Bizantinos. Lugares, símbolos y comunidades de un imperio milenario.

El escritor de viajes, Robert Byron, atribuía la grandeza de Bizancio a su “triple fusión”: un cuerpo romano, una mente griega y un alma oriental, mística. Una unión que los testimonios de la sociedad supieron transmitir a través de los siglos como documenta la esmerada exposición. Transcurridos unos cuarenta años desde la última, esa cita afronta el mundo sugestivo y complejo del Imperio Bizantino: aquel imperio Romano de Oriente, que sobrevivió durante casi diez siglos a la caída de la “pars Occidentis”, cuando el bárbaro Odoacre en el año 476 logró deponer al último emperador de Occidente, Rómolo Augústolo El extraordinario proyecto despliega el tema de las fases históricas sucesivas al Imperio Romano de Occidente, enfocando Nápoles, ciudad bizantina a lo largo de cinco siglos tras la conquista por parte de las armadas de Belisario en 536, y ahondando en Grecia y en la Italia sureña.

Comisariada por Federico Marazzi, de la Universidad de Suor Orsola Benincasa, junto con un grupo de estudiosos italianos de la civilización bizantina, y coordinada por Laura Forte del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, la narración se centra en el mundo bizantino desde la refundación de la antigua Byzantion por parte de Constantino en 330, hasta la toma de Constantinopla con la cuarta cruzada en 1204 (etapa crucial en el proceso de la disolución del imperio), ilustrando la estructura del poder y del Estado, el asentamiento urbano y rural, los intercambios culturales, la religiosidad y las expresiones de la cultura escrita, literaria y administrativa.

Se exhiben más de cuatrocientos hallazgos, del y 57 de los principales museos (33 italianos, 22 griegos y otros vaticanos). Cabe subrayar que gracias al Ministerio Helénico de la Cultura, numerosos vestigios se presentan por vez primera, extraídos de las excavaciones de la línea de metro en Salónica, así como materiales sacados de la línea de metro en Nápoles.

Como explica el director del Museo Arqueológico Nacional de Nápoles, Paolo Giulierini: “Existe una Campania arqueológica tras la caída de Roma y narrar los mil años de este imperio ha sido para este Museo una nueva etapa del recorrido a partir de los Longobardos hacia una completa identidad de nuestro mismo museo. Nápoles bizantina es un tema crucial y para muchos ha sido una sorpresa descubrir un entrelazamiento de destinos entre la ciudad y el imperio, tras el sometimiento de Roma durante seis siglos, la etapa más larga de su historia.

Así como cuando el dominio bizantino de Nápoles evaporó, este ligamen con el imperio jamás se renegó y se transformó en estímulo para tener vivos los contactos con el Mediterráneo, la tensión hacia otros mundos. El Museo Arqueológico de Nápoles se ha demostrado la sede ideal en Italia para esta historia”.

Así pues, esculturas, frescos, vasijas, sellos y monedas, extraordinarios objetos de cerámica y plata, además de esmaltes, gemas valiosas y orfebrerías, además de preciosos elementos arquitectónicos dan cuenta al tiempo de la excelencia de las manufacturas bizantinas. Los Bizantinos: la historia registra un antiguo estado surgido en el oriente mediterráneo, llamado también Imperio Romano de Oriente, creado en 395, tras dividir Teodosio el imperio Romano entre sus hijos Arcadio y Honorio. Comprendía aproximadamente la cuenca del Danubio, el sur de Italia, la península balcánica, el Mediterráneo oriental, Egipto y Asia occidental hasta el Eúfrates y el golfo Pérsico, excepto Arabia. La capital era Bizancio y su primer emperador fue Arcadio. El período de máximo florecimiento se debió al de Justiniano, que con ayuda de sus generales Belisario y Narsés llevó sus dominios hasta la costa levantina española.

A su dinastía siguieron la de Heraclio (610-717), que marcó la orientalización del Estado, y la isaúrica (717- 867). Con los emperadores macedónicos (867-1057), las fronteras se extendieron notablemente, en particular bajo el reinado de Basilio II. Sin embargo, los conflictos religiosos debilitaron el imperio, que en 1054 rompió su unidad religiosa con Roma. Posteriormente, las dinastías de los Comneno y los Ducas debieron afrontar crecientes problemas en el exterior. En 1204 los barones de la cuarta cruzada tomaron Constantinopla con lo que se originó una división: entre el llamado imperio latino y el imperio de Nicea, fundado por Teodoro I Lascaris.

Constantinopla fue recuperada en 1260, pero desde entonces sus soberanos reinaron solo en una parte del antiguo imperio. La dinastía de los Paleólogo (1261-1453) gobernó un imperio cada vez más debilitado, para sucumbir finalmente, ante el ataque de los turcos otomanos, que en 1453 tomaron Constantinopla. Constantino XI Paleólogo, abandonado por toda la Cristiandad, decidió resistir hasta el último momento. Murió en la lucha, y la ciudad cayó en poder del Islam. Este acontecimiento marca tradicionalmente el final de la Edad Media.

En la cultura, el arte bizantino trató de adaptar las formas grecorromanas y orientales ya existentes a la concepción del cristianismo. Su apogeo llegó con el reinado de Justiniano (527-65) y su manifestación más esplendorosa fue la arquitectura, que se caracterizó por el empleo del ladrillo, la cúpula y por la rica ornamentación mural. La iglesia de Santa Sofía en Constatinopla, comenzada en 532, es el modelo vivo de esta arquitectura junto con la de San Vital en Rávena, y la de San Marcos en Venecia. Tuvo gran influencia en los países eslavos y caúcasicos, y con Carlomagno evolucionó en Europa hacia el románico. La escultura se demostró escasa, pues se prefirió el mosaico y las tablas de marfil, mientras que la pintura se caracterizó por la brillantez del colorido y el expresivo, aunque incorrecto, dibujo de las formas.

La literatura utilizó como medio de expresión el griego antiguo y se cultivó la teología, la historia, la jurisprudencia y la filosofía. En filosofía surgió la controversia entre aristotélicos y platónicos y sus ideas defirieron poco de la escolástica occidental. El rito bizantino, practicado por católicos y ortodoxos, se estructuró del IV al X siglo, que dogmáticamente siguió las directrices de los concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia.

La cita napolitana enfoca su mirada en un universo, espejo de todo lo que el Occidente había perdido con la caída del Imperio Romano, que lenta y sucesivamente habría reconquistado.