Despedirnos del consumo de plástico ya es una realidad. Y, de cara al medio ambiente -a esa dinámica vital a la que tanto debemos y que tanto hemos perjudicado- todo un logro muy digno de aplaudir y recordar. El quitosano ha venido para quedarse como material biodegradable y beneficiar así no solo a los mares y oceános que conforman nuestro planeta -en aguas saladas hay plástico suficente para llenar más de 10.000 camiones- sino para abrir nuevas vías de investigación en el sector industrial y en medicina.

El principal artífice de este descubrimiento que marcará un hito seguro en el desarrollo de la producción masiva actual es doctor en Nanobiotecnología por la Universidad de Barcelona, investigador en Harvard y docente de la Singapore University of Technology and Design: su nombre es Javier Fernández.

Hace tres años, en 2012, el científico estudió exhaustivamente toda clase de caparazones de insectos y crustáceos que ofrece la biblioteca de Zoología de Harvard para establecer las bases de su nueva creación: el shrilk, la combinación exacta entre el quitosano -característica de dichos caparazones- y la fibroína -una proteína de la seda-, que posee una fuerza tal que duplica a la del plástico.

Según los propios términos de Fernández, “a raíz del experimento, recibimos muchas llamadas de empresas interesadas en implantar el material”. De hecho, no hay que olvidar que la industria quiere reducir la dependencia del plástico; sin embargo, surgió un problema con la seda, que “encarecía mucho el proceso para finalidades industriales”, asegura el español.

Así pues, el equipo del investigador se metió de lleno en intentar reducir el coste de ese componente y, finalmente, dio con la fórmula exacta para crear un quitosano -sin seda- que reproduce a la perfección sus características naturales. No obstante, el científico añade que no ha inventado nada nuevo. "Empleamos técnicas de microelectrónica y nanotecnología para diseñar la estructura y las propiedades extraordinarias que posee el quitosano en la naturaleza para poder destinarlo a otras aplicaciones”.

Salvado el principal obstáculo del experimento -la seda- el grupo español ha conseguido que el producto resulte muy económico. “Tradicionalmente, hemos usado el quitosano como un desecho. Es el caso de cabezas y caparazones de gamba recogidos por la industria pesquera que, en su mayoría, van directos a la basura. Además, es un material muy fácil de obtener ya que es el segundo componente orgánico más abundante de la Tierra, por detrás de la celulosa”, agrega Javier Fernández.

Una vez en el laboratorio, el quitosano llega en forma de polvo al que se añade agua y ácido acético para obetener así su disolución. Pero Fernández ofrece más detalles: “lo que queremos conseguir es que el quitosano recupere su estructura y propiedades naturales partiendo de esa disolución. Por tanto, el proceso requiere una segunda fase en la que se evapore la disolución de forma muy controlada”.

Y ahora viene la pregunta oportuna: ¿por qué no se ha empleado antes el quitosano si todos sabemos de los efectos perniciosos del plástico? Lo cierto es que la empresa química DuPont hizo sus primeros “pinitos” con este material a principios del siglo XX y, de hecho, conserva varias patentes. Sin embargo, la fuerza con la que el plástico se arraigó en el mismo periodo eclipsó absolutamente toda investigación relacionada con el quitosano.

No fue hasta los años 70 -década en la que se empezó a tomar conciencia de los materiales biodegradables y sostenibles con el medio ambiente- cuando volvió a tomar su debida importancia el estudio de este tipo de componentes. “Hemos rescatado un material olvidado para tratar de usarlo como lo hace la naturaleza. Además, el quitosano se degrada en el medio ambiente y sabemos que no entorpece el crecimiento de otras especies”, concluye el investigador.

Solo falta que empresarios y gobernantes tomen nota de este avance científico y permitan el inicio de un desarrollo industrial y sanitario empleando materiales económicos que, además, no dejan huella en el medio ambiente, ni en el aire que respiramos, ni en el mar en que nos bañamos y disfrutamos...