Bien es sabido que el género femenino no ha sido tratado amablemente por la historia; más bien, esta se ha ensañado contra él en una agotadora batalla en la que siempre ellas acababan perdiendo. A lo largo de los siglos, las mujeres han sido desplazadas a la condición de musas, cuerpos y mentes pasivas destinadas a la contemplación, mientras que la creación artística y su glorificación caían en manos de lo masculino. No se las escuchaba, ni se las exponía; al contrario, se las ignoraba y silenciaba.
En este contexto, el arte en España durante la transición se convirtió en una herramienta para el cambio. La dictadura franquista había impuesto una estructura social basada en la desigualdad, donde la mujer fue desplazada a los espacios de lo doméstico. Pero, a medida que el régimen llegaba a su fin, la efervescencia social comenzó a abrir grietas: en tiempos de guerra, cuando los hombres debían luchar en el frente, ellas tomaron las riendas de la supervivencia. Las mujeres comenzaron a ocupar espacios que tradicionalmente les habían sido negados.
Estas, sin saberlo, estaban plantando la semilla para cambio, apropiándose de lugares que nunca les habían pertenecido.
Durante la Transición Española, la sociedad vivió una transformación radical en términos de libertad de expresión. Este periodo supuso también una apertura para las mujeres en distintos ámbitos, incluido el artístico.
La lucha feminista, que ya había tomado fuerza en otros países desde los años sesenta, comenzó a resonar con fuerza en España: se generaron espacios para la denuncia y el arte se convirtió en una de las herramientas más potentes de resistencia. Colectivos de mujeres artistas surgieron con el fin de reivindicar su presencia, y de desafiar las estructuras patriarcales que aún las mantenían en la sombra. Enormemente influenciadas por los movimientos de arte feminista en Estados Unidos y Europa, las artistas españolas comenzaron a desarrollar un lenguaje propio en el que la performance, el arte conceptual y la exposición pública jugaron un rol esencial.
Este empoderamiento se expandió como la espuma: el arte se convirtió en un conducto para gritar aquello que les habían silenciado durante décadas. Surgieron movimientos de mujeres que desafiaban las el sistema hegemónico, reivindicándose a través de sus lienzos y performances.
Influenciadas por movimientos internacionales como el de las Guerrilla Girls, artistas españolas encontraron en el arte de acción un espacio para la denuncia y la revolución.
Esther Ferrer, una de las grandes figuras del arte feminista español, se convirtió e referente de esta sublevación artística. Su trabajo, profundamente influenciado por la libertad y la necesidad de cuestionar los cimientos de la sociedad actual, desafiaba la mirada patriarcal y rompía con las jerarquías de género. Como ella, muchas otras empezaron a utilizar el arte como una herramienta de lucha, de revalorización y revalidación de sus cuerpos y su identidad. No solo exigían ser reconocidas, sino que también transformaban la concepción misma del arte y del papel de la mujer en él.
Entre sus obras más emblemáticas, Autorretrato en el tiempo destaca como un manifiesto visual de su exploración del cuerpo y del paso del tiempo: a través de una serie de fotografías tomadas a lo largo de los años, la artista desafía la obsesión social con la juventud y la imagen femenina estereotipada.
Su obra rompe con la castiza mirada masculina, que impone cánones inalcanzables, reivindicando así la identidad de la mujer más allá de su apariencia física.
A través de la repetición de su propio rostro a lo largo de los años, la artista juega con la idea del tiempo como un elemento transformador inevitable, y no como un enemigo. Su obra pasa a la historia como una reflexión sobre la construcción de la identidad femenina y la autoaceptación en un mundo que constantemente la mujer se expone al escrutinio y logro de la perfección.
En esta línea, su trabajo guarda paralelismos con las intervenciones de artistas feministas internacionales como Ana Mendieta, quien utilizaba su cuerpo para explorar la memoria y la identidad, o con las ya mencionadas Guerrilla Girls, que denunciaban la exclusión sistemática de las mujeres en el arte. También podemos vincularlas con los conceptos artísticos de virtuosas como Cindy Sherman, cuya obra explora la representación femenina a través de la fotografía y la performance, o con Marina Abramović, cuya exploración del cuerpo como medio de expresión ha sido clave en la evolución del arte de acción.
Estos son los cimientos construidos por aquellas silenciadas y humilladas, a quienes les prohibieron pensar, pero lo hicieron. Son las huellas de un movimiento que no solo exigía un lugar en el arte, sino que también reescribía la historia desde una perspectiva en la que, por fin, la mujer dejaba de ser musa para convertirse en creadora, en artista, en protagonista.
Hoy, el arte feminista sigue siendo un espacio de resistencia y renovación, demostrando que la lucha de aquellas artistas no fue en vano, sino que fue el esbozo de una historia aún por escribir.