Cuando la marea baja, la tierra revela lo que estaba oculto.

Aparecen huellas, construcciones precarias, huertos en terrazas, caminos endurecidos por el barro, cuerpos en movimiento.

Esa franja intermareal, siempre cambiante, es una figura para pensar otros modos de habitar: móviles, inciertos, resistentes, que escapan a las lógicas dominantes de orden, control y permanencia. Ahí, el horizonte se acerca y deja de ser solo una linea en la distancia.

Una falsa dicotomía en el campo de la arquitectura.

En el panorama actual de la arquitectura, la polarización entre extremos ha producido una falsa dicotomía que, lejos de esclarecer el campo, lo empobrece.

Por un lado, se multiplican las grandes oficinas globalizadas, cuyos proyectos operan con herramientas digitales de alta complejidad, con una presencia consolidada en redes, concursos internacionales y museos, y un lenguaje visual espectacular que tiende a separarse de los contextos concretos. Por otro lado, se constata —con toda su densidad y urgencia— la persistencia planetaria de una arquitectura sin arquitectos: autoconstruida, informal, marginalizada por las narrativas oficiales, pero constitutiva de más del 80% del hábitat humano.

El espacio intermareal: una franja fértil entre opuestos

Sin embargo, entre esos polos aparentemente opuestos existe una franja intermedia que, como las zonas de borde, donde se cruzan las mareas, merece una atención más fina.

Es allí donde emerge la arquitectura intermareal, llamémosla asì: un campo de prácticas situado, discreto pero intenso, desarrollado por múltiples estudios, colectivos y arquitectos que, sin gozar de gran visibilidad mediática ni de presupuestos espectaculares, trabajan con profundidad, sensibilidad y persistencia en territorios concretos.

Lejos del fetichismo de la forma y también de la idealización de lo espontáneo, estas prácticas buscan una resonancia cultural con los lugares en los que se insertan, articulando técnicas, memorias y saberes locales con lenguajes contemporáneos.

No una tercera vía: resistencia y escucha

La arquitectura intermareal no constituye una tercera vía neutral o ecléctica. Más bien, representa una forma específica de resistencia frente a las imposiciones de una geometría de control —aquella que traza mapas, define normativas, genera centralidades abstractas—, y, al mismo tiempo, una manera de evitar la romantización de la precariedad.

Su potencia radica en asumir la complejidad sin simplificarla, en reconocer que proyectar hoy implica negociar: con los habitantes, con los recursos disponibles, con las memorias materiales y afectivas del lugar. Se trata de una arquitectura relacional, atenta a los pliegues del habitar, a las tensiones locales, a los procesos más que a los objetos.

Una actitud más que un estilo

Esta condición intermareal no es nueva. Podríamos rastrear sus huellas en ciertas arquitecturas vernáculas —no como forma congelada, sino como saber situado, como lenguaje adaptativo— o en movimientos modernos que supieron leer críticamente su contexto.

Pero lo que define lo intermareal hoy no es un estilo ni una estética fija, sino una actitud. Se trata de establecer una complicidad discreta con el territorio, una capacidad de leer lo que persiste bajo las transformaciones.

No se busca imitar lo tradicional, sino traducirlo críticamente. No se trata de volver al pasado, sino de conversar con él desde el presente.

En los años ‘70, el arquitecto chileno Cristián Fernández Cox propuso el concepto de “Modernidad Apropiada” como una forma de reflexión sobre la arquitectura en América Latina. Noción que tuvo el mérito de abrir un espacio de pensamiento desde el sur, reconociendo que los modelos hegemónicos no bastaban para responder a las condiciones concretas del continente.

Desde la “Modernidad Apropiada” se propone una relectura crítica de la modernidad desde una perspectiva situada, que busca adaptar los principios modernos a los contextos locales, culturales y naturales específicos. Un concepto que cuestiona la imposición de modelos universales y rígidos, proponiendo en cambio una modernidad flexible, plural y dialogante con las tradiciones y particularidades territoriales.

Ofrece un marco teórico para comprender cómo las formas de habitar y las arquitecturas que escapan a las normas hegemónicas pueden ser legítimamente parte del proyecto moderno. Justamente, lo intermareal. Pero también el “Regionalismo Crítico”, formulado por Kenneth Frampton, propone una respuesta a la homogeneización cultural y arquitectónica derivada de la globalización y el internacionalismo moderno. Frampton aboga por una arquitectura que dialogue profundamente con las condiciones locales —clima, topografía, cultura y materiales— para generar obras situadas y significativas.

La arquitectura intermareal encarna esta lógica en un contexto particular: el territorio mutable de aquellas zonas intermareales del espacio habitado urbano y suburbano, donde las mareas culturales condicionan no solo la construcción sino también las formas de habitar y la relación simbólica con el entorno.

Desde esta perspectiva, la arquitectura intermareal es una expresión viva del “Regionalismo Crítico” al desafiar las geometrías rígidas y valorar modos de habitar que han quedado al margen del canon patrimonial tradicional.

Chiloé: una experiencia intermareal persistente

La experiencia de Chiloé puede constituir una referencia de esta manera de operar.

En un territorio donde la arquitectura de madera —con sus iglesias, palafitos y casas techadas con tejuelas— ha sido históricamente el resultado de adaptaciones sucesivas, hemos intentado construir una relación activa con esa herencia.

Desde los años setenta, cuando éramos cuatro o cinco arquitectos en la isla, y creamos el Taller Puertazul como forma de respuesta colectiva, comprendimos que no se trataba de conservar formalmente el pasado, sino de involucrarse críticamente con él.

Las arquitecturas chilotas, que ya eran traducciones de modelos europeos reinterpretados por las técnicas, los climas y las formas de vida del sur austral, nos enseñaron que habitar implica transformar sin romper, proponer sin imponer.

Hoy, con más de ciento cincuenta arquitectos en la isla, esa mirada intermareal ha sido, en gran medida, asumida como una forma legítima y fértil de proyectar.

Arquitecturas que escuchan, traducen y negocian.

Estas arquitecturas no son “vernáculas” en el sentido clásico, ni buscan autenticidades perdidas. Son, más bien, formas de pensamiento encarnadas en la práctica. Saben que la forma no está desligada de las condiciones sociales, ecológicas, materiales, sino que emerge de su fricción.

Comprenden que proyectar no es imponer una geometría pura sobre un fondo caótico, sino negociar desde dentro, desde los pliegues y rugosidades del lugar. En ese sentido, el espacio intermareal dialoga de forma natural con el concepto de degeometría: allí donde las formas proyectadas se ven obligadas a abrirse a lo no previsto, a las pendientes, a los caminos trazados por los cuerpos, a las materialidades disponibles, a los afectos acumulados en el tiempo.

La degeometría como práctica fértil

La degeometría no es desorden. Es un orden otro, que no se rige por los principios abstractos de la modernidad hegemónica, sino por relaciones vividas. Es una manera de pensar el espacio desde la escucha y no desde el mandato; desde la atención a lo que insiste, a lo que escapa, a lo que vibra en la memoria del lugar.

La arquitectura intermareal es, en este sentido, su expresión más concreta: una arquitectura que no teme desbordar los límites del plano, que asume el desfase como parte del proyecto, que se deja afectar.

Arquitecto intermareal

Es aquel que practica la arquitectura en los umbrales móviles entre tierra y agua, norma y excepción, presencia y ausencia. Opera en el vaivén de las mareas —no solo las del mar, sino también las culturales, sociales, climáticas—, reconociendo que el territorio es un cuerpo vivo y cambia.

El arquitecto intermareal no construye desde la certeza, sino desde la escucha y la espera, sabiendo que a veces la tierra aparece solo cuando baja la marea. Su oficio es el de leer señales, cuidar huellas, habilitar recorridos, abrir posibilidades. Trabaja con lo que está y con lo que podría estar, en diálogo con comunidades, memorias, materiales menores y formas de vida que resisten desde los márgenes.

Ensuciarse los zapatos sin culpa

Tal vez uno de los desafíos más urgentes del presente sea visibilizar y fortalecer este campo intermareal, no solo como una alternativa profesional válida, sino como un territorio político, estético y cultural en sí mismo. Un espacio donde la arquitectura no se define por su espectacularidad mediática, sino por su capacidad de implicarse, de resonar, de actuar desde la escucha.

Allí, el proyecto deja de ser una imposición unilateral para convertirse en un acto de traducción situada: una práctica delicada de negociación entre múltiples fuerzas que rara vez se alinean. Instituciones con sus lógicas administrativas; habitantes con sus saberes encarnados; paisajes que hablan en silencio; materiales disponibles, a veces escasos, a veces generosos; memorias sedimentadas que no se pueden medir en planos ni presupuestos; afectos, tensiones, deseos que surgen en el proceso mismo de habitar.

En este campo movedizo, el arquitecto se ve obligado a salir del estudio, a dejar la pantalla, a caminar el terreno, a escuchar con paciencia.

Y al hacerlo —al aceptar la fricción, al demorarse en los detalles invisibles, al ensuciarse los zapatos en sentido literal y simbólico—accede a una dimensión más honda del oficio: aquella en la que el proyecto se vuelve conversación y no discurso; acompañamiento y no intervención.
Ensuciarse los zapatos sin culpa significa asumir que no todo se puede controlar, que hay saberes que no nos pertenecen y decisiones que no dependen solo de nosotros.

Pero también significa ganar libertad: la libertad de no tener que brillar para ser relevantes, de no tener que competir por atención para tener sentido.

La libertad de ser parte, sin necesidad de ser centro.

En ese gesto humilde y potente, la arquitectura recupera su espesor: deja de ser solo forma y se vuelve relación. Y el espacio intermareal, lejos de ser una zona marginal, aparece entonces como el lugar donde esa transformación se vuelve posible.