El arte de un país donde se inhibe la manifestación creativa porque es crítica de un poder que engendra desesperanza, cierne un manto de tinieblas (contradicciones, incertidumbre, luto) sobre el pueblo, pero dicho arte encuentra cajas de resonancia en otros países. Este es el caso de Nicaragua, tal y como ocurrió hace cincuenta años, esas voces de disenso se vuelven a advertir, pero hoy son pronunciadas desde posiciones contrarias. Reviven los lenguajes duros, corrosivos, espinosos, pues no pueden pronunciarse palabras amables cuando se habla de represión y muerte, en una lucha desigual, en tanto en ese país la policía arremete con armamento bélico-militar, y al pueblo solo le quedan las piedras, y sus corazones henchidos de patriotismo.

Las cajas de resonancias son espacios diédricos, con sus planos apuntándose a sí mismos para ampliar o multiplicar los contenidos. En esta ocasión me referiré a la instalación Los muertos que nunca mueren de Marcos Agudelo en Pila de la Melaza del MADC, 2019; la acción de la SBB en Sala 2 del MADC, 2018; los performances Nichos de Illimani de los Andes y Alexander Chaves en el parque de La Merced, y Milagro de Dios en Casa Canibal, 2019; además el libro Zona de Turbulencia de Raúl Quintanilla Armijo, recién publicado por Teorética en este 2019. Son manifestaciones que «engalillan» un grito estridente para ser receptados, apuntando a la capacidad del arte contemporáneo de concientizar en tanto es un instrumento de pensamiento crítico. Todo para rendir homenaje a los muertos en esta horda represiva, la cual detonó en abril del 2018.

Los muertos que nunca mueren

En la Pila de la Melaza, Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC), abril 2019, se montó esta instalación del nicaragüense Marcos Agudelo; durante la inauguración, disidentes del gobierno nicaragüense y/o refugiados, se sumaron al público local para originar varios performances, y ahí fueron leídos los nombres de los caídos en un año de revueltas populares.

Agudelo se sirve de dos materiales cuyos signos son contundentes: Piedras, pintadas de rojo, simbolizan los corazones de los caídos en las escaramuzas, hechos de materia dura con capacidad de golpear y romper a quienes impactan, para apoyar los clamores de los estudiantes, madres y padres, sociedad civil que levanta sus voces ante las tácticas opresoras de la estructura en el poder.

La escogencia del material me recuerda un verso del evangelista Lucas (19:40):

«Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarán».

El verso alude al pueblo que la empuña y de ahí la fuerza que conlleva la palabra: la piedra, representan las voces del pueblo, los oprimidos que se defienden con armas hechizas, como el patriarca David empuñó la honda y lanzó una piedra certera a la frente del gigante Goliat, cuando no dejaba de doblegar a su pueblo.

Esos corazones rojos de piedra, redibujan en el espacio de la pila la figura del patriota César Augusto Sandino, símbolo que animó a los nicaragüenses en las luchas revolucionarias de los setenta, derrocando, como se sabe al dictador Somoza. Sin embargo, esas mismas células sandinistas con las que hoy subvierten con perversidad y corrupción, síndrome e imperfección de la condición humana cuando detenta el poder.

El otro material con su propia carga simbólica fueron las velas encendidas, cuya sustancia, el fuego y por ende la luz, animan el espíritu de los caídos recordándolos, para que no mueran nunca en la memoria de la colectividad. El espíritu de la instalación mueve una esperanza, que todo se aclare, como los nublados que persisten sobre aquella sociedad vecina, y que ensombrece su economía, trabajo, salud, educación, cultura y vida cotidiana. Y digo esperanza, en tanto la luz siempre vence a las tinieblas.

La instalación, exhibida en el MADC, forma parte de las actividades previas al Encuentro Nicaragua 1979-2019: de la Revolución a la Insurrección, organizando por el Instituto de Investigaciones Sociales (IIS), de la Universidad de Costa Rica, con un evento principal que se producirá en agosto próximo.

La Somoto Blues Band (SBB) y la alfombra roja

Para la muestra en octubre-noviembre 2018 del nicaragüense Raúl Quintanilla Armijo No Tiene Nombre, en el MADC, (cuyo comentario se publicó en estas páginas de WSImag), fue extendida una alfombra roja a lo largo de la Sala 2, impresa con los nombres de los caídos al momento de la violencia política en Nicaragua, los mismos recordados durante la apertura de la instalación de Agudelo, y signo que aparecerá en otros diedros resonadores de esas pugnas.

Una mujer enmascarada atravesó como un rayo de luz la alfombra, mientras la banda emitía notas discordantes, fijando la atención en la memoria de los muertos, y, para culminar la acción, la enmascarada tomó el micrófono para cantar sus jadeos, palabras irreconocibles que emanaban, no del juicio racional, sino de la emocionalidad y sensibilidad crítica. «Hizo sentir sus jadeos — comenté en la publicación —, pulsión pasional, rotando, restregando su vientre y pechos contra los nombres, deseando escarbar las sangrientas memorias».

Milagro de Dios

La artista Illimani de los Andes, recién presentó otro performance con trescientas balas de hielo, que envolvían pequeñas banderas blanco-azul, y tierra extraída del cementerio Milagro de Dios, colocadas sobre el cuerpo de un hombre postrado en el piso, recordando a los asesinados -en ese momento-, y que fueron enterrados en el panteón popular ubicado en Managua.

Mientras la autora colocaba las balas, en simultáneo se proyectaban videos de los entierros en aquel cementerio, con imágenes de la represión que, desde el año anterior enluta aquel país. Además, refiere a la confrontación provocada por el fallido intento de diálogo nacional, y donde se proclamaron, una vez más, los nombres de las personas fallecidas. Hubo mucho silencio durante la acción, aunque no se dejaron de sentir sollozos y conmoción entre los espectadores.

El cuerpo del muchacho con las trescientas balas quedó tendido en el patio de Casa Caníbal, mientras se derretían y desnudaban las banderas blanco-azul, y la tierra del cementerio, portadora de un corrosivo estigma, quedaba abrazada en el pecho del periodista exiliado quién prestó su cuerpo para realizar ese performance. Cabe explicar que, en el cementerio Milagro de Dios, reposan los cuerpos de la familia calcinada del barrio Carlos Marx, acción cometida en represalias por negarse a encubrir a paramilitares y francotiradores, cuando la tragedia alcanzó a cuatro adultos y dos niños. Ése fue un crimen de lesa humanidad, y el gobierno intenta cambiar la versión de los testimonios con la falsedad panfletaria de «a ese muerto no lo cargo yo».

Nichos

Una vez más Illimani de los Andes, esta vez en coautoría con el nacional Alexander Chaves, presentaron "Nichos", un espacio donde el barro envuelve la tierra traída desde el cementerio popularmente conocido como "Milagro de Dios". La acción consistía en envolver la tierra del cementerio en barro -tierra con tierra-, y colocarla en el parque la Merced, conocido popularmente como El parque de los nicaragüenses, ubicado en el centro de San José, capital de Costa Rica.

Los insumos, barro -agua y tierra-, fueron colocados con cruces rústicas, manipulados por familias migrantes que se encontraban disfrutando de la libertad de un domingo. La acción iniciada por Illimani y Alexander se convirtió en una acción colectiva, con espontaneidad se sumaron niños y personas que de inmediato relacionaron las cruces con las de la Jean Paul Jenie, rotonda ubicada en Managua, convertida en punto de reunión y panteón imaginario que conmemora a los desaparecidos. Cabe agregar que, en esta rotonda, como en toda Nicaragua, están prohibidas las manifestaciones críticas al sistema político político imperante.

El simbolismo de los materiales utilizados en estos performances, como el hielo, las banderas, y tierra del cementerio (o tierrita como la llama Illimani), inyecta detención y recato. Pero durante el recorrido para colocar los nichos en el parque de La Merced, saltaron las voces de muchos testimonios de personas refugiadas, que, a pesar de conocer el contenido de la acción, la tierra de cementerio, respetuosamente decidieron tocarla con las manos, mientras testimoniaban las contingencias sufridas durante la huida de su país, y la dura realidad de que se les impide regresar al lugar donde están enterrados sus familiares.

Zona de Turbulencia

Recién se presentó en San José el libro de Raúl Quintanilla titulado Zona de Turbulencia: Arte de Nicaragua de la Revolución al Neoliberalismo, 2019, publicado por TEORéTica. Suma un diedro más a este espacio de ecos y resonancias acerca del arte nicaragüense contemporáneo, y, aunque en su contenido no se dan los nombres de los caídos durante las reyertas de los auto-convocados desde hace un año, observa de cerca las problemáticas sociales y culturales que han afectado históricamente la patria de Sandino. Pone a tras luz una verdadera radiografía de las situaciones que encienden la realidad del vecino país, escritas con el lenguaje crítico de un intelectual, pero, tal y como se dice en la jerga costarricense, a veces «rajado» -como un terremoto que sacude hasta el mínimo grano de polvo-, develando verdades que no pueden taparse con un dedo.

Escrituras Locales

Posee, el libro, la estructura de las anteriores ediciones de la colección publicada por TEORéTica. El primero fue Crítica Próxima, de Tamara Díaz-Bringas; Certezas Vulnerables: Crónicas de los debates artísticos desde Guatemala, de Rosina Cazali, y Divorcio a la Panameña: Saltos y rupturas en el Arte de Panamá: 1990-2015, de Adrienne Samos. Se componen de un aproximado de diez ensayos que observan aspectos históricos y críticos que pormenorizan la inserción del arte contemporáneo en cada país, su validación y proyección. Culminan con la entrevista del editor Miguel López, a cada uno de los autores, en las cuales indaga sobre los anclajes que requieren profundizarse y ser ventilados con ojeadas acuciosas.

El curador, con el título introductorio de Crear tempestades, explica:

«Los diez textos que componen este libro ofrecen una mirada a las transiciones estéticas y políticas en Nicaragua entre los ochenta y los noventa: entre un período de guerra y de aparente paz, entre los marcos culturales de la revolución sandinistas y las políticas económicas neoliberales».

(López, M. 2019. Teorética. P. 15)

Los textos, como en los libros anteriores, fueron escritos en distintos tiempos y algunos incluso publicados en revistas internacionales o catálogos de exposiciones, todos tendientes a conformar una aureola de (in)formación que catapulta a comprender de mejor manera la situación del arte centroamericano, sumido en distintas crisis, oportunidades o hasta ataques del poder hegemónico de siempre.

En uno de los textos, Sobreviviendo a la “Democracia en la periferia del Culo del Diablo”, (2002. P.167) el autor traza un recuento de los artistas de mayor visibilidad, que aportan a los lenguajes actuales en su país, y, escribe un texto muy elocuente acerca de la obra de Patricia Belli, presentándola como a una de las artistas más destacada en las últimas décadas en el arte de su país, no solo por sus sensibles abordajes acerca de la sexualidad y feminidad, sino con agudas percepciones sociales.

Para cerrar con esta aproximación e identificar esas resonancias que cuajan fuera del ámbito observado: El arte contemporáneo nicaragüense, cito de nuevo el texto de Quintanilla en el ensayo Los Noventas en Nicaragua, pues no solo retrata la realidad nica sino la de la misma Costa Rica, cuando impera hoy una magdonalización de la cultura, dice:

«Las nuevas administraciones culturales de los gobiernos neoliberales, caracterizados básicamente por su filisteísmo y su perenne tendencia a la banalización y trivialización de la cultura, han logrado cooptar y mediatizar, por medio de prebendas y reconocimientos, a las diferentes organizaciones artísticas».

(Quintanilla, 2019. P. 126).

Aprovecho entonces los ecos de estas resonancias en tanto en este país, Costa Rica, abunda la mediatización del «combo» de la cultura, decorando con luces, proyecciones, y diversión, para atraer las capas poblacionales más jóvenes y al turismo, pues parece que a esos grupos solo quieren ver, no pensar, llegan a los museos a divertirse, por ello se aflojan las exigencias de la museografía y la curaduría, y así calzar en la oferta del «combo de museos».