El vocablo procrastinación procede del latín procrastinare, a su vez formado de pro, adelante, y crastinus referente al futuro. Hasta aquí no he hecho ningún descubrimiento, pues esta información la obtuve de Wikipedia y todos pueden verla. Lo que sí he hecho es postergar y posponer decisiones, acciones que involucran personas y hábitos que luego serían traducidos a cambios, sutiles o no, pero definitivamente importantes para mí. Sin importar el ánimo o la energía con la que he llegado a ellas, una vez me toca traducirlas en acción me he visto frente un catálogo de excusas y actividades alternas que solo sirven para dilatar lo decidido. No siempre es así, muchas metas por cumplir han llegado a término, sin embargo, otras que suponen un cambio más substancial, un giro más profundo o un salto a una esfera en la que anhelo estar, pero que desconozco, siguen estacionadas en una esquina de mi misma. Me miran y lo saben todo. Y cada vez la mirada es más difícil de sostener.

Procrastinar es uno de los hábitos favoritos de nuestro tiempo. Quizá lo haya sido siempre, solo que ahora, en medio de tantas agendas, parece ser más notorio optar por «hacernos los locos», como decimos en mi país cuando elegimos a conciencia dejar algo importante para después. Sin embargo, en mi favor y en el de muchos otros que se han sorprendido en el hábito, sea que lo sepan o no, lo que realmente estamos haciendo es manteniéndonos a salvo, aunque esto implique atacarnos. Sí, suena contradictorio, nos estamos protegiendo de la amenaza que representa la decisión aun si realmente queremos llevar a cabo las acciones que hemos postergado, solo que caemos en la trampa que nuestra propia mente nos tiende, porque ella está justo para eso, para cuidarnos y protegernos, pero, ¿de qué?

El miedo a la incertidumbre

Recuerdo el paralelismo que hizo un millonario de quien tuve la oportunidad de escuchar una charla: la mente es un guardaespaldas y hace muy bien su trabajo. Me explico. Usted tiene un vigilante a su servicio durante las 24 horas del día. Un vigilante está para mantenerte seguro ante todo, advertirte amenazas, obstáculos. También hará que cualquier ambiente que frecuentes sea uno amigable, uno donde no te sientas amenazado o en peligro.

Un guardaespaldas nunca te dirá: «¡Hey! Mire qué luna tan hermosa…». No es su trabajo dirigir tu atención hacia lo hermoso y lo bello, no está para eso. Tampoco te dirá: «¿Por qué no entras a ese río a ver qué tal está el agua?» No. El vigilante, primero no reparará en la luna, y en cuanto al río, se asegurará de que ya conozcas sus corrientes y profundidad. Si el río es una absoluta novedad e insistes en nadar un rato, tu vigilante hará todo lo que esté a su alcance para evitar que entres. Te citará uno por uno los riesgos, los sobredimensionará, y puede que mencione algunos de los que no tiene ni evidencia.

En este punto, el rio puede ser cualquier variable que te invite salir de todo lo que conoces y dominas. Puede ser abandonar una relación que no funciona, dejar ese empleo que ya no te satisface, no frecuentar más ese grupo de amigos en el que sientes que no encajas, aprender el oficio que siempre llamó tu atención, matricularte en esa clase de baile aunque no tengas pareja, o mirar de frente a esa persona y decirle de una y por todas lo que sientes.

Es justo lo que hace la mente. Ella se mantiene cómoda con ambientes familiares, conocidos, con riesgos calculados, previstos, apenas se permite un margen de novedad. Este límite varía de persona en persona. Podría poner muchos ejemplos de ellos, pero cada quien conoce los suyos, y aún sin conocerlos, te aseguro que tu mente hace la tarea, mucho más si está aburrida.

Y no se trata de que te pienses incapaz de lograr metas, muchas veces es solo temor a la incertidumbre. Ya de adultos, la adrenalina que produce lo desconocido aminora, nos convence más la seguridad de poder predecir o suponer qué vendrá. Para el ser humano promedio, la sensación de control de lo por venir es vital, tanto, que puede significar la renuncia al más caro anhelo solo por miedo a algo que no sabemos si pasará, ¡y que quizá nunca ocurra! Yo tengo la costumbre de fabular escenarios de contingencia, tengo varios «por si acaso» en una alacena mental, identifiqué este patrón en mi vida adulta y pude establecer su origen. A raíz de la sucesión de ciertos eventos, me garanticé tranquilidad fabricando respuestas y posibles soluciones a problemas que no estaban ocurriendo. Esto puede ser útil si emprendes un negocio, si inviertes capital en una empresa, pero la vida no se trata de eso.

No puedes estar todo el tiempo calculando resultados, temiendo caer en errores, que pueden no ser más que ensayos de éxito, ni programando cada cosa. Eso no es vivir, es sobrevivir. Tu mente está entrenada para que sobrevivas y si te descubres en esta dinámica, es tiempo de sentarte a charlar con ella, porque de no hacerlo, te pasarás la vida danzando alrededor de una misma llama, un mismo ritual, sin romper esa esfera de habitual que te impide avanzar. Y no, no es cliché.

Por eso postergas, porque te conoces de memoria esa llama, conscientemente o no. Habrá cambiado de color con los años, alguna vez habrá sido más flameante que otras, pero te sabes los tonos, sabes qué tanto alejarte y qué tanto acercarte. Incluso te has atrevido un poco más de lo usual y al rozar el borde te has devuelto. Te has quemado y has sabido qué hacer. Te has creído el cuento de que avanzas cuando simplemente has estado caminando en tu círculo, uno enorme, pero el círculo de siempre. Ir a otra esfera, a otro fuego, lanzarte desde otros precipicios, sin saber si el suelo que recibirá tus expectativas golpeará de lleno a tu ego o tu sensación de seguridad, asusta, pero si no vencemos un miedo, si no nos atrevemos a ir un poco más allá, ¿de qué se trata vivir? ¿Seremos parte de las estadísticas de personas que mueren preguntándose qué habría pasado de haber abandonado ese lugar, de haber buscado a esa persona, de haber hablado sobre eso que nunca se atrevió?

Para mí ya no es secreto. Mientras algo me resulta más retador, más determinación pongo para indagar todas las variables posibles, escarbar dentro de mí qué tanto me importa, e ir a ello. Los plazos razonables son una buena estrategia, dividir una meta en partes manejables, también. Coquetear con lo incierto, retarme un poco, identificar patrones de confort y preguntarme ¿qué tan malo puede ser?

Es menester poner la opinión de los otros donde no estorbe, descubrir tu propio ritmo, saber que no eres la medida de otro, lidiar con el hecho de que no todos confiarán en eso que haces, que pueden llamarte loco, loca, que afirmarán que pierdes el tiempo. Pero nadie más que tú está en tus plantas y en tu piel. Tienes que lanzarte y vencer al único enemigo que juega en contra: tú mismo. Después de todo, si las cosas no salen como esperabas, ya tienes una respuesta que antes no tenías y siempre puedes volver a intentarlo, de eso se trata vivir. Y como me dijo un amigo hace unos días: las cosas siempre lucen peores de lo que realmente son.