“La isla tiene un pasado literario innegable”, pienso mientras reacomodo la sombrilla, de modo que el sol de las tres de la tarde no nos dé de lleno en la cara. Son varios los que sostienen que el setting de La tempestad, última obra de Shakespeare, está influenciado por esta isla. Absolutamente todas las guías de Corfú mencionan a Homero y a los hermanos Durrell. El glosario que gentilmente agregan los editores de Alianza en su edición de Mi familia y otros animales resulta de escaso valor para este viajero. Mi desconocimiento y apatía sobre la fauna es tal que ni aun viviendo los años que estuvo el pequeño Gerry aquí podría algún día llegar a distinguir y reconocer esa cantidad de insectos, aves y crustáceos. A mi favor: creo haber visto un nightjar en alguna de nuestras caminatas. Se lo debo al magnetismo de ciertas palabras; jamás me hubiese acordado de ellos si su nombre vulgar en español no fuese el del simpático chotacabras.

Atravesamos la isla de oeste a este. Buscamos llegar a las playas de Agios Stefanos, pero el día está muy nublado y no invita a pasar toda la tarde allí; además el coche que alquilamos no ofrece muchas garantías a la hora de subir las pronunciadas cuestas que necesitaremos tomar para volver por la carretera principal. Paramos en el pueblo de Kalami a tomar un café y, mientras el cordial empleado nos prepara las bebidas entre bostezo y bostezo, recibo un anacrónico SMS con el título “Bienvenido a Albania” y las correspondientes tarifas de una compañía de teléfonos local. Por la ventana del bar, vemos su inminente geografía al otro lado del mar y comentamos que, accesibilidad al margen, sus costas no deberían envidiarle nada a las griegas o las italianas. Intentamos esbozar algún tipo de conocimiento sobre la historia y actualidad de aquel país, pero nuestra ignorancia nos vence categóricamente. Solo nos acordamos de Adil Hoxha (simpsons.wikia.org mediante), aquel niño espía albanés que va a Springfield gracias a un programa de intercambio escolar.

La influencia veneciana y la cantidad de turistas que hay en la ciudad de Corfú nos recuerdan a Hania, una de las ciudades más populosas de Creta, que visitamos algunos años atrás. Hay mucho para recorrer, indudablemente, pero la multitud y el calor nos alejan pronto de la Ciudad Vieja (tan vieja, la pobre, que aún conserva un negocio de Sergio Tacchini en una de sus calles principales). Volvemos por la línea del mar, desde la Fortaleza Vieja hasta nuestro hotel, a la altura del aeropuerto, y nos asombramos de lo saludables y joviales que se ven todas las personas mayores que nos cruzamos, ya sea caminando al igual que nosotros por Dimokratias, ya sea en el agua o tomando el sol en las miniplayas de la zona. Nunca más irrefutable aquello de que el dinero no hace la felicidad.

Las novelitas policiales que llevo al viaje pronto resultan escasas para los diez días que duran nuestras vacaciones. La vida de playa (si incluye sombrilla) es ideal para cualquier lector, máxime cuando es posible disfrutarla, como es el caso, en temporada baja. La cantidad de páginas que uno lee a diario se multiplica de forma aterradora, diría, cuando se está echado en la arena, con el mar de fondo como playlist. Por eso, la lectura vacacional ha de planificarse con la misma seriedad con la que se deciden otros aspectos cruciales del viaje, como el factor del protector solar que utilizaremos. Me arrepiento de no haberme guardado para este momento El mago, impecable novela de John Fowles, que también transcurre en una isla griega, Spetses (Phraxos en el texto). Lo terminé unas semanas atrás. Me hubiese evitado tener que pasar estos últimos días leyendo la pantalla del teléfono (la prensa griega no resulta atrayente por cuestiones lingüísticas y las revistas del corazón inglesas, alemanas o italianas tampoco, por razones obvias). Estoy mejorando, en consecuencia, mi nivel en el juego de ajedrez que descargué en el apartamento. “Sandwitz, melonis, fress frut, ais cofi ”, repite hasta el hartazgo el simpático vendedor ambulante.

“Los griegos hacen comida honesta”, afirma ella, que de culturas gastronómicas lo sabe todo. El lugar adonde nos dirigimos se llama Jimmy’s, en el austero pueblo de Pelekas, donde llegamos después de más de media hora de caminata en subida. Es nuestro único ejercicio del día y vale la pena: la mente sabe que el esfuerzo físico será bien recompensado. Bien, bien despacito caminamos por la misma carretera que va desde la playa de Pelekas hasta el pueblo. Las fotos paisajísticas no son más que una excusa para detenernos y descansar. Los autos y las motos luchan casi tanto como nosotros para subir, lo cual también es reconfortante, y las pocas casas que atravesamos en el camino nos regalan ese olor a leña recién encendida que a nosotros nos recuerda alguna tarde de verano en algún campo de la provincia de Buenos Aires, allá muy lejos en el espacio y en el tiempo. “No es un homenaje para nosotros, tampoco para los dioses, claro está”, reflexiono y recuerdo que, desde nuestra miopía occidental, todo comenzó en parte aquí, en estos lares. Los pibes que nos atienden no hablan de mitología y sí de los vaivenes de la economía. Al fin y al cabo, siglos de impunidad y corrupción nos enseñaron lo poco que tenía que ver el pobre Pluto con la distribución de la riqueza. Por nuestra mesa ya desfilan cordero, queso feta al horno, camarones saganaki y salsa Tzatziki. Somos felices, mortalmente felices.