Provincia de Madrid, 1972.

Los magnolios hacían lo posible por sobrevivir, pero esa tierra no era adecuada para su crecimiento. Desde el salón de la mansión, más grande que la casa donde nació, Abdullah apreciaba sus esfuerzos inútiles. Un oasis en medio del paisaje árido de un pueblo perdido en algún lugar de la provincia de Madrid. A la inauguración del chalé habían asistido personajes de la farándula local y buena parte de la burguesía madrileña; no los más conservadores, a quienes la homofobia podía más que el dinero, pero sí quienes aparentaban ser modernos y aquellos que buscaban distanciarse de sus generaciones predecesoras, ungidas de privilegios no siempre merecidos. Algunos todavía disimulaban desconocer la relación entre Eduardo Nieto y aquel joven marroquí.

Eduardo, vestido con la elegancia informal de quien trata de aparentar menos años, permaneció en la puerta atendiendo a los invitados que iban llegando, pero Abdullah prefirió quedarse en el sofá, junto al ventanal de cuatro metros que había proyectado con vistas al jardín. Soñó mucho tiempo con la posibilidad de construir una de sus creaciones y esa casa, la finca entera, lo había hecho realidad. Lástima que esa noche su deseo le supiera tan amargo. Los cipreses cincelaban un paseo de canales por donde corría el agua. Contemplaba el paisaje dándose cuenta, por primera vez, de que ese lugar se había transformado en la caricatura de su boceto. Eduardo no había escatimado en gastos: el estanque de nenúfares, donde nadaban peces de colores, servía de espejo del cielo; azucenas, lirios y otras plantas aromáticas, además de árboles cítricos, habían logrado prender la ilusión, junto con su propio empeño, de asemejarse a un jardín árabe. El terruño seco y la visión de la sierra de Guadarrama al fondo le recordaban a la cordillera del Atlas sahariano que había dejado algunos años atrás para venirse a estudiar arquitectura a Madrid. Convertir lo árido en frondoso era una suerte de gloria, pero también un castigo, como ahora le recordaban los magnolios. Abdulá no acababa de sentirlos felices, los veía sufrir y retorcerse, impostando su arraigo.

Hacía tiempo que no enviaba noticias a sus familiares: los extrañaba.

La luna había empezado a subir, inmensa pelota que alumbraba la tierra color arena y aportaba un halo dorado a los matojos amarillos. Sonaban los últimos vinilos salidos del sello de Eduardo. Canciones que acompañaban programas de televisión mediocres, propios de un país infantil al que había que arrullar. El mundillo de la industria musical había acudido al completo. Aquella finca no era el primer capricho de su amante, aunque los discos parecían, frente a todo pronóstico, redituarle lo suficiente para seguir consintiéndose. Algunos de los convocados eran reconocibles por su aparición en las revistas: divos iletrados que se obstinaban en presumir de su ignorancia con chistes planos y huecos, insertados en una mentalidad de macho hispánico que a Abdullah le producía tristeza y desazón. La llegada masiva de la televisión también había servido para eso: para vender al país una imagen patética de sí mismo.

Eduardo nunca le consultó la lista de los invitados. Tampoco le importaba mucho. Estaba cansado. Llevaba dos años tomando decisiones acerca de los planos, la orientación, la distribución de los dormitorios, el equipamiento de la cocina, los cuartos de baño… Demasiado mármol importado para un país que se emborrachaba con la ilusión de haber cambiado de piel tras la guerra. La contienda quedaba lejos, todo parecía del mismo tecnicolor con el que había que reinventar la historia. Las flores del jardín iluminaban la solidez de esa construcción. Necesitaban tres jardineros para podar, abonar y mantener limpia toda la extensión. Aquello, pensó Abdullah, era peor que la caricatura del boceto imaginada: le pareció un exceso monstruoso e insostenible. No era el primer capricho y, sin embargo, era difícil dar con el límite. Eduardo contagiaba su ambición, le abría las manos para ofrecerle un poco más. Creía ser feliz ahora que había puesto en jaque su vida familiar, ahora que Abdullah era lo primero, ahora que no había que fingir más de lo necesario. Y no acababa ahí: Eduardo también compró terrenos donde Abdullah podría seguir desarrollando la profesión de arquitecto: su futuro estaba garantizado levantando casas a cantantes que el sello discográfico promocionaba. Esas habían sido sus peticiones hace unos años, aunque de repente sentía que todos los deseos cumplidos se volvían en su contra, se transformaban en una maldición que le impedía construir sobre ese paisaje. Ya ni siquiera le seducía la idea de recolectar fines de semana en los paradores de cualquier ciudad de provincias, donde siempre se encontraban a salvo de la hostilidad de Madrid. Abdullah miró a su alrededor: esa vida de derroche, pese a todo el tul que la adornaba, parecía vulgar.

En la casa tampoco faltaban obras de arte traídas Nueva York, estatuas griegas y jarrones art Nouveau rematados en los más prestigiosos espacios de subastas de Londres; un reloj de péndulo que según dijeron había pertenecido al propio Napoleón, cuadros de conocidos autores cubistas y expresionistas, candelabros y mobiliario antiguo procedente de una familia muy conocida venida a menos. Quizás, pensó Abdullah, él mismo fuera para Eduardo otra pieza de su colección, la de Las mil y una noches árabes con las que fantaseó. Las alfombras eran persas, el mármol de Carrara, el cristal de Bohemia. El español apenas tenía conocimientos de arte, y eran demasiado generales y gastados. Sus compras, producto de pretensiones borrosas, le estaban empezando a dar miedo. Abdullah tenía la consistencia del desierto, la paciencia de un día largo y caluroso, pero su amante era un hombre de impulsos, de gustos prestados. Era débil, como las pasiones que no sabía gestionar.

La única huella de la familia Nieto en la casa era una foto de Ramón, su hijo menor, que reposaba en una parte muy escondida del estudio. Un niño de facciones perfectas, con un brillo de ojos que le inquietaba. ¿Estaría destinado a recoger las ruinas de los caprichos de su padre? Abdullah no podría competir nunca con sus vástagos, de quienes nada sabía, salvo la fuerza de esa mirada que parecía decirlo todo, anunciar la huella que dejaría en el destino. Ojos que se cuestionaban y, al mismo tiempo, se comían el mundo. Ojos que estallaban en órbitas lejanas y abrían puertas cerradas de constelaciones desconocidas. Ojos hechos para resistir la mirada y aguantar los ladrillos de muros infranqueables. Abdullah evitaba pararse delante de esa foto porque el rostro de Ramón ardía.

Eduardo había cumplido 60 años, pero todavía tenía la apariencia de un hombre joven cuando se conocieron en la fiesta de los Rodríguez cuatro años atrás. Abdullah había sido invitado por sus compañeros de universidad, hijos de los amigos de Eduardo. Estaba acabando el proyecto de fin de carrera y su cabeza parecía llena de conceptos y líneas, de planos que abarcaban la totalidad. Su español era excelente, su elegancia sencilla, su físico de una belleza insoportable. Eduardo se encaprichó de él desde que lo vio. Entonces empezó a pergeñar su plan de conquista. Hizo todo con relativa paciencia: primero se interesó por sus proyectos como posible inversor, jugando también a ser el buen samaritano que ayudaba a un joven a poner en práctica sus sueños de arquitecto; después, invadido por la inseguridad que la fuerza de Abdullah le inspiraba, tuvo que defenderse tratando de adivinar cuál eran sus deseos y cuáles serían los siguientes. Fue concediéndoselos como si se tratara del genio de una lámpara que temía volver a la botella. Se convirtió en su protegido, en su sombra de la noche madrileña. Los cimientos frágiles de la obviedad compusieron el resto del relato.

Al que habían apodado como palacio de verano seguía llegando gente variopinta, extravagante, singular. Gente diversa y parecida, con ganas de pasarlo bien, que escapaban de los nudos de la capital, de los cercos de la imposición y de sí mismos. Abdullah se encaminó hacia el otro lado de la estancia para observar por el ventanal del ala este. Estaba oscureciendo. A lo lejos se distinguían las luces de la casa de Paco, el guarda: una construcción humilde en los lindes de la finca. Eduardo había tratado de convencerlo meses atrás para que Abdullah cambiara su estructura, pero aquel se negó. Tenía demasiados muros, huecos inútiles y, sobre todo, manchas oscuras en las paredes que recordaban la leyenda de la España negra. Eduardo y Paco eran de la misma edad, habían crecido juntos. Su padre trabajó al servicio de la familia Nieto toda la vida y, en su infancia, compartieron los juegos de cada verano. También la nieve de algunos fines de semana de invierno. Crecieron a la par, pero su tránsito fue muy distinto. Eduardo era hijo único y sus predecesores le habían consentido siempre todos los caprichos. Paco, en cambio, compartió con sus hermanos aquello que el señorito puso en su mesa y que la familia tuvo que agradecer con espíritu servil. La repugnancia hacia su vida se cocía en el mismo jugo en el que comía. El joven visualizaba a lo lejos la luz de la única bombilla del salón. Se lo imaginaba incómodo por la presencia de tantas personas en lo que habitualmente fue su territorio, bebiendo vino y maldiciéndolos por «maricones» y a Abdullah, además, por «moro». El marroquí había escuchado esas lindezas a sus espaldas cuando iba al pueblo a hacer la compra. Le gustaba ver las verduras, el pescado y la carne. Sabía que los animales de los que procedía no habían sido sacrificados en nombre de Alá, pero también que esa dependencia del padre todopoderoso empezaba a hacer aguas.

Se concentró para ver los rostros a través del espejo. El salón, que él mismo había proyectado y que ya no reconocía, le pareció descomunal y obsceno. Las camareras, con cofias y guantes blancos, atravesaban la sala, sorteando las columnas dóricas y las mesas de mármol con patas doradas, entre los trajes de colores llamativos, plumas de revista, maquillajes y peinados de moda. De vez en cuando, un vaso o una bandeja caía en las alfombras que Eduardo había encargado a La Granja. Abdullah fundió la imagen en su mente y la hizo girar. Ese amasijo podía ser convertido en una ilusión, en un torbellino que revelaba la verdadera naturaleza de las cosas cuando ya todo sabía a poco, o cuando no sabía a nada. Estaba solo, Eduardo vivía otra vida que él no habitaba. Buscó otra vez a los Rodríguez entre la multitud. Quizás no habían sido invitados a esa fiesta fingida, un espacio donde cada uno aparecía sin ser quien era, un gran teatro de simulacro. Abdullah trató de adivinar la noche a través de la ventana. El magnolio ya no podía verse: las luces de las farolas llegaban hasta ese hueco oscuro. Tomó dos güisquis más antes de desaparecer.

Desde afuera, con la música matizada por los muros gruesos de su palacio, la imagen en movimiento de lo que acontecía en el salón parodiaba el mal gusto. Aborreció su obra, las pretensiones como arquitecto de una casa condenada a permanecer deshabitada. Se detuvo junto a los magnolios y, obedeciendo a un impulso primitivo, hundió sus manos en la tierra, admirando esa obra natural sin líneas rectas. Sintió la resistencia de las raíces, hacía tiempo que no percibía nada tan real y revelador. A partir de ese momento levantaría muros en armonía, sin el auxilio de las lámparas maravillosas que convertían los ladrillos en palacios y el estrangulamiento en alabanza. La consecución de los sueños era un camino que había que enfrentar cada día y que nunca era fácil. Ese traje de sastre a medida tan solo era una falsa piel. El magnolio hacía tiempo que se lo estaba diciendo: sus motivaciones tenían que crecer en un mundo que no estuviera abonado de hologramas sino de pequeñas realidades.

Cuando amanecía regresó al gran salón envuelto en sudor y manchado de tierra. Una herida en la palma de la mano dejaba verter una gota intermitente de sangre. Quedaban algunos borrachos desperdigados en los sillones, pelucas y corbatas esparcidas por el suelo, trozos de lentejuelas que los primeros rayos de sol hacían reverberar. Las habitaciones habían sido ocupadas, quizás también la suya para cobijar a los enganchados de última hora. Entonces vio a Eduardo, solo, sentado, con una copa en la mano, en medio del sofá Chesterfield de cuero marrón. Lo miró dos veces antes de señalarlo con el dedo para empezar a hablar, pero a Abdullah ya le daba igual lo que dijera.

Acababa de desenterrar las raíces de los magnolios del suelo y no tardaría mucho en preparar sus maletas y desaparecer.