En Colombia existe una banda de punk llamada Odio a Botero. El nombre, de acuerdo a lo dicho por el vocalista René Segura, viene de una canción homónima: «Frenando Botero símbolo nacional / de la mediocridad en Colombia / Me canse de tus obras y de tus esculturas / ¡mediocre de la mierda!». No son los únicos que han criticado el estilo de Fernando Botero, en el texto Botero: la belleza de la indiferencia I de Luis Ospina ―artista, curador y crítico de arte― se puede leer: «Botero, como muchos críticos lo habían advertido —pero como pocos lo escriben ahora—, es un caricaturista al óleo sobre lienzo, o un escultor digno de una franquicia agigantada de Hello Kitty». En mi país escuché, más de una vez, comentarios que seguían la misma línea. No crean que mi intención es criticar la obra de Fernando Botero (1932-2023). Mas bien se trata de presentar múltiples caminos para hablar del legado del pintor colombiano más reconocido a nivel mundial: el de las cifras récord en ventas, el que expuso en los Campos Elíseos, el de la donación a Bogotá y Medellín, el que prohibió la venta de sus cuadros sobre la brutalidad gringa. Botero es un personaje tan voluminoso como sus piezas.

Mi primer referente del artista es el Museo Botero en Bogotá. Uno de mis lugares favoritos de la capital y al que le dediqué un texto entero, publicado años atrás en esta revista. La donación es uno de los sitios turísticos de mi ciudad. Es la posibilidad material de contemplar un Picasso o un Miró sin salir del país; siempre están allí. No tengo el conocimiento para lanzar una crítica artística de la colección, mi juicio siempre se ha basado en la posibilidad de ver obras que me sorprenden o me dan gusto, como El autobús de Broadway en la calle Liberty de Richard Estes. Lejos estoy del texto de Antonio Caballero ―escritor, periodista y caricaturista colombiano― que acompañó la inauguración del museo en cuestión; Caballero va pieza por pieza, repasando lo valioso, o no, que tiene lo donado. Le da duro a Paul Delvaux y a sus Mujeres de vida galante, también a Estes. Nada que cause mella en mí: ver la foto de mi cuadro favorito me emociona. No tengo manera de contradecir la «limpieza casi repugnante» que Caballero le achaca; tampoco me interesa hacerlo.

Ocurre lo mismo con el Terremoto de Popayán de Botero ―otro cuadro de la donación y de mis favoritos―, pintando en esa época llamada «Botero después de Botero», cuando el valor plástico de sus obras es poco mientras el cultural crece, según lo que entendí en el texto de Ospina. La serie sobre la que se dice esto es La violencia en Colombia; por lo leído, sumo también la de Abu Ghraib. No todos llegamos al museo con la mirada pulida del experto: se necesita tiempo, dedicación e interés para ello. Y no es una obligación afilar el ojo. Lo mínimo es abrirlo. Porque con crítica o sin ella, el peso histórico de Botero supera el de todas sus personas voluminosas juntas. Es el artista plástico colombiano que más ha vendido en el exterior, el que no deja dudas sobre el apellido de sus personajes pintados: Botero. Podrán venir análisis posteriores, o quizás ya existan, que muestren algún nombre más influyente en la pintura o la escultura colombiana; esto no niega que todos saben quién es Botero, así no sepan ni papa de español.

Avelina Lésper ―crítica de arte, escritora e historiadora mexicana― considera que el éxito comercial y la construcción de una estética estrictamente personal llevó a la crítica a tildarlo de fácil. Lésper afirma que no lo es, hay una profundidad por descubrir en la deformación del cuerpo propuesta. Yo diría que Botero sí es más ‘amigable’ para un primer acercamiento que un artista abstracto, lo que no niega la posibilidad de encontrar un fondo en la pieza. Tampoco digo que toda obra sea profunda, para saberlo es necesario dedicarle tiempo a la obra ―y ver qué otros juicios hay para ampliar el panorama, diría yo―; hay críticos que lo hacen, otros que se unen a la corriente. Esto me recordó otro artículo que publiqué aquí hace poco: De Mario Mendoza y la literatura comercial. Sobre el escritor colombiano con una gran cantidad de lectores y detractores. ¿Cuántos lo habrán leído?

Nunca fue obligación de Botero pintar o esculpir obras que para la crítica fueran más valiosas desde lo plástico. Quizás él obedecía a ese principio que una maestra de literatura me ha repetido: escriban los libros que quieren encontrar en una librería. Adaptémosla: pinten el cuadro que les gustaría ver expuesto en una galería. Tampoco es una máxima atender a lo importante de nuestros tiempos, a la actualidad. Es maravilloso descubrir lo que piensan grandes plumas y pinceles sobre los tiempos que corren; sin embargo, de tragedias no se puede vivir siempre y quienes se dedican a desnudar los horrores del presente también necesitan el regocijo del gusto por el gusto. Botero podía juntar ambas cosas, como ejemplo está La Apoteosis de Ramón Hoyos, cuadro dedicado al cinco veces campeón de la Vuelta a Colombia. La misma libertad que aplicó Odio a Botero para cantar Odio a Botero. ¿Gancho comercial? Puede que sí, y bien jugado. En un país donde vivir del arte es tan jodido, no me atrevo a juzgar los recursos que músicos, escritores, escultores, cineastas ―y el resto― apliquen para pagar la renta, la comida y los gustos. Luego de la donación, las obras de Botero aumentaron su cotización, porque varias ya no podían adquirirse en subastas. Punto doble.

No faltará la promoción que muchos hagan de él en Medellín y en Colombia. «Lo que pasa es que cada sitio tiene su genio: si uno va a Madrid le lavan a uno el cerebro de que el más grande pintor del mundo es Velázquez, pero si uno va a Ámsterdam le lavan el cerebro que el mejor pintor del mundo es Rembrandt, en Alemania dicen que es Durero, y uno va a Toledo y le dicen el más grande es El Greco. (...) En cada sitio le hablan a uno con tal entusiasmo y tal pasión de la obra de ese artista que es imposible no creer que es el más grande», dijo Botero en una entrevista para la Revista Caras. Espero que suceda, que se pongan la camiseta XXXL. Es un embajador surgido antes de Betty la Fea y Shakira, del Pibe Valderrama y Juan Pablo Montoya; cuando García Márquez era la otra isla colombiana de considerable extensión. Ahora es fácil reconocernos como compatriotas de Falcao, Nairo y Mariana Pajón. Décadas atrás debíamos abrazar con fuerza las voluminosas esculturas boterianas. Suerte que son grandes, para recibir más de un abrazo al tiempo.

Entre las interpretaciones más interesantes que encontré en internet sobre la obra de Botero, está la de un gringo que apreció desde niño a esos gordos porque no tenían problema en encontrar el amor o en ser deseados. El de Medellín dijo que no pintaba gordos, pero para Comeback Jack lo son. El autor no puede controlar lo que se saque de su obra. Y en Colombia siempre hubo algún gordo al que le dijimos Botero por burla. No digo que esté bien, digo que sorprende la imagen mental usada para ofender. Si soy gritón díganme Munch. Las figuras de Fernando Botero se parecen más a los participantes nórdicos del concurso del hombre más fuerte del mundo: los que arrastran coches, les dan vueltas a neumáticos de camiones y levantan piedras esféricas al estilo de Atlas. ¡El poder del volumen! No habrá manera, por un buen rato, de evitar al artista que inspiró estas líneas: por crítica o por elogio; vendrá en unas décadas ―si seguimos aquí― esa frase de «los artistas colombianos han superado a Botero», como referente, claro. También pasará que Odio a Botero devenga en otro homenaje. Criticar obliga a reconocer lo criticado.