A José María Nunes. En el recuerdo siempre.

Un antiguo militante del Partido Comunista Portugués (PCP), José Saramago, escritor que obtendría el Premio Nobel de Literatura en 1998 por el conjunto de su obra —una obra capaz de «volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía»—, plantearía para toda la península ibérica una vieja idea de matriz anarquista: La Unión Federal Ibérica (UFI). Es decir, la unión, bajo una libre confederación, de pueblos, regiones y nacionalidades españolas que, con Portugal, articularían esa nueva realidad susceptible de reforzar los vínculos de todo tipo con el continente americano.

Mas no solo con América se verían reforzados los lazos que, desde el descubrimiento, se mantienen con los pueblos ultramarinos del Nuevo Mundo. Europa misma, que atraviesa por dificultades cada vez mayores en la formulación de su propio diseño continental, recibiría un notable estímulo para profundizar la realización de su destino. Sí, destino; porque nadie puede hurtarse al impulso de construir aquello que la historia, a fuerza de interrogarse, ha decidido. Por supuesto, siempre podemos regresar, pero ese regreso significaría un futuro cargado de litigios, conflictos y enfrentamientos plagados de dolor y sinsentido; una plétora miserable.

La soñada propuesta de Saramago abriría, además, para el conjunto de fuerzas que se reclaman de izquierda, una vía internacionalista capaz de superar viejos antagonismos identitarios. Sobre todo en este delicado momento de la política española, cuando tensiones centrífugas de todo tipo, por parte de distintas nacionalidades, amenazan con dar al traste con un genuino y amplio proyecto de cohesión económica y social. La construcción de miniestados, a imagen y semejanza de los habidos en los Balcanes tras abominables guerras de exterminio, no es la alternativa que exige y reclama nuestro tiempo.

Nuestro tiempo no deja más opción que la de preparar un futuro henchido de esperanza, ante el cual las nuevas generaciones que pugnan por abrirse una perspectiva de vida puedan reconocerse como parte integrante de un proyecto que sea causa de deseo, trabajo y conocimiento del mundo. En este sentido parecen abundar las propuestas que parten de la Unión Europea (UE) ante el desafío que supone la pandemia desatada por el coronavirus. Desaprovechar una ocasión como esta no sería sino una negligencia a la que, como mínimo, cabría calificar de criminal. Porque la ilusión de volver al desarrollo procedente del empleo de energías fósiles, a un modo de producción que solo genera inmensas rentas privadas y creciente indigencia pública, así como la continuidad de una cultura basada en el consumo masivo de bienes inútiles y que gira alrededor de una idea más que caduca (la de un crecimiento que no conoce límite alguno), no es sostenible. Esa ilusión (en verdad un auténtico espejismo) solo puede conducir a toda la humanidad al despeñadero de su propio abismo.

Por supuesto, un reto de esta naturaleza y de tal envergadura exige y demanda tiempo. Pero tiempo es, precisamente, aquello que no tenemos. Contamos con él como si fuéramos dueños del devenir, oculto siempre y, por añadidura, ciego. Conviene recordar, entonces, que solo podemos desplegar la potencia del tiempo cuando emprendemos un proyecto capaz de liberar profundos anhelos; aspiraciones que, para su satisfacción, habrán de conectar con una necesidad auténtica, no domesticada ni dirigida por las hábiles manos de esa astuta zorra llamada «mercadotecnia».

Desplegar un plan tan ambicioso como es el de unir los destinos de España y Portugal liberaría grandes energías creativas; podría acelerar el fin de una crisis que no termina; y facilitaría, asimismo, la formación de grandes eurorregiones que activarían de forma extraordinaria el tejido económico, social y cultural de una Unión Europea que no acaba de encontrar el mejor camino para afirmar sus fundamentos y redefinir el fin último de su construcción.

Sabemos (las noticias de cada día así nos lo demuestran) que el neoliberalismo más rampante y los nacionalismos excluyentes forman un «pareja de hecho» que, progresivamente, anula derechos y libertades conquistados a lo largo de la historia con sangre, sudor y lágrimas. Quienes pagamos las consecuencias de este binomio somos la inmensa mayoría de ciudadanos, que, atónitos, asistimos al espectáculo que se nos brinda sin capacidad alguna para desviar el curso de los acontecimientos. Al menos así nos lo hacen creer al tratar de colocarnos, desde la mayoría de los medios de «comunicación», en una pasividad que solo se rompe con el voto emitido cada vez que somos convocados a elecciones. Unas elecciones que repiten cansinamente un mismo esquema: el de renovar unos parlamentos incapaces de reformarse a sí mismos para enfrentar los grandes retos que nos plantea el futuro. Un futuro que espera el acto valiente de una nueva clase política decidida a romper este círculo de incuria, apatía e indolencia.

En política, sin embargo, no hay milagros. O eso que da en llamarse «sociedad civil» (es decir, todos nosotros, los ciudadanos) se moviliza (como ocurrió en España con los movimientos protagonizados por el 15-M), para ir más allá de este momento (en el que solo Caronte aguarda), o repetiremos hasta nuestra extinción como especie el gesto indecente de quien nada hace frente a un peligro inminente.

El día que vivimos es un instante apenas en el devenir del universo, pero ese instante «cuenta». Construye una forma que horada el tiempo más allá del espacio que nos ocupa y habitamos. En esa dimensión, de la que nuestra humana existencia no puede salir, se dirime, aquí y ahora, nuestro sino y el signo de la fuerza que nos lleva hacia un fin desconocido. Solo la «cualidad» de nuestro esfuerzo, hecha de un sinfín de elementos no del todo comprendidos, nos eleva por encima de nosotros mismos para proyectarnos en otro cosmos venidero. Los trabajos germinan cuando la jornada ha concluido y los hombres, cansados de sí mismos, sueñan con ser «otros» en un mundo distinto. Casi siempre son las generaciones sucesivas las que ven y gozan de los frutos que han transmitido, con tanto afán como renuncia, sus antepasados y es esa sustancia, también, la que forja nuestro deseo.

Ha llegado, pues, la hora del deseo. Deseo que no puede ser sino palabra edificante, arrebato creador y armonía entre iguales. Con esos materiales, millones de ciudadanos españoles y portugueses aspiran a un programa respetuoso con la diversidad cultural de sus distintas nacionalidades y regiones, superador de fronteras estériles, y que dé un audaz paso adelante en las relaciones —problemáticas siempre— entre el Viejo y Nuevo Mundo.

Habrá quien tache esta pretensión de sueño delirante, de aventura carente de razón o de fuga hacia adelante. Tales críticos olvidan, sin embargo, que ya no podemos seguir como si aquí nada sucediera; es decir, con la vana ambición de volver sobre lo ya vivido para reproducirlo sin experimentar ningún desgaste. Un nuevo espíritu se adivina en el firmamento, y, como ya anunciara Juan Larrea —entre poetas anda el juego—, es a nosotros a quienes incumbe rendirse ante él para servirlo o perecer en el páramo amargo de un presente sin fin, sin forma y sin juicio.