De la mano de Gobiernos de ultraderecha y coincidiendo con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, resurgieron en América Latina el neofascismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia y el racismo, tras dos décadas de experiencias progresistas en varios países, que colaboraron para este retorno con su reticencia a realizar cambios estructurales y aferrarse a los preceptos de la democracia burguesa.

En las últimas siete décadas nunca Argentina, Chile y Brasil estuvieron gobernados por la derecha al mismo tiempo. Hoy, en cambio, una derecha elegida por los votos se ha asentado en el poder no solo en estos tres países, sino también en Paraguay, Colombia, Perú, Ecuador y en Centroamérica. Ya no hicieron falta tanques, metralletas, torturas, muertos ni desaparecidos, como hace casi siete décadas atrás.

Pero estas derechas han sido ineficientes al desarrollar el libreto trazado por Washington y apenas logran levantar la mano cuando el guión así lo expresa. Estos Gobiernos — algunos de los cuales reivindican las dictaduras militares y los genocidios — están alineados totalmente con la geopolítica de Trump, EEUU y/o la OTAN, y también con la regresión en los salarios, en las condiciones de empleo y beneficios de los trabajadores y de los sectores de menores recursos, en la privatización de las jubilaciones y pensiones, en la imposición de las políticas del Fondo Monetario Internacional (shock y endeudamiento condicionante de futuro).

La percepción insertada en los imaginarios colectivos de que mesiánicos candidatos ajenos a la política pueden combatir la corrupción y la inseguridad –los dos caballitos de batalla electoral de la ultraderecha-, marcan, también, la crisis de la democracia al estilo occidental y cristiano. Me abstengo de usar la clasificación de «derecha populista», pues pareciera tener como fin a hacer olvidar a los grandes movimientos de la región (Cárdenas, Vargas, Perón) y su preocupación por la soberanía de las naciones y la redistribución de la riqueza.

El expansionismo del trumpismo

El sociólogo y filósofo alemán Jürgen Habermas admitía en una conferencia en setiembre pasado (Nuevas perspectivas sobre Europa), que «no logro pensar en ninguna» (perspectiva), al referirse a la descomposición de estilo trumpiano que ocupa hoy el centro del espacio público y desnuda el debilitamiento y agonía del modelo liberal vigente y dominante, que impide la recomposición de los sistemas políticos de representación en todo el mundo.

El histrionismo de personajes como Berlusconi, en su momento, o Trump, ahora, contribuyen a banalizar el impacto de lo que ocurre, pero resulta difícil ocultar la relevancia de una situación global que va más allá de cuestiones episódicas o anecdóticas. La revuelta (seudo)populista de extrema derecha, es global, generalizada y tiene importantes componentes culturales que la dotan de consistencia y estabilidad, señala el politólogo Pedro Chaves.

Algunos analistas quieren interpretar que vivimos eso que Gramsci llamaba «interregno», una situación provisional de cambio en el modelo de dominación hegemónico, pero lo cierto es que este nuevo mundo que se avizora, causado por el asalto ultraneoliberal a los sistemas democráticos, nos horroriza.

Reagan decía que el Estado es el problema y no la solución, Margaret Thatcher, que no existe sociedad sino individuos y que no hay alternativa posible, mientras Occidente vive la falta de competencia entre los partidos políticos dominantes, la pérdida de sustancia de las democracias liberales reducidas a un espectáculo de sucesión entre los partidos mainstream y las puertas giratorias entre lo privado y lo público y viceversa.

Mientras, la inmigración se ha constituido como un elemento central -en un contexto de incertidumbre- y la creciente desigualdad es el fenómeno más reseñable de la crisis y la que explica el modo en el que se han distribuido de manera asimétrica los efectos sociales de la misma.

El ultraderechismo ha conseguido articular una amplia coalición social e ideológica y busca ampliarla, en la búsqueda de reconstruir el sistema político en una perspectiva no liberal, reduciendo la pluralidad política y criminalizando el conflicto social y la discrepancia.

La retórica de Trump y otros fenómenos similares, se articula a partir del desafío a la autoridad del «establishment» e indica que la única fuente de legítima autoridad moral y política proviene del pueblo, sin intermediarios, eliminando cuerpos intermedios (partidos, sindicatos, movimientos sociales e incluso instituciones del Estado): quien está contra mí es enemigo del pueblo.

Se ha enfatizado como elemento común el uso (con noticias falsas y manipulaciones) de las redes sociales y nuevos medios de comunicación online en el desarrollo y difusión de este fenómeno ultraderechista, pero lo cierto es que nada de esto hubiera sido posible sin, por una parte, el desplazamiento hacia la extrema derecha de buena parte de los partidos del sistema, que hoy usan sus discursos confrontacionales y lenguaje del odio, en sus diatribas contra sus enemigos: partidos de la izquierda, sindicatos, y los movimientos sociales, campesinos, populares.

Hay que destacar, asimismo, que sin el papel jugado por medios de comunicación tradicionales en ese desplazamiento del «sentido común» en el ámbito de la derecha. El fenómeno Bannon en EEUU a través del portal Breitbar News, sería incomprensible sin el papel de la cadena Fox y otros medios hegemónicos. Prueba de ello es que el «prestigioso» New York Times reconoció públicamente que envía importantes noticias al Gobierno antes de su publicación, para asegurarse de que los «funcionarios de seguridad nacional» no tengan «preocupaciones».

Ya lo habían denunciado veteranos corresponsales como James Risen: el periódico estadounidense de mayor tirada colabora regularmente con el gobierno de EEUU suprimiendo lo que los altos funcionarios no quieren que se haga público.

Por ejemplo, el 15 de junio, el NYT informó que el Gobierno está intensificando sus ataques cibernéticos a la red eléctrica de Rusia y que «la administración Trump está utilizando a las nuevas autoridades para desplegar los cybertooles de forma más agresiva», como parte de una «guerra fría digital entre Washington y Moscú».

En respuesta al informe, Trump atacó al Times en Twitter y calificó el artículo de «un acto virtual de traición». El NYT respondió a Trump desde su cuenta oficial de Twitter, defendiendo la historia y notando que, de hecho, había sido aprobada por el gobierno antes de ser impresa. «Acusar a la prensa de traición es peligroso (…). Le describimos el artículo al gobierno antes de su publicación. Como se nota en nuestra historia, los propios funcionarios de seguridad nacional del presidente Trump dijeron que no había preocupaciones», agregó el Times.

La autodeclarada «resistencia» neoliberal saltó sobre la acusación de traición de Trump (la Coalición Democrática respondió llamando a Trump «títere de Putin»). Los medios corporativos se volvieron locos ante el «ataque» a su credibilidad. Pero lo que se pasó por alto fue lo más revelador en la declaración del Times: la admisión de una relación simbiótica con el Gobierno, que es, precisamente, lo que hace que alguien pueda ser periodista.

Desestabilización, caos, balcanización

La insistente estrategia del trumpismo es la de fracturar definitivamente el territorio latinoamericano-caribeño incluyendo sus esfuerzos –hoy bastante exitosos- de terminar con los procesos de integración soberanos de la región, como Mercosur, Unasur y la Celac; crear la desestabilización y el caos en cada uno de los países, balcanizar la región, para garantizar el control total de su «patio trasero».

Pero para los latinoamericanos Donald Trump no es un tipo simpático, a quien querer o admirar. Es el prototipo del arrogante, pedante, autoritario multimillonario que le pisa la cabeza a todos para lograr sus objetivos. Es un hombre de temer, es el del garrote. Hoy una idea -autoritaria, disciplinante, invariablemente defensora del empresariado- del «orden» que define la perspectiva de la derecha.

A los principios conservadores de religión, tradición y jerarquía; se suma la defensa del libre mercado, la defenestración de los modelos de integración regional, el control social, la destrucción del estado de bienestar, con el uso permanente de los falsos mensajes desde los medios masivos, llenos de violencia y con la alarma del terrorismo o del comunismo, contra todo aquello que signifique pensar, con fuertes brotes xenofóbicos, homofóbicos, misóginos.

El escritor mexicano Octavio Paz denunciaba que «la derecha no tiene ideas, sino sólo intereses», que muchas veces ni son los propios. Para ser de derecha hoy ni siquiera hay que pensar, sino seguir los dictados de la guerra psicológica y neurológica (de quinta generación) a través de los medios masivos de comunicación y de las llamadas redes digitales: asumir como ciertas (como en cualquier credo) las mentiras y la información que se irradia desde las usinas del pensamiento capitalista y dejarse llevar por la ola.

Pero el resurgimiento de la derecha en Latinoamérica tiene que ver con una derrota política de los gobiernos progresistas de los últimos tres lustros en la región y con su abstención de realizar cambios estructurales en sus países. Pero, sobre todo con una derrota cultural. Ya no se habla –al menos desde el poder- de igualdad, justicia social y de sociedades de derechos, ni del “buen vivir”, de democratización de la comunicación, de democracia participativa.

La guerra cultural del capitalismo actual pretende compensar la desaparición de su gran promesa abstracta de progreso, desarrollo y buen gobierno; y fuerza a aceptar el despojo de la mayoría de las conquistas sociales y políticas logradas; y prevenir o desmontar todas las resistencias y protestas mediante el control social. Y cuando éste no funciona por las buenas, aplican el plan b, su control militar.

Esta guerra cultural se propone que todos, en todas partes acepten el orden que impone el capitalismo como la única manera en que es posible vivir la vida cotidiana, la vida ciudadana y las relaciones internacionales. El imperialismo cultural ha desempeñado un papel fundamental en prevenir e impedir que individuos explotados y alienados respondiesen colectivamente a sus condiciones cada vez más deterioradas. Su mayor victoria no es sólo la obtención de beneficios materiales, sino su conquista del espacio interior de la conciencia a través de los medios de comunicación de masas, primero, y de las llamadas redes digitales.

El conservadurismo cultural latinoamericano argumenta que los valores tradicionales se están perdiendo frente a lo que denominan «ideología de género», una etiqueta vaga donde arrojan todo lo que rechazan: el movimiento feminista, los derechos reproductivos de la mujer, el matrimonio igualitario, que atribuyen a una alianza internacional que incluye a las Naciones Unidas, fundaciones filantrópicas occidentales y organizaciones que operan a nivel nacional con el objetivo de filtrar prácticas extranjeras. Además de comunistas y fundamentalistas árabes, claro.

Imponen sus políticas neoliberales, que acrecienta el desempleo de personal no calificado, calificado y especializado y el surgimiento de la generación que no tiene educación, ni trabajo, ni futuro, mientras se verifica la destrucción o el debilitamiento de las antiguas organizaciones populares y la criminalización de las que representan a los ciudadanos, empleados, trabajadores y campesinos junto a la mutilación política, moral, social, cultural, económica de los partidos políticos, convertidos en meros instrumentos para obtener empleos de elección popular.

La desestructuración intelectual, política y moral es el mayor estrago que causa la guerra financiera del neoliberalismo globalizador del cual Trump es paladín, que lleva a que las protestas y resistencias de la población a fragmentarse en luchas sectoriales y coyunturales. Tampoco existe un movimiento o una articulación internacional, una vanguardia, una solidaridad internacional.

La exaltación del individuo, la fragmentación de las familias y las sociedades, la conversión de los trabajadores en consumidores, y la religión del dios Dinero y sus tarjetas de crédito, que transforma a individuos, empresas y Estados en esclavos de la deuda, son algunos de los efectos del capitalismo cultural y financiero.

El gobierno de Trump, junto a las elites económicas locales, está empeñado en terminar con la política externa independiente de nuestros países y con los procesos de integración, de destruir la memoria histórica de los pueblos, tienen como fin privatizar (entregar a las empresas trasnacionales) los recursos naturales, las empresas estatales y los bancos públicos financieramente rentables, además de vender las tierras a individuos y empresas extranjeros, comprometiendo la producción de alimentos, la soberanía alimentaria y el control sobre las aguas.

Preparando el desembarco ultraderechista

La internacional capitalista, movilizada y generosamente financiada por el movimiento libertario de extrema derecha (libertarians en inglés) que funciona a través de un inmenso conglomerado de fundaciones, institutos, ONGs, centros y sociedades unidos entre sí por hilos poco detectables, entre los que se destaca la Atlas Economic Research Foundation, o la «Red Atlas», que ayudó a alterar el poder político en diversos países como extensión tácita de la política exterior de EEUU.

Los think tanks asociados a la Red Atlas son financiados por el Departamento de Estado y la National Endowment for Democracy (Fundación Nacional para la Democracia – NED), brazo crucial del softpower estadounidense y directamente patrocinada por los hermanos Koch, poderosos billonarios ultraconservadores. Entidades públicas funcionan como centros de operación y despliegue de líneas y fondos como la Fundación Panamericana para el Desarrollo (PADF), Freedom House y la Agencia del Desarrollo Internacional de Estados Unidos (Usaid), que reparten directrices y recursos a la ultraderecha latinoamericana, a cambio de resultados concretos en la guerra asimétrica en la que participan.

La Red Atlas cuenta con 450 fundaciones, ONGs y grupos de reflexión y presión, con un presupuesto operativo de diez millones de dólares, aportados por sus fundaciones «benéficas, sin fines de lucro» asociadas, que apoyaron, entre otras al Movimento Brasil Livre y a organizaciones que participaron de la ofensiva en Argentina, como las fundaciones Creer y Crecer y Pensar, un think tank de Atlas que se incorporó al partido (Propuesta Republicana, PRO) creado por Mauricio Macri; a las fuerzas de oposición en Venezuela y al derechista presidente chileno, Sebastián Piñera.

La Red Atlas tiene trece entidades afiliadas en Brasil, doce en Argentina, once en Chile, ocho en Perú, cinco en México y Costa Rica, cuatro en Uruguay, Venezuela, Bolivia y Guatemala, dos en República Dominicana, Ecuador y El Salvador, y una en Colombia, Panamá, Bahamas, Jamaica y Honduras. La extrema derecha «moderna» es el movimiento libertario que hoy navega con pabellón republicano, y que tiene en la Red Atlas a su principal propulsor en América Latina.

La Administración Trump está repleta de antiguos alumnos de grupos relacionados con Atlas y amigos de la red como Sebastian Gorka, el asesor islamofóbico de contraterrorismo de Trump, la secretaria de Educación Betsy Devos lideró el Acton Institute, un grupo de reflexión de Michigan que desarrollaba argumentos religiosos a favor de las políticas de de ultraderecha, pero la figura principal del entramado es Judy Shelton, economista y miembro principal de la Red Atlas, quien se hizo cargo de la NED, tras ser consejera de la campaña de Trump.

Balcanizar para dominar

La balcanización de Latinoamérica es un rasgo característico de la actual geopolítica en disputa, aunque sus antecedentes vengan desde la época colonial (dividir para reinar), con el genocidio humano y cultural. Washington está forzando a cambiar la lógica de inserción, provocando un reordenamiento geopolítico en Latinoamérica, viraje que será determinante en unos años cuando se visualice mejor cómo la región se transforma no sólo al interior sino también en su relación con el exterior.

El gobierno de Trump usa todas las armas de una guerra híbrida y multidimensional, que van desde la amenaza de intervención armada, pasando por una guerra psicológica permanente por medios masivos de comunicación trasnacionales y las llamadas redes digitales, hasta el chantaje de condicionar préstamos crediticios de los organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo al seguimiento estrictos de sus deseos políticos.

Como botón de prueba, el vicepresidente Mike Pence presionó al mandatario ecuatoriano Lenín Moreno para atacar a Venezuela; acabar con la integración sudamericana, y entregar al fundador de WikiLeaks Julian Assange, a cambio de un mísero préstamo del Fondo Monetario Internacional.

Hoy Washington trabaja en la balcanización de Venezuela. Intenta desmembrar a los estados fronterizos de Táchira y/o Zulia de Venezuela para formar una nueva republiqueta. No se puede olvidar que Panamá era territorio de Colombia y que Estados Unidos desmembró ese territorio en 1903 para formar una nueva República. La teoría de la balcanización sigue estando presente en la mente del imperio.

Los planes y estrategias de balcanización están en el menú de opciones de la guerra híbrida y multidireccional de Estados Unidos. Por ello, las próximas elecciones en Uruguay, Argentina y Bolivia son fundamentales para, al menos, ponerle coto a la política imperial estadounidense.