Como editor procuro evitar, entre otras cosas, que un te quiero dar mi amor se confunda con un te quiero dar, mi amor, o sea, que una aparente declaración de amor se convierta en consigna de reguetón. Estas son presuntas minucias, pero recuérdese que, según cierta leyenda sobre Carlos V, le salvaron la vida a un condenado a muerte, lo que le confiere una ingrata dignidad a esta labor. Quizá por eso una de mis profesoras de escuela tenía un cartel en que se leía: «Comas lo que comas procura que no sean solo comas, pues si lo que comes son solo comas para siempre comas habrás de comer».
Sí, evidentemente, hay más gajes en el oficio: también compruebo que no haya –tetas, -culos, -vergas o -pollas por ahí sueltos en un renglón aparte. Con artilugios de maquetación, los llevo a reconciliarse con la entidad de la que esporádica, pero silenciosamente se independizaron. Así, no se hablará de -tetas, sino más bien de estetas (más decoroso para unos, más aburrido para otros), como también de artículos, posavergas y cachipollas en vez de -culos, -vergas y -pollas. Por eso en la unión puede estar la paz.
Como filósofo cultivo el meimportaunculismo, una suerte de neocinismo de raigambre barriobajera y de corte existencialista autóctono de Colombia. En momentos más solemnes (de esforzada seriedad), me dedico al estudio de lenguajes formales y sus aplicaciones (lógica matemática, gramáticas generativas, etc.), a la escritura de biografías (La ruta del peregrino), de ensayos (Metafísica, pero no a la ligera) y de artículos (El Dios de los colombianos, Maestro Atehortúa, Metafísica y racismo, Epistemología del mal: Uribe el genio maligno).
Lo cierto es que cada vez más me inclino a pensar que una cosa es la filosofía académica (o la academia de la filosofía) y otra, muy distinta, la filosofía.
Como todero lleno las carencias de la vida práctica que la academia e híper-especialización profesional engendran, pues para una tubería rota, un wáter atascado o una llanta pinchada, episodios prosaicos de la vida cotidiana, no hay validación editorial ni recurso metafísico que provea solución. De esto pude convencerme más cuando vi a cierta persona intentando con tenacidad atornillar un plafón y fracasar rotundamente en ello, siendo alguien capaz, sin embargo, de hablar con soltura, emoción y erudición de Marco Aurelio y sus Meditaciones.
Abrazo la distinción arte/hamparte, brillante contribución de García Villarán.
He aquí mi formulación: hamparte no es sinónimo de arte, por eso rima con robarte al igual que con timarte (la inversa también podría ser cierta, después de todo, en el peor de los casos, F → F = V, por lógica elemental). Si fuese profesor (y lo he sido para desgracia de la profesión) de estética o historia del arte, hablaría del hamparte como en matemáticas se habla de funciones o en el porno del amor carnal en lengua llana.
Hamparte es, por un lado, una suerte de gesta filosófica, lograda por un pintor: la creación de un vocablo para designar una realidad compleja (y cómica) para la que no había una expresión del todo compacta; por otro lado, un punto de partida para una reflexión sobre la naturaleza del arte (como también de sus relaciones con el capitalismo).
En comedia me gustan las actuaciones estelares de parlamentarios, congresistas, ministros y presidentes (según sea el país que sirva de plató): son más naturales, graciosas, y, además, las presentan en televisión pública, por lo que me sale más barato que suscribirme a una plataforma de streaming. Es auténtico humor negro.
Pero también elogio la de Ramón Valdéz, un claro ejemplo de lo que Bresson llamó modèle.