Montevideo, 1997.

Hay cadáveres que tiemblan, suspiran y se quedan mirando. No a la ley de impunidad.

(Pintada en la calle Madrid, cerca del Palacio Legislativo, Montevideo)

Le llovieron los rostros de los desaparecidos y Ramón no supo qué hacer con ellos. Los mantuvo en su mano, apretada, como si con ese gesto pudiera retenerlos, deshaciendo su sudor en tinta: Graciela, Ignacio, Raúl, María Emilia, Washington… Las expresiones eran muy diferentes. Había gestos melancólicos y otros soñadores, actitudes firmes que parecían atravesadas por la fuerza de las convicciones y otras temerosas, sonrisas deshilvanadas o seductoras; ojos abiertos o semicerrados, miradas que caían y otras que atravesaban el futuro. Nada que hubiera hecho pensar que todas esas caras pudieran etiquetarse con el paso del tiempo bajo la categoría de «desaparecidos». «El olvido, el olvido —como le dijo Aldo—. ¡A veces hacía tanto daño el olvido!».

Ramón había coincidido con Aldo en el asiento del teatro y, en el intermedio, quizás motivados por las soledades que ese día ambos cargaban, se pusieron a charlar. En esas primeras semanas Ramón aprendía las claves del país que le acogía y no supo qué contestar cuando Aldo le preguntó si ya conocía la historia de los nueve rehenes presos que durante la dictadura habían padecido las condiciones más vejatorias. «Eran miembros del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros —le contó Aldo—. Durante trece años permanecieron continuamente vigilados por los militares. Cualquier atentado que su organización cometiera terminaría con sus vidas. También hubo mujeres rehenes que sufrieron cautiverio entre 1973 al 1976 en duros contextos de reclusión, traslados, malos tratos, privaciones y amenazas». La plática se vio interrumpida por el inicio del nuevo acto y ambos siguieron prendidos a la obra, padeciendo, cada cual, a su manera, el efluvio de emociones que brotaban de un escenario que nunca tenía demasiada luz. Después cayó el telón y, mientras los aplausos prendían en las manos de los espectadores, Aldo le propuso tomar un café. Ramón aceptó. Teresa no llegaría a Montevideo hasta la semana siguiente, nadie le esperaba en casa. Encontraron una mesa pequeña en medio del bullicio de la cafetería del teatro. Los ojos de Aldo todavía brillaban. Lo había sentido llorar al final de la función, lo que le hizo sospechar que, además de ser conocedor de la historia, había formado parte de ella. Por eso no le sorprendió que empezara a usar la primera persona, que subiera a la escena y dejara la tercera entre las butacas de terciopelo en las que, unos instantes atrás, se retorcía intranquilo como queriendo salirse. Un relato desgarrador y conmovedor que encontró a Ramón inerme. Preso y torturado durante la dictadura, lo primero que le describió fue el rostro de su hija Agustina cuando le preguntó sobre su profesión en una de las visitas mensuales a la cárcel. Solo tenía seis años y era el abuelo quien la acompañaba, siempre utilizando referencias fantásticas y de ciencia ficción para matizar el gris de los muros de la prisión. A pesar del dolor de verla crecer desde un lugar donde no podía participar, la necesidad de estar con ella en el futuro le daba fuerza para mantenerse al margen de la locura. La pregunta de su hija venía motivada por la curiosidad de la maestra de la escuela: una crueldad adornada con sonrisa que exponía a la infancia al látigo cruel del terror. Agustina no quería traicionarlo, tampoco quería mentir. Le habían enseñado a no hacerlo, pero la maestra parecía enfadada con una compañera que un poco antes había respondido que su padre estaba preso. Así que mientras los otros niños hablaban de camioneros y policías, de panaderos y pescadores, buscó en las conversaciones con su padre alguna referencia. Hasta que por fin recordó el día que le contó que había ido con otro preso a hacer un trabajo de albañilería. Sí, su padre tenía que ser albañil. «¿Y qué hace tu papá, Agustina?» —interrogó la heredera de la Gestapo, los ojos perfilados con un kôhl que ponía órbitas negras a su mirada. A la niña le daba terror aquella expresión, pero se armó de valor para pronunciar la que sería su primera pequeña mentira: «Es albañil». «¿Verdad papá que lo eres?» —le preguntó de nuevo tras el cristal que permitía la comunicación con su padre en la prisión. «¿Cómo decirle que no si necesitaba su aprobación para librarse de la culpabilidad que esa falta a la verdad le estaba ocasionando?» —le relataba Aldo a Ramón en la cafetería del teatro, sereno pero emocionado. De alguna forma, si buscaba en las metáforas, él siempre había querido edificar desde abajo otro modelo de sociedad. Así que sería albañil: uno dispuesto a derribar los muros ciegos de patrias sin esperanza y construir despacio, junto con otros, edificios diáfanos y dignos, donde hubiera ventanas para poder comunicarse con los vecinos y espacios verdes para correr.

«Sí, le dije entonces mientras pensaba, lo soy. Y para mis adentros añadí: Saldré de este agujero para disfrutar de ese lugar con mi hija».

La madre de Agustina pudo dejar la cárcel antes que Aldo y eso facilitó las cosas, matizó un poco el dolor. Los dos habían militado en el Movimiento de Liberación Nacional. Hasta entonces, la niña intentaba jugar a la ficción de que la abuela era su mamá. Tenía cuarenta y cinco años y sonreía mucho para sostener la precaria construcción en la que cobijaba a su nieta, lo que le hacía aparentar más joven. Su felicidad se peleaba con los agujeros que enfrentaba al anochecer, cuando se quedaba a oscuras. La educó lo mejor que supo, junto al resto de los abuelos, hasta que su madre fue puesta en libertad, lo que no equivalía a ser libre. La única alternativa que les quedó fue partir al exilio, pero cada vez que trataban de salir de Uruguay, a la niña le subía la fiebre, lo que hacía imposible el viaje. La madre empezó a perder la calma porque cada intento de dejar el país requería preparación, dinero y mucha energía, aunque entendía la resistencia a su hija a abandonar a su padre tras las rejas. Cuando otro plan se quebraba, Aldo intentaba explicarle en la siguiente visita que era por el bien de mamá y también para que no creciera en ese ambiente opresor. Agustina lloraba y le decía que no lo dejarían solo en Uruguay. Hasta que por fin despegó el avión y ya nunca más pudo ir a visitarlo. La niña salió con el corazón destrozado, furiosa con un mundo que no le permitía estar con su padre, encerrado sin motivo. Esa ausencia de pecado exacerbaba su ira, incrementaba la rabia y la incomprensión mientras ingresaba en la adolescencia peregrinando por Brasil, Francia y, finalmente, Suecia.

Ese país lejano y frío que las acogió.

Las primeras canas aparecieron en la cárcel. Aldo no tenía un espejo y vislumbró su nacimiento en el reflejo de unos vidrios. Pudo aguantar toda la década de los veinte años encerrado porque era fuerte y todavía pensaba en su hija y en su compañera. Desde Suecia le llegaban algunas cartas, pero muchas desaparecían, cargadas de abrazos y deseos. En una de las que sí recibió, Martina le contaba que tenía una nueva pareja, lo que, aunque le partió en dos, también le reconfortó porque facilitaba que sus dos mujeres rehicieran su vida. Su tiempo estaba roto y los demás no tenían que cargar con ello. Inevitablemente, una parte de Agustina siempre llevaría ese hatillo sobre los hombros. Ella era su hija y, algún día, le tocaría reencontrarse con un hombre al que las fuerzas oscuras habían intentado dinamitar. Por suerte no pudieron del todo con él. Una vez fuera de la cárcel, se sintió afortunado cuando se dio cuenta de que todavía contaba con piernas para caminar y ojos para ver.

El café del teatro se fue quedando vacío. Los camareros estaban ya mudando las mesas para servir los desayunos a la mañana siguiente, pero Ramón permaneció clavado a su silla, intentando ponerse en el lugar de Aldo. Uno vivía una vida común, sin esos golpes trágicos que tenían referente de carne y hueso. Aprovechó el rato de silencio que su interlocutor propició para preguntarle cómo pudo vivir tantos años encerrado. El uruguayo esbozó una sonrisa, había escuchado muchas veces esa pregunta y casi no tenía que pensar en la respuesta. Fue preparada hacía tiempo sobre una historia de la cárcel que aconteció uno de los días de relevos en las celdas. Lo hacían para evitar que los presos hicieran agujeros en las paredes y guardaran en ellas instrumentos que pusieran en riesgo la seguridad. Era básico y cruel, como todo lo que ocurría en esa prisión. Pero era precisamente esa opacidad, ese sadismo mezquino, lo que daba valor a cualquier gesto de humanidad. Por eso se le erizó la piel cuando, en medio de los movimientos de celda, oyó a un compañero recitar unos versos:

El soldado soñaba que el soldado
de tierra adentro pensaba si ganamos
la llevaré a que mire los naranjos,
a que toque el mar que nunca ha visto,
y se le llene el corazón de barcos.

Acabada la estrofa, las lágrimas de Aldo brotaron como ríos que tardaban lustros en alcanzar el mar. Mucho después supo que el poeta que los escribió había sido Rafael Alberti. La captura que entonces hizo de las palabras entre sus dedos no fue del todo exacta y de ellas quedó su esencia, aunque había trastocado el orden y simplificado los dos primeros versos en un «cuando llegue la paz». Él también ansiaba llevar a su hija a llenarle el corazón de barcos. Pero, conforme las primaveras se sucedieron, fue descartando la idea de que fuera en el Río de la Plata. Cuando le permitieron ver por la televisión de la prisión el resultado de los comicios y la aprobación de la ley del indulto, Aldo ya estaba seguro de que no quería vivir más en el país que dejaba impunes a todos aquellos que habían torturado y asesinado durante la dictadura. Se abrieron las puertas de la celda. Llevaría a Agustina a ver otros barcos, lejos de su Río de la Plata y no estaría en Uruguay cuando se aprobase la ley de caducidad. «Nunca compartí la posición de que avanzar en los derechos humanos podía poner en riesgo la consolidación de la democracia —le dijo a Ramón—. Más bien pensaba que esta solo se lograría si se respetaban de verdad, si los golpeados y quienes sufrieron prisión sin juicio eran resarcidos». Se dio carta blanca dada a los cómplices y envejecieron sin ver afectada su cédula de ciudadanos. La ausencia de reparación fue insoportable: muchos habían sido los asesinados cobardemente.

«Bueno, qué te voy a contar a ti que eres español —continuó—. En España todavía fue peor. Lo que vimos hoy en el teatro era un retrato universal. No hace falta nacer en Uruguay para sentir el motor de una historia deshecha en jirones». Ramón permaneció inmóvil y algo incómodo por su falta de convicción y conocimiento, tomando conciencia como nunca de que aquello también tenía que ver con él. «Aquí mismo —continuó Aldo—, en una de las salas aledañas del teatro Solís, se daban cita las camisas azules de los falangistas españoles que dieron apoyo al bando de los sublevados en la Guerra Civil. A mí me tocó escucharlos alguna vez cantando el ‘cara al sol’. Por aquel entonces —puntualizó el uruguayo— era Gabriel Terra quien estaba al frente de un gobierno conservador tras un golpe de Estado. Al contrario que las manifestaciones de apoyo a la República, que se hacían abiertamente, la búsqueda de prosélitos falangistas era a puerta cerrada. Los pseudointelectuales franquistas empezaron a llegar en medio de la guerra y continuaron viniendo en oleadas décadas más tarde. En Uruguay, de alguna manera, también cohabitaron las dos Españas».

Ramón prefirió callar porque lo único que sabía eran algunas vaguedades y consignas que ahora le avergonzaban por su falta de profundidad y confrontación. Había agujeros negros en su formación histórica, aunque en su mente todavía podían resonar los himnos y canciones falangistas que le hicieron aprender en el colegio. Miró los posos de su café. Aldo había sido protagonista de la resistencia y tuvo que pagar su atrevimiento con su propia vida. En cambio, él se sentía parte de la masa silenciosa que dejaba que las cosas siguieran igual. Vacío, como nunca lo había estado, le asaltaron las ganas de meter los dedos en un café hirviendo para quemarse cada yema y poder sentir el peso de su dolor.

Ahora sabía que nunca más le sería ajeno.

Aldo llegó a Suecia a destiempo, cuando los brazos abiertos que habían recibido al exilio latinoamericano empezaban a estrangular. No había podido estar presente durante los primeros trece años de la vida de Agustina, y eso era toda la existencia para una adolescente que trataba de saber quién era. Quería estar con ella porque se había perdido toda su infancia y todavía llegaba a tiempo para verla crecer, quizás sus últimos centímetros; para consolarla de sus desengaños amorosos, para soñar con futuros libres. Él no tenía profesión, pese a su vocación de albañil de sociedades más justas: venía con las manos encalladas, los dientes podridos y un rostro envejecido por la falta de luz y oxígeno. Era su padre y llegaba con la idea de llenarle el corazón de barcos. El mar Báltico también los tenía y podrían observarlos envueltos en bufandas y gorros de lana. La naturaleza era la única que sanaba sus tormentas y aprendió a fundirse con ella cuando le faltaba el aire para respirar. Por equipaje llevó palabras, silencios y una pulsera de macramé tejida muchos años antes en prisión para la niña que Agustina había dejado de ser. También las cartas que le escribió y que nunca recorrieron el océano habían sufrido un desajuste temporal. Eran deseos que ya nadie podría recoger: iban dirigidos a una niña que ya no existía. Otros uruguayos preparaban la maleta para regresar a Uruguay cuando él tocaba suelo sueco. Era duro ser un outsider de la historia.

Ramón seguía atentamente el relato, ya contagiado de nubes acuosas en unos ojos que no disimulaban un inconformismo latente. Aldo le siguió contando que durante todos esos años el hueco creció en Agustina y, cuando él lo encontró, era grande, inflado, sangrante. No podía taponar con su presencia el fantasma de alguien irreal, por mucho que lo intentó. Solo pudo observarlo, abrazarlo, hacer resonar palabras que emitían ecos y que llegaban a los oídos de Agustina como deformadas. Quizás su hija hubiera mantenido la tenacidad mientras estuvo preso, el aguante, pero ¿qué tipo de persona era él? Salió a pasear en un mundo gélido, a encontrar cómo tapar su propio hueco en un país de palabras incomprensibles: aprender ese idioma, una cultura distinta, a relacionarse con Martina y robarle horas al descanso para estar con Agustina. A veces soñaba que vivía en una prisión y que ella era todavía una niña y le llamaba desde el patio de la cárcel, le exigía que bajara, mientras él trataba de salir inútilmente de su cuarto o abrir la ventana para informarle de su situación. Ese era el terror más temido: la incomunicación. La misma a la que estuvo sometido y que le robó los años de la infancia de Agustina que nunca volverían.

Al día siguiente la sudestada llegó a la costa montevideana y lo hizo de improviso, sin dar tiempo a nadie a pensar cuál sería el efecto de aquella aparición. El mismo país que algunas décadas antes había condonado la deuda externa a Francia e Inglaterra después de la guerra mundial también era capaz de otorgarse las medallas del horror.

Así pasaba en todos lados, así era la humanidad. Aunque Ramón, todavía, no sabía cómo interpretarlo.