El 20 de noviembre de 1805, se estrenó la ópera Fidelio o el amor conyugal (Fidelio oder die eheliche Liebe) en el Theater an der Wien, en Viena, Austria. Fue la única ópera del compositor alemán Ludwig van Beethoven, y quienes la conocemos podríamos afirmar que fue escrita para nuestros días, a pesar del laberíntico recorrido que ha tenido el desarrollo musical desde entonces. No es quizá la mejor de sus obras, pero eso no importa, pues su mayor valor no reside en el dominio de género o la fluidez del argumento, sino en su carácter impugnador (e inmarcesible) contra la corrupción social. Toda la belleza de su música está dirigida a contarnos cómo sería un mundo donde imperara la justicia, la hermandad, y la fidelidad, aunque solo sean anhelos dentro de la imperfección humana.

Nuestro contingencialidad está plagada del culto a lo transitorio y caprichoso, y esto en muchos casos nos lleva asimismo a un culto a la «cáscara de la realidad», en detrimento de su esencia, reemplazando subsecuentemente grandes y profundos valores como el amor y la fidelidad por variantes temporales y relativizadas, que se ajusten a nuestras necesidades egoístas del momento. Fidelio o el amor conyugal, en ese sentido, parece no estar acorde a las necesidades egoístas de la sociedad actual y, al mismo tiempo, su construcción sobre valores imperecederos, como deberían ser siempre el amor y la fidelidad, lo mismo que la hermandad y la justicia, apela a una suerte de «código genético», connatural a toda debilidad humana.

Y así nos preguntamos, ¿quién fue ese alemán llamado Beethoven? ¿Qué lo llevó a componer Fidelio? ¿Cuál era el paisaje sonoro en el que vivía? ¿Por qué amor conyugal, si nunca se casó? Estas y miles de preguntas más nos invaden de golpe. La mayoría permanecerán para nosotros sin respuesta, pero podemos después de todo preguntarnos algo más sencillo: ¿es verdad que Fidelio tiene algo que decirnos en nuestros días? Para discernir al respecto, empezaremos con la influencia napoleónica, y curiosamente tenemos algunos elementos de la época (no muchos) que nos pueden ayudar a iniciar el camino. Uno de ellos es de lo más íntimo y sutil, y nos ubica en una ciudad bautizada inicialmente por los romanos como Colonia Claudia Ara Agrippinensium. Este elemento resulta ser además una especie de «vínculo secreto», no solamente entre nuestro presente y el de Beethoven, sino entre Beethoven y su círculo social.

De repente caminamos a lo largo de la calle Obenmarspforten en dirección a la catedral de Colonia e intencionadamente nos detenemos en una esquina muy particular. A nuestra derecha, cruzando la estrecha calle, están las excavaciones arqueológicas del antiguo barrio judío, que datan de la época de los primeros romanos en Alemania. Más allá se alza un bonito edificio, el antiguo Palacio del Ayuntamiento, aunque se trata de una reconstrucción, pues el original fue destruido en los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, que dicho sea de paso, se guiaban teniendo como referencia la catedral, el Dom, como lo llaman los coloneses.

En el costado sur de las excavaciones se haya el Museo Wallraf-Richartz, donde se fabricaba en sus primeros años precisamente el Agua de Colonia (Eau de Cologne), que es lo que hemos venido a buscar, una de sus versiones en particular. Justamente nos hemos detenido en la esquina en donde se levanta otra reconstrucción famosa, la Casa Farina (Farina Haus), que es la histórica de la sede que desde 1723 fuera la fábrica de perfume Johan Maria gegenüber dem Jülichs-Plaz, fundada en 1709. Hoy encontramos allí el Museo del Perfume (Duftmuseum im Farina-Haus) y la fábrica de perfume más antigua del mundo en servicio. Curiosamente, la denominación de la empresa fue empleada durante mucho tiempo en francés: Jean Marie Farina vis-à-vis la Place Juliers depuis 1709, por influencia francesa, y ello implica en este caso a Napoleón Bonaparte en persona, quien fuera admirado inicialmente por Beethoven, cuando aún no se había proclamado emperador…

Pues bien, el emprendedor y visionario perfumero Farina creó La Rouleau d’Eau de Cologne para Napoleón y sus oficiales, que embotelló en un pequeño frasco que podía guardarse fácilmente dentro de las botas militares. Con el paso del tiempo la Casa Farina logró que sus fragancias fueran la preferidas de las Casas Reales, lo mismo que de distinguidos personajes y nobles del mundo entero durante el siglo XVIII, entre ellos Voltaire, Goethe y Mozart.

Beethoven sentía gran admiración hacia Napoleón, cuando este aún era Primer Cónsul, hecho que lo llevó a dedicarle su tercera sinfonía, aunque luego el desencanto sufrido cuando se hizo coronar emperador provocó en él una gran ira, que uno de sus alumnos, Ferndinand Ries, relata de esta manera:

«En aquel momento, Beethoven sentía la más alta estima hacia Napoleón y lo comparaba con los grandes cónsules de la antigua Roma. (…) Yo fui el primero en darle las noticias de que Bonaparte se había declarado emperador, tras lo cual estalló en cólera y exclamó: «¡Así que no es más que un común mortal! Ahora también pisoteará los derechos del hombre y se abandonará únicamente a su ambición. ¡Se ensalzará a sí mismo sobre los demás convirtiéndose en un tirano!». Beethoven fue a la mesa, arrancó la portada, la partió por la mitad y la lanzó al suelo».

Pues bien, nos hemos valido de un perfume creado en Alemania, no muy lejos de la ciudad natal de Beethoven, para llegar hasta Napoleón, digamos que por la puerta trasera. El vínculo es más bien sutilísimo, pero dado que la fórmula del Agua de Colonia es la misma de entonces, podemos aspirar aún hoy uno de los aromas que deleitaban a Napoleón. En el caso de Beethoven, dado que la higiene personal no estaba dentro de sus prioridades, suponemos como poco probable que haya compartido su gusto en perfumes con Napoleón, del que asimismo se sabe que tenía predilección por los baños diarios de agua caliente junto a su querida Josefina. Tal es así, que en una carta le escribe a su amada desde el frente militar: «Regreso mañana en la tarde a París. No te bañes».

Tenemos entonces dos personalidades contrastantes, una amante del poder y la gloria militar y política, y otra que se mantiene fiel a sus valores humanísticos en pos del progreso social dentro de la justicia y la verdad. Sin embargo, si Beethoven no le perdonaba a Napoleón sus «vicios políticos», ¿era él mismo un paradigma a imitar? Era simplemente humano, y como tal, también con muchos defectos, de los que parece ser consciente, y sufre, junto al avance de su sordera. Muchos lo describen como irascible y colérico, pero podía ser sumamente generoso.

Aunque no hay documentos que prueben «más allá de una duda razonable» si Beethoven perteneció activamente a la masonería, sí se dispone de un gran número de cartas, comentarios y biografías, en donde se le asocia con el “Arte Real”, por no mencionar que su círculo social estaba lleno de masones, entre los que se contaban no solamente compositores y poetas coetáneos, sino muchos de sus protectores y editores. Asimismo, las letras de sus canciones se corresponden con los valores que profesa la masonería. No nos detendremos en este aspecto de su vida, al menos por ahora, pero nos es útil otro posible enlace con el masón Napoleón Bonaparte, lo mismo que con su maestro Joseph Haydn, y Wolfgang Amadeus Mozart, a quien igualmente admiraba y le sirvió de modelo e inspiración inicial.

Entre las anécdotas napoleónicas en Alemania, una en especial es muy curiosa, como si nos adelantara el triunfo de Fidelio y el ocaso de Napoleón:

En 1804, Napoleón llega por primera vez a Bonn, y se instala en el Belderbuscher Hof, donde hoy se encuentra la Ópera, con gran prisa por verificar si los muros y la torre de la ciudad eran adecuados para crear una nueva fortificación. Cabalga hasta Kreuzberg y luego en agudo trote alrededor de la ciudad. En la empinada Vogtgasse que lleva al Rin le sobrevino un mal percance: su caballo tropieza en los adoquines y el emperador se precipita hacia adelante. Si uno de los generales no se hubiera apresurado a intervenir rápidamente, hubiera ocurrido un desastre. Apenas vuelto a su silla de montar, Napoleón, todavía pálido, se dirige a su salvador: «¿Puede ser Bonn fortaleza?» El general, sabiendo lo supersticioso que es el corso, le responde: «No, señor, no parece aconsejable».

Los hilos de la trama se cruzan de modo singular, quizá queriéndonos decir algo, pues ese mismo año se estrena la ópera Leonora, del compositor Ferdinando Paer, que a su vez se había basado en el libreto original en francés de Jean-Nicolas Bouilly, y que en 1798 otro compositor, Pierre Gaveaux, había asimismo utilizado para su ópera Léonore, ou l’amour conjugal. Beethoven poseía una partitura de la obra de Paer, pero se decanta por el título Fidelio, que deriva del latín fidelium (fiel), en referencia al nombre que asume Leonora al infiltrarse en la cárcel para salvar a su marido, Florestán, que es prisionero político. Esta fidelidad, sin embargo, parece ir más allá de lo marital, extendiéndose a la justicia y hermandad que se puede leer en el texto de la obra, y en Beethoven constituye acaso el motivo que lo inspiró a componer una ópera. La historia de Leonora es real, y ocurrió en Francia, pero por razones políticas, los acontecimientos se trasladaron a España, concretamente a Sevilla, para evitar la censura francesa. Un motivo más para sospechar de la traición de los ideales que le reclamaba a Napoleón.