaron «cuervos»). En el fragor del enfrentamiento, se produjo un hecho que sorprendió a muchos, pero no a quienes conocían las interioridades de la historia: Benedicto XVI renunció el 11 de febrero del año 2013, haciéndose efectiva esa decisión el 28 de febrero de ese mismo año. En el momento de la renuncia, la situación al interior del catolicismo era crítica y el conflicto con la cultura dominante en las sociedades contemporáneas arrojaba un balance bastante negativo para la milenaria institución. En el año 2013 Benedicto XVI mordió el polvo, su objetivo estratégico saltó por los aires, «han ido por él y le han doblado la mano», dijo uno de sus seguidores. Las dos corrientes mencionadas en el segundo apartado de este comentario se preparaban para un enfrentamiento que ha hecho estragos durante el pontificado del papa Francisco.

Religión líquida para una sociedad líquida

Quienes no habían logrado sus propósitos políticos e ideológicos entre 1978 y el 2013 reaparecieron con más bríos; vieron la ocasión de asestar un golpe demoledor a todo aquello que en silencio y a hurtadillas despreciaban. Deseaban reescribir la historia; para ellos lo que había sucedido durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI era como una pesadilla de horror y estaban obligados a sintonizar con las sensibilidades culturales dominantes, las cuales respondían a lo que Zygmun Bauman denominó características líquidas en obras como Amor líquido (2003), Modernidad líquida (2004), Vida líquida (2005) y Tiempos líquidos (2007) donde, en resumen, este autor afirma que vivimos en un mundo en permanente flujo sin delimitaciones claras y sin raíces de ningún tipo, porque estas o han sido pulverizadas, se han debilitado o se han olvidado, sin ser sustituidas por otras. En tales condiciones de vidriosa fragilidad, las personas buscan con ansiedad llenar la vida con nuevas experiencias, pero sin profundizar en ninguna, sin terminar ninguna, sin comprometerse, y entonces se genera el vacío líquido de una vida con infinitos colores e innumerables risas, lágrimas y experiencias inconclusas. En tales condiciones, el diálogo per saecula saeculorum y la ilimitada tolerancia se convierten en mantras de las sensibilidades dominantes, mientras que dialogar con cronograma y fecha de expiración, tomar decisiones y ejecutarlas experimentando incertidumbre y corriendo el riesgo del error, se percibe como algo demasiado fuerte, intolerante y agresivo para sociedades en exceso indefinidas y líquidas. Tales son las tesis de Zuygmun Bauman.

Quienes se habían opuesto a Juan Pablo II y a Benedicto XVI optaron por reintroducir, un tanto modificadas, las narrativas que les eran comunes hacia finales de los setenta y durante los ochenta, al tiempo que adoptaron como propio el lenguaje crítico frente al pérfido neoliberalismo, del mismo modo que lo hacían (y hacen) los herederos de aquellas dictaduras europeas de los setentas y ochentas que tanto les seducían. Así, produjeron un tipo de religión versátil, adaptable, líquida, entregada al activismo político y social, pero avergonzada de sus raíces, de su peculiaridad y de su historia. En la acera de enfrente se apretujó el ultra conservatismo, bajo un irrestricto apego a las raíces, pero también con una completa insensibilidad y rigidez respecto a las características positivas y liberadoras del mundo moderno. Walter Kasper resume esta situación cuando declara que el actual papa no satisface ni a unos ni a otros (ni a la progresía ni al conservatismo).

La pandemia, la crisis sistémica y el cambio de época

Entre estos dos extremos se sitúa Jorge Mario Bergoglio, que a veces parece coincidir con uno y, a veces, con otro, como si de una veleta se tratara. Zarandeado en medio del fragor de las guerras intestinas, Bergoglio tiene muchas caras. Él es una persona víctima, cómplice y espejo de una circunstancia histórica ambigua y confusa ¿Cuál es la norma o medida de la religión de Bergoglio y del Vaticano? ¿Lo es, acaso, el espíritu líquido, adaptable a cualquier circunstancia y a cualquier idea y práctica? ¿Lo es el rigorismo tradicionalista insensible a los méritos de la modernidad científica, tecnológica y humanista? ¿Lo es una o varias agendas globales de naturaleza política y económica de las cuales Bergoglio se considera abanderado y promotor? ¿Quién es la medida de las creencias del actual Jorge Mario Bergoglio y del Vaticano?

Responder estas preguntas es clave para el actual papa, hacerlo no es fácil, y menos en un contexto de crisis sistémica (sanitaria, económica, política y social) que incluye a todos los imperios actuales (EE. UU., China, Rusia) y a proyectos político-económicos y sociales que añoran ser imperios (Unión Europea). Francisco y el poder desacreditado que representa no parecen estar en condiciones de responder; la institución que gestionan se encuentra atrapada en divisiones internas, la capacidad de análisis parece disminuida y los secretos que atesora deambulan en los pasillos de las naciones imperiales. Al Vaticano le tienen tomado por el cuello porque le conocen sus laberintos más oscuros y es probable que le amenacen con hacerlos públicos. Lo que en la actualidad vemos, y de lo que somos partícipes, no es una época de cambios, sino un cambio de época y, en este marco, las actuales autoridades vaticanas, herederas de una historia con muchas luces y muchas sombras, no están a la altura de las circunstancias.

Poliedro de infinitos rostros

En la estrategia de Jorge Mario Bergoglio no es prioridad enfrentar a la sociedad líquida que refiere el filósofo Bauman, todo lo contrario, busca con denodado entusiasmo hacerse asimilable a esa sociedad y muchas de sus declaraciones lo evidencian. Se dice que el interés del papa actual es la crítica a la desigualdad, al capitalismo, al liberalismo, al poder desenfrenado del dinero, a la injusticia de las migraciones, al cambio climático y otros temas correlacionados, pero si esto es así, entonces es básico exigirle a Francisco mucha más rigurosidad, coherencia y profundidad en sus declaraciones y análisis. Si habla sobre estos temas que lo haga con propiedad y no con generalizaciones sentimentalistas que nada dicen y a nada comprometen.

A Bergoglio, por ejemplo, conviene recordarle que existen distintos tipos de liberalismo, no son iguales el liberalismo de la Escuela de Friburgo, de la Escuela Austria de Economía, el estadounidense, el latinoamericano o el que sostiene que el Estado mínimo es el Estado más extenso que puede justificarse. También es importante que Bergoglio realice un análisis crítico más pormenorizado de las insuficiencias del anarcocapitalismo, el estatismo, el neoestatismo y de todas las posiciones supuestamente intermedias, reformistas o de centro, socialistas, liberales y ultraliberales, y que se refiera con mayor seriedad a temas como el nacionalismo, el proteccionismo comercial y los populismos de todos los signos ideológicos. Si quiere hablar de estos asuntos que lo haga con profundidad y rigurosidad técnica, pero no con seudo-poesía.

Ejemplo elocuente de la confusión presente en las declaraciones de Bergoglio sobre temas sociales, es el hecho de que se declara partidario de la Economía Social de Mercado y al mismo tiempo realiza críticas constantes al neoliberalismo, desconociendo que la Economía Social de Mercado es calificada por sus adversarios como la corriente neoliberal más influyente en Europa y Latinoamérica. No debe aceptarse que un dirigente religioso se exprese de modo tan equívoco sobre estos u otros temas y menos cuando en disciplinas sociales y humanistas abundan los análisis pormenorizados, integrales y profundos. No puede el papa de la «catolicidad», como la llama Bergoglio, sustituir con barbarismos generalistas (Ortega y Gasset) a los filósofos, sociólogos, historiadores, politólogos, economistas y humanistas que llevan décadas analizando estos temas, y tampoco es de recibo que se refiera a esos asuntos como si él fuera un militante de algún partido político, o ¿será que los papas, en realidad, son actores políticos disfrazados de representantes divinos? Algo más concreto se espera del papa y, sobre todo, algo distinto a la realpolitik de los feudos de poder político, ideológico y financiero que pululan y se enseñorean en el mundo.

Donde sí parece existir una continuidad, sobre todo con Benedicto XVI, es en el tema de la reforma interna del catolicismo donde Bergoglio ha mostrado su decisión de enfrentar y corregir —por ahora sin éxito— las envejecidas y anquilosadas estructuras del catolicismo. En esta dirección, por ejemplo, se sitúan sus declaraciones del 22 de diciembre del 2014 cuando afirma que, en la curia vaticana, y en buena parte del catolicismo global, predominan la ausencia de autocrítica, el espíritu de rivalidad y división, las habladurías y murmuraciones, el clericalismo, la divinización de los jefes, el encubrimiento de delitos y la doble vida de quienes corrompen en privado lo que predican en público.

En definitiva, Jorge Mario Bergoglio ha mantenido la narrativa de su predecesor en materia de lucha contra la pederastia y la opacidad de las finanzas vaticanas, pero en el campo de la proyección social y política, de la interacción con el mundo global y de algunos aspectos de la tradición religiosa, su orientación marca una ruptura evidenciada en las muchas divisiones y los innumerables insultos que pululan en las redes electrónicas católicas y en no pocas declaraciones de autoridades religiosas. Esto es algo que debe observarse con sumo cuidado. El catolicismo predica el amor al prójimo, pero muestra in fraganti un grado superlativo de odios entre sus miembros y de odio a quienes no le pertenecen. Es algo que para muchos puede ser inaudito e inconcebible, pero se trata de una inconsistencia que, bien vista la historia, ha sido moneda común durante más de dos mil años. Ahora, mientras escuchamos los estertores del derrumbe, debemos estar atentos para atisbar los contornos religiosos del mundo que viene y que está naciendo con el cambio de época.