Si bien resulta imposible anticipar, de verdad, lo que podría suceder en Venezuela, hay nuevos hechos y reacciones que ofrecen un escenario diferente. Lamentablemente, cualquier proyección realista pasa por una sola condicionante: que el régimen de Maduro termine. Aunque parezca simple enunciarla, tal vez es la condición más difícil, y los caminos o alternativas para que suceda son impredecibles y peligrosos, cuando dicho régimen controla todo y no da señales de modificar sus políticas, ni de abandonar el poder.

No obstante, los hechos se han precipitado, justo a los 20 años del chavismo y en una fecha enormemente significativa: cuando hace más de sesenta los venezolanos supieron poner fin a la tiranía de Pérez Giménez. Juan Guaidó ha juramentado como presidente encargado de la República Bolivariana de Venezuela, amparado en su cargo de presidente de la Asamblea Nacional elegida democráticamente y, sobre todo, en la ciudadanía contraria al Gobierno de Nicolás Maduro, que ha sido convocada a manifestarse masivamente en las calles.

No es como se le ha etiquetado, con la clara intensión de calificarla ilegal, una autodesignación. Asume de conformidad al único órgano democráticamente elegido en el país, la Asamblea, que declaró la usurpación del cargo presidencial por Maduro en las irregulares elecciones de su nuevo período en mayo del año pasado, y en consecuencia, debe asumir el presidente de dicho órgano, de conformidad a la Constitución vigente.

Estos hechos han traído como consecuencia exterior, el que ha crecido el reconocimiento a Guaidó y su mandato por variados países, comenzando por Estados Unidos y el inequívoco apoyo del presidente Trump; así como de los integrantes del llamado Grupo de Lima, con Chile entre ellos; el secretario general de la OEA; y varios otros más fuera de la región, que han encontrado el momento esperado y la manera de expresar, con posiciones concretas, el repudio largamente evidenciado al régimen de Maduro, considerado ilegítimo. La tan fragmentada oposición, ahora tiene una figura que apoyar, y que reemplaza a otras tradicionales, como López o Capriles, que no han figurado en primera línea en esta oportunidad, por estar presos o amenazados.

Sin embargo, estos pronunciamientos no son unánimes, ya que varios otros países como Turquía, Siria, Irán (los menos democráticos), y potencias como Rusia o China, mantienen vigente el apoyo a Maduro, ya que hay múltiples intereses, y desde hace largo tiempo, por los que se benefician de contratos con dicho régimen y, por cierto, con su petróleo. Todo lo cual, da una dimensión de Guerra Fría que se creía superada. Ha sucedido recientemente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y los vetos que lo han paralizado.

Lo grave es saber si Venezuela y su evidente fracaso resulta un escenario válido para una confrontación entre las mayores potencias. Nada parece justificarla, salvo que no sea más que otra causa de aprovechamiento de un enfrentamiento no bélico, donde actuando indirectamente, se manifiestan tantas divergencias y desencuentros de Rusia y China, con los Estados Unidos de Trump. A sabiendas de que ninguno llegaría a materializar un desembarco bélico en tierras venezolanas. O mejor dicho, el que hasta ahora no está en los planes de nadie, salvo de que el propio régimen de Maduro, con su delirante torpeza habitual, lo provoque, dentro de las horas dadas como ultimátum para que dejen el país, o expulsando por la fuerza a los representantes diplomáticos que todavía residen en Venezuela, pero que ya no lo reconocen, sino a su oponente.

Queda claro que por parte de Cuba, Nicaragua o Bolivia, son solidarios convencidos, pues lo que suceda en Venezuela podría ser un ejemplo muy incómodo a sus regímenes similares. México se refugia en su teoría de no intervención, la doctrina Estrada, de comienzos del siglo XX, aunque pierda oportunidad y legitimidad moral. Vale decir, la comunidad internacional estará seguramente dividida entre contrarios decididos y respaldos ideológicos o interesados, para que todo o nada, cambie en Venezuela. Lo mismo será válido para las decisiones de política exterior que adopte el proclamado presidente encargado, como nombramiento de representantes, o viajes al exterior, y a organismo internacionales, si pudiere efectuarlos.

Tampoco está claro, cómo las normas internacionales podrían prevalecer, dentro de sus variadas teorías y prácticas diplomáticas aplicables, al reconocimiento de Gobiernos, como son las otras, como la Estrada, varias veces invocadas en nuestra región. Resultan largamente superadas en esta oportunidad.

Lamentablemente, no estamos dentro de un caso sólo jurídico internacional, como tampoco exclusivamente institucional venezolano y de su propia Constitución, la chavista de 1999. El posible derecho aplicable ha servido de base a argumentos a favor o en contra, demasiadas veces, y con muy distintas interpretaciones y acusaciones mutuas de ser violado. Si observamos con realismo, la juridicidad constitucional de Venezuela, ya no permite encontrar una vía clara ante la crisis, de tanto que ha sido tergiversada y manipulada por todos los sectores. Menos en el funcionamiento de la legalidad interior, con una Asamblea Nacional apoyada por el Supremo Tribunal de Justicia, el cual ha sido suplantado y controlado por otro, bajo el Poder Ejecutivo.

Estamos, por lo tanto, frente a un caso internacional de gran magnitud, donde sólo caben posicionamientos políticos o ideologizados. Ellos marcarán las decisiones de los países, por sobre toda otra consideración, o por encima de las argumentaciones legales, que probablemente serán citadas, aunque en definitiva, no serán determinantes.

Ya Maduro ha roto relaciones con Estados Unidos y lo acusa de buscar su derrocamiento, mediante un golpe de Estado. En su clásica retórica, también ha denunciado a Colombia, y ciertamente vendrán otras acusaciones similares y rupturas de relaciones con quienes no lo reconocen. Es de esperar que no encuentre con algún vecino, un diferendo exterior que busque la unidad perdida, iniciando hostilidades o episodios fronterizos.

Resulta absolutamente imposible anticipar cómo evolucionarán los hechos al interior de país. El peligro está en que esta polarización ha dividido al pueblo en bandos irreconciliables. Lo grave es que tal división podría derivar en una confrontación violenta. De suceder, y no es una probabilidad meramente hipotética, sería en condiciones de total desequilibrio. Las armas y la fuerza están en poder de los militares afines al régimen, y de la Guardia Nacional, transformada en fuerza pretoriana encargada de proteger a Nicolás Maduro y las autoridades por él designadas, con todos los privilegios que garanticen su fidelidad.

Por lo tanto, con una situación donde cada posicionamiento de ambas partes será seguida por una reacción de la otra, dentro de un clima de enfrentamiento bastante generalizado, resulta impredecible, y lo que es más preocupante, sin que se pueda visualizar algún entendimiento negociado, o una salida que logre preservar la integridad física de Maduro o de Guaidó. Por el contrario, la lógica sólo permite prever, y ojalá no fuera así, que el que posee la fuerza de las armas buscará imponerse al otro, encarcelándolo y reduciendo sus posibilidades, y no hay otro que el Gobierno que la posea. De no hacerlo, quiere decir que ya no tiene el control necesario y debería dejar el poder.

En opiniones pasadas he subrayado que el régimen de Maduro, por sobre los discursos incendiarios y la consabida palabrería revolucionaria que siembre emplea, ya no dispone de un plan para una gobernabilidad fracasada, o la recuperación de una crisis general con miras al futuro. Todo indica que sólo busca mantenerse en el poder por supervivencia, y de cualquier manera. Para todos, en lo exterior y en lo interno, hay un tiempo de alta turbulencia que ha llegado, y es decisivo.