Ayer cené con una amiga en un restaurante coreano que me recomendó y fue todo un acierto. La comida, el servicio, la compañía, todo era perfecto para disfrutar de un magnífico manjar del que saldríamos rodando una hora más tarde. Me gustó tanto que quería volver al día siguiente. Lo hice, pero esta vez a otra hora, en otro mood y con otra compañía, factores que para mi sorpresa cambiaron por completo mi experiencia con la comida del lugar.

¿Sabéis cuando tenéis un recuerdo fantástico de una película, volvéis a verla, pero no es como os la imaginabais? Porque no es lo mismo volver a verla a mediodía, por la mañana o por la noche, ni tampoco hacerlo en el cine o en el sofá de tu casa, pero sobre todo no es lo mismo verla triste, enfadado, alegre o cansado, porque lógicamente el estado de ánimo influye de manera significativa en nuestras experiencias sensoriales.

Esto mismo es lo que ocurre con nuestra relación con la comida. Existe un componente psicológico muy grande que distorsiona nuestra percepción y nuestros sentidos, tanto que un estudio realizado por la Universidad de Granada y la Pontificia Universidad Católica de Argentina sugiere que el sabor de ciertos alimentos podría verse afectado por nuestro estado de ánimo. Esta es la razón por la que el café o el chocolate saben mejor o peor dependiendo de nuestro nivel de estrés o por lo que ciertos platos nos parecen más dulces o amargos en función de si estamos más animados o tristes. También nuestras expectativas o el contexto social en el que ingerimos dichos alimentos pueden influir en su sabor, como me pasó a mí en aquel coreano al que sin duda quiero volver.

Al final, el sabor está en el cerebro y, aunque detectemos los componentes químicos de los alimentos en un 20% por las papilas gustativas y el paladar y en un 80% por el olfato, según la neurociencia esta interpretación también está influenciada por muchos otros factores como los comentados anteriormente. De hecho, es por ello por lo que un mismo plato no nos sabe igual en un restaurante que cuando lo pedimos para llevar a casa. Cuando degustamos comida en un viaje o vamos a un buen restaurante, nuestros receptores sensoriales están a otro nivel. En general se suele tratar de momentos de ocio, en los que queremos disfrutar y pasarlo bien, dejándonos llevar por un momento en el que ya estamos predispuestos a sacar el máximo partido de la experiencia y a hacerlo de manera positiva.

En este sentido, algo que resulta interesante es que incluso los utensilios con los que comemos afectan a nuestra percepción de los sabores. Cuanto más pesa la cubertería, inconscientemente más calidad percibimos. Y lo mismo ocurre con el color y el tamaño de los recipientes, que también influyen de manera significativa en nuestra experiencia. De ahí que el emplatado sea tan importante, pues primero nos tiene que entrar por los ojos. El precio, la marca o el nombre del plato también afectan a su sabor y todo ello entra en la disciplina conocida como Gastrofísica, un concepto que dio a conocer Charles Spence, catedrático de la Universidad de Oxford, director del Laboratorio de Investigación de Modalidad Cruzada y experto en ciencia multisensorial.

Spence defiende en su obra Gastrophysics. The new Science of Eating que «los placeres de la mesa radican en la mente, no en la boca» y entender esto me hace pensar que por muy bien que cocinemos, esto solo nos llevará hasta un cierto nivel, pues es el papel de todos los demás factores el que determina cuán estimulante y memorable puede llegar a ser una comida.

A la hora de comer, todos nuestros sentidos se relacionan, tanto que el oído también juega un papel importantísimo. ¿No te ha pasado que la música de un restaurante ha influido en tu percepción no solo del lugar sino también de la comida? Esto se debe a que su intensidad y ritmo afectan a nuestra forma de ingerir los alimentos. Por eso algunos restaurantes utilizan música rápida y enérgica para que comamos más deprisa. Otros, en cambio, apuestan por melodías más pausadas, para que los comensales puedan pasar más tiempo en el lugar. Además, si el volumen de la música de un restaurante está demasiado alto, esto suprime nuestras ganas y capacidad de degustar, mientras que, si el volumen del hilo musical es óptimo y nos permite mantener conversaciones de manera agradable, nuestra percepción de los sabores también será positiva. En este sentido, Charles Spence habla del sazón sónico, ya que la música nos provoca sensaciones y nos hace reaccionar de determinada manera ante la percepción de los sabores, convirtiéndose en un ingrediente más de la comida.

Todos estos elementos influyen de manera directa pero muchas veces inconsciente en nuestras experiencias gastronómicas. Tanto es así que nuestra visita a un mismo restaurante siempre será distinta por pequeños matices o variaciones que haya en el entorno, en el contexto o en nuestro estado de ánimo. Por eso, la tercera vez que vuelva a ese restaurante coreano que hace esquina, me voy a dejar llevar no solo por los sabores de los maravillosos platos sino por todo aquello que simplemente me haga sentir.