La modernidad y la tecnología han acabado con nuestros sueños, en el sentido más literal. El hecho es que la duración de las horas que dedicamos a dormir y los tiempos en que lo hacemos, no se corresponden con el ritmo natural al que deberíamos obedecer para mantener la salud y el bienestar.

Lo cierto es que en los países más avanzados, los adultos se marcan como objetivo completar de modo prolongado y de una vez el sueño nocturno, cuyo margen se reduce a menos de siete horas. Por el contrario, las culturas donde no ha llegado la electricidad -como en Kenia o en el desierto de Kalahari- duermen por la noche las mismas siete horas pero por la tarde descansan entre 30 y 60 minutos. Sobre todo en los meses más calurosos del verano.

Mientras, en pleno invierno, las culturas preindustriales se van a dormir dos o tres horas después de la puesta del sol, es decir, sobre las nueve de la noche, acabando su episodio de sueño poco antes del amanecer, siguiendo muy de cerca el ciclo natural. Nada que ver con los registros del hombre moderno: nosotros nos vamos a la cama generalmente después de leer el último email recibido, sobre las doce de la noche, si es que no tenemos que contestar y una vez hemos conseguido desconectar de los problemas que nos persiguen.

Y, por si esto no fuera suficiente, no podemos dormir por la mañana el tiempo que nos falta al irnos tan tarde al mundo de los sueños: la oficina y el trabajo nos necesitan con sus innumerables demandas; del mismo modo, qué añadir sobre la siesta, ese lujo y privilegio que sólo se pueden consentir individuos contados o al margen de la vorágine business actual. Todo lo cual contribuye a aumentar todavía más nuestra falta de sueño crónica y perenne.

A pesar de todo lo dicho, la siesta no tiene un origen cultural, sino biológico: todos los humanos, independientemente de su cultura o de su ubicación geográfica, sufren a media tarde un declive genéticamente codificado de su estado de alerta. ¿Quién no ha sufrido un ataque de somnolencia en esa oportuna reunión de negocios que comenzaba a las cuatro de la tarde?

Este breve descenso de la vigilia es lo que se reconoce como necesidad innata para el ser humano de la siesta vespertina; de hecho, esta forma de dormir que incorpora la siesta se practica en distintas culturas de todo el mundo, incluidas las regiones de América del Sur y la Europa mediterránea. Así pues, ¿qué tipo de consecuencias tiene para nuestra salud eliminar dicha siesta?

En este sentido, un equipo de investigadores de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard decidió cuantificar las consecuencias para la salud relacionadas con este tipo de descanso estudiando a más de 23.000 adultos, de 20 a 80 años de edad. Los científicos se centraron en los efectos cardiovasculares, haciendo un seguimiento del grupo durante un período de seis años, a lo largo de los cuales muchos de ellos dejaron de dormir la siesta, obligados por la tónica industrial y empresarial.

El resultado fue devastador: ninguno de los pacientes tenía antecedentes de enfermedad coronaria o accidente cerebrovascular al comienzo del estudio. Sin embargo, en ese período de seis años, aquellos que abandonaron la siesta habitual vieron incrementado el riesgo de muerte por enfermedad cardiovascular en un 37% en comparación con aquellos que mantuvieron las siestas regulares durante el día. El efecto fue especialmente intenso en los trabajadores, donde el riesgo de mortalidad resultante de prescindir de la siesta aumentó en más del 60%.

Queda claro, por tanto, que al abandonar la práctica innata de la siesta, nuestras vidas se acortan. Será por eso que en los enclaves donde se sigue manteniendo como costumbre intacta, las personas tengan casi cuatro veces más probabilidades de llegar a los 90 años que los estadounidenses. Es más, ese ratito de descanso vespertino y natural, junto con una dieta saludable, parecen ser las claves de una larga y óptima vida.