La soledad de América Latina.

Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Gabriel Garcáa Márquez , 1982.

En el discurso de aceptación del Premio Nobel, García Márquez hacía hincapié en la utopía y soledad. Dos conceptos que reafirmaba en un alegato contra la desigualdad, los dolores y las esperanzas de América latina. Proclamando el libre albedrío de un pueblo sometido ante la ignorancia y prejuicios con que los miraba el viejo mundo.

Sueños y quimeras que compartieron los dos personajes de esta historia. Una historia universal de dos colombianos de excepción cuyas vidas convergieron a través de sus particulares visiones de este mundo: Leo Matiz y Gabriel García Márquez. Ambos nacieron en Aracataca, génesis del mítico Macondo. Consiguieron ser universales con sus artes, literatura y fotografía. Presenciaron la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela; y triunfaron en México, la patria amplia. Ambos dejaron huella.
Al indagar en la historia, uno no puede dejar de preguntase por qué en un momento dado confluye una situación. Parecemos programados para buscar explicación a todo, cuando realmente nunca sabemos que nos deparará la vida, ni que camino tomaremos la mañana siguiente. Como dijo Isabel Coixet: “Vivimos en un mundo arbitrario, donde vivir o morir sólo depende de un giro del destino”.

Enviado en 1948 por las Naciones Unidas como observador y fotógrafo de los acuerdos de paz del conflicto árabe-israelí bajo la Misión del Conde Bernardotte. Matiz iba en uno de los convoyes, cuando al entrar en la zona judía saliendo de un país árabe, el conde fue ametrallado por un guardia israelí. Ha transcurrido casi un siglo y parece que todavía es hoy. Y en estas, se encontraron nuestros dos protagonistas cuando se conocieron en Venezuela.

Según cuenta el biógrafo de Leo Matiz, el periodista colombiano Miguel Ángel Flores Góngora; allí estaban nuestros dos protagonistas, narrando la caída del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez. Sería el primer periplo personal en el que coincidirían a lo largo de sus vidas. Trabajando para la revista Momento, dirigida por Carlos Ramírez McGregor.
Aquella madrugada del 23 de enero de 1958 cientos de caraqueños se levantaron de la cama para observar desde sus ventanas la huida del general venezolano Marcos Pérez Jiménez. El hasta entonces dictador de Venezuela durante siete años, se fugaba con su familia en el avión presidencial, conocido popularmente como “la vaca sagrada”, rumbo a República Dominicana y años después a España donde sería acogido por Franco.

A las cinco y media de la madrugada, radio Caracas anunció la caída del dictador. Al escuchar esta noticia los ciudadanos se lanzaron a las calles, concentrándose en torno a la Plaza Bolívar. Amas de casa, trabajadores, estudiantes y militantes clandestinos de la oposición corrieron por las calles vitoreando su alegría bajo el ruido de petardos y el repique de los campanarios de las Iglesias.

Una muchedumbre de jóvenes gritando “¡Viva la libertad, abajo la tiranía!” y portando pancartas con la consigna de “Nunca más dictadura”, atacaron con palos, piedras y bombas molotov la sede de la Seguridad Nacional del régimen. Entre el fuego y humo destrozaron oficinas, archivos confidenciales, celdas de tortura y liberaron a los cientos de opositores encarcelados.
Acompañando entre el tumulto a Gabriel García Márquez, iba el reportero gráfico Leo Matiz provisto de un buen número de rollos kodak y tres cámaras Rolleiflex. El fotógrafo se subió sobre uno de los tanques de guerra logrando capturar en extraordinarias escenas visuales la épica urbana de la caída de la dictadura. Horas después, se publicaría la crónica periodística Un Pueblo en la calle, con la editorial de García Márquez ¡Buenos días libertad!, en la portada de la revista Momento.

Fotógrafo y escritor plasmarían con su reportaje el sentimiento de la caída de la dictadura y el nacimiento de la democracia en Venezuela. Las potentes imágenes que captaría Matiz serían descritas magistralmente por García Márquez: “Estas líneas son escritas al amanecer del 23 de enero. No se oye un solo disparo en Caracas. El pueblo recupera la calle. Venezuela, la libertad. La prueba más evidente de que algo grande ha ocurrido esta noche, es que estas líneas pueden escribirse. Este es el primer editorial que escribe la revista Momento desde su fundación”. Contaba el escritor en ¡Buenos días libertad!, acompañado del reportaje gráfico, y seguía: “Esta vez no se trata de un golpe de Estado. Se trata de una conspiración multitudinaria de (…) todas las fuerzas dinámicas de la nación: Pueblo y Ejército…”. Venezuela ya es un país libre.

Escenas vibrantes y emotivas, fotografías del colombiano que se divulgaron también en publicaciones como Paris Match y las agencias internacionales de prensa, narrando sendos reportajes Gabriel García Márquez. Una insurrección que duró treinta horas y en la que según relataron ambos autores vivieron momentos de incertidumbre y drama.

Uno de los minutos de más tensión, aconteció mientras periodistas y reporteros acreditados esperaban en uno de los salones del Palacio de Miraflores para ser informados sobre la constitución del nuevo gobierno. Allí apareció un oficial del Ejército apuntándolos con una metralleta en las manos. Al verlos, se alejó lentamente, encañonó a un taxista que lo llevó al aeropuerto y huyó del país: “Lo único que quedó de él fueron las huellas de barro fresco de sus botas en las alfombras perfectas del salón principal”, relató García Márquez en “Los idus de marzo”, una columna de opinión escrita en El País, en septiembre de 1981.

Yo padecí una especie de deslumbramiento: de un modo confuso, como si una cápsula prohibida se hubiera reventado dentro de mi alma, comprendí que en aquel episodio estaba toda la esencia del poder.

Este pasaje biográfico le serviría años después de inspiración para su obra “El coronel no tiene quien le escriba”. El tiempo en Venezuela, un país que ambos amaron y regresaron, los conectó no sólo con una duradera amistad sino con pasajes históricos que Matiz captó en imágenes memorables. Como la visita de Fidel Castro, el atentado de Rómulo Betancourt o la vigorosa modernización del país petrolero desde los años cincuenta hasta final de la década de los noventa del siglo XX. Unas imágenes de una extraordinaria modernidad visual y estética.

El imaginario de Aracataca, mítico Macondo.

Cuando ingresas al imaginario fotográfico de Leo Matiz descubres a través de su lente una nueva mirada en la obra maestra de la literatura hispanoamericana, Cien años de soledad. Los paisajes captados por Matiz entre finales de los años 30 y 50 en Aracataca, fueron los mismos que nutrieron las grandes ficciones del premio Nobel: Aquel lugar mágico centro del corazón bananero en el trópico, el mítico Macondo.

Fotografías que mostraban un barco encuadrado en el brazo de un ancla, peleas de gallos, personajes bebiendo agua de un charco, el calor de sus rostros, la historia de la explotación del banano, el letargo de las tres de la tarde, los árboles carcomidos por el tiempo y tradiciones que inspiraron los mejores relatos de la literatura colombiana.

Porque Macondo, es a fin de cuentas, un lugar de la imaginación. Como señalaría el biógrafo del escritor, Gerald Martin “Pero cuando regresas a las fotografías de Leo Matiz sientes una proximidad anímica muy fuerte entre sus imágenes y las palabras de García Márquez”.

Años antes, cuando se conocieron en Venezuela, sabían que eran costeños, pero desconocían que los dos eran oriundos del mismo pueblo. Sin embargo, en la década de los setenta el escritor vio por primera vez esas fotos, reconociendo en ellas memorias de su infancia, las historias de su abuela y aquel viaje en tren realizado en 1950 a Aracataca para vender la casa familiar.

Ni mi madre ni yo hubiéramos podido imaginar siquiera que aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí, que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para acabar de contarlo”, escribió el novelista colombiano en sus memorias, Vivir para contarla. “Ahora, con más de setenta y cinco años bien medidos, sé que fue la decisión más importante de cuantas tuve que tomar en mi carrera de escritor. Es decir: en toda mi vida.

Había descubierto el extraordinario valor literario que tenían los años de su niñez, convirtiendo en historias todo el universo de su infancia, como indicaría. Aquella casa de sus abuelos. “Era una casa grande y hospitalaria que había sido comprada por el coronel Nicolás Márquez en 1912, cuando todavía tenía paredes de bahareque y techo de palma como las primeras casas de Macondo en Cien años de soledad”. Matiz a través de su ojo avizor registró escenas de la vida de los trabajadores, de la vida cotidiana, las casas con techo de palma, las bananeras, las petroleras, la gente del mar, los cultivos de cacao. Escenas donde el paisaje del río Magdalena y sus grandes valles describían las condiciones de trabajo de la región que lo vio nacer. Un ejercicio antropológico que realizaría también en Brasil para Reader’s Digest y con el que se anticiparía décadas a trabajos como el de Sebastião Salgado.

Al contrario de lo que algún autor ha reseñado como fotografía documental por sus rasgos distintos a su obra de México, lo cierto es que como el propio Matiz señaló siempre mantuvo un diálogo con la luz, él mismo explicaba que sus fotografías eran como esculturas trabajadas en el laboratorio. Enamorado de la luz de México con la que conseguía fácilmente contornar y precisar las imágenes a través de los contrapicados. La luz del trópico, era difícil, porque no define a los sujetos, ni los contorna, había que tener paciencia, madrugar y observar la calidad de la luz.

La Red o “Pavo real del mar”, 1939, cuyo título se anteponía al realismo mágico, es su más icónica fotografía. Vemos como el pescador lanza su atarraya al cielo, la red se despliega con tal intensidad que hipnotiza. Un único disparo con su Roy Lander de fuelle le valió para capturar aquel instante preciso, enigmático. Imagen que revelaría bajo su cama donde había montado su estudio, y cuya belleza técnica a través de sus registros en sensitometría ya participaba de los sistemas de zonas que elaborarían Fred Archer y Ansel Adams, en 1939-40.

Matiz y García Márquez, no sólo fueron grandes amigos, sino que compartieron amistades según cuentan, tenían hasta el mismo dentista en Barranquilla. Un hombre que llevaba colgado de su cuello un diente que no era de un tiburón ni un trofeo arqueológico sino un colmillo humano y en su mano un viejo libro del tarot cuando visitó Aracataca. Disfrutaron banquetes y comidas en la pensión Sarita en Ciénaga, tertulias en el histórico y desaparecido café El Automático o exposiciones en la galería Matiz en Bogotá.

Ambos triunfaron en México, García Márquez, escribiría allí sus más importantes obras de la literatura que lo llevarían al Nobel, y Leo Matiz considerado el Nobel de la fotografía en Colombia, llegaría a ser calificado en 1949 como uno de los diez fotógrafos más prestigiosos de su tiempo. Su fotografía fue testigo de los acontecimientos más significativos de nuestra historia. Por su lente pasaron grandes figuras históricas como: Frida Kahlo, Diego Rivera, Siqueiros, Orozco, Marc Chagall, Celia Cruz, María Félix, Esther Williams, Luis Buñuel, Fidel Castro o Tina Modotti, entre otros; dejándonos un legado considerado uno de los registros visuales e históricos más importantes del siglo XX en Colombia y Latinoamérica.

Sería en 1995 durante la entrega del premio de la "Orden Caballero de las Artes y las Letras" concebido por el gobierno francés al fotógrafo, cuando Gabriel García Márquez y Leo Matiz se verían por última vez. Aquella soledad de América latina descrita por el Nobel, aquel alegato al amor, la libertad y la felicidad de un continente condenado a cien años de soledad quizás no les había concedido una segunda oportunidad, pero si el testimonio de una obra que quedaría como esperanza para las generaciones venideras, para que nadie vuelva a padecer la soledad. Ambos se fundieron en un inmenso abrazo.