Un poco más abajo de aquí, a las faldas de esta colina en la que comienza a reunirse la gente, y asomado entre árboles y matorrales, el río fluye rumbo al Mar del Norte. Es difícil saber de cuál de ellos se trata, ya que aquí arriba no hay manera de identificarlo, pero es posible que sea uno de los más importantes de la pequeña nación; tal vez el Mosa, o puede ser que el Rin. Con él lleva algunas embarcaciones que se detienen de poblado en poblado durante su trayecto rumbo a esa ciudad que se pierde en la lejanía, entre el azul de las rocas y la distancia. Allá lejos, hasta donde podrá ver por última vez el ojo del pobre desgraciado que esta tarde será colgado aquí en nombre de Dios.

Hace ya un año que el Duque de Alba entró a la región. Lo hizo por órdenes de su rey y con la excusa de gobernar y ajusticiar a los calvinistas que hicieron estragos en las iglesias y los monasterios, toda esa gentuza que hizo lo que quiso con las tumbas, las estatuas y las reliquias de los santos y los mártires. Aún faltan otros cinco años para que Felipe II le ordene regresar a España, y otros ochenta más para que los Países Bajos logren su independencia, pero eso no es lo que imaginan Jan y Willem mientras admiran la horca que se alza ante ellos. Aunque los dos simpatizan en casa con los nuevos sentires religiosos, sospechan demasiado sobre las alianzas secretas del uno y el otro como para sincerarse entre ellos, por lo que ambos pretenden ser grandes papistas encantados de que alguien al fin haya venido a dar escarmientos a los herejes de la nación. «No por nada los carpinteros levantaron el cadalso junto a esa cruz de por allá», comenta Jan mientras apunta con la mano, y Willem se lleva las suyas a la cintura, asintiendo a cada palabra que el otro le dice como si se tratara de verdades obvias y eternas.

Jan y Willem son comerciantes. El uno, del grano, el otro, de textiles, aunque en los últimos meses ha comenzado a interesarse por las lentes oculares, los mapas marítimos y los instrumentos de navegación. Son hombres de una clase social de relativa novedad, y les gusta vestirse con las mejores ropas de algodón y seda que su dinero les permite presumir, aunque esta tarde se han vestido con los trapos más humildes que encontraron para presenciar la ejecución. Desean pasar desapercibidos entre la gente sencilla de aquí arriba, en lo silvestre, ya que el dinero y la clase no sustituyen la fascinación y el morbo por todo lo que lleva el tufillo de la muerte.

Detrás de ellos, medio oculto tras unos matorrales, Hendrik hace lo posible por cagar a gusto y en silencio, ya que no hay otro placer así de sabroso y gratuito en esta Villa del Señor. Su camisa y pantalón son de lana tosca, sus calzones de la peor clase de lino, uno que le roza en la comisura de las nalgas cada vez que camina. Esos trapos huelen a excrementos y sangre, pero no lo suficiente para tapar el alcohol de su aliento cuando la borrachera de varios días le deja chacharear. Hace no mucho, su esposa descubrió que le ponía los cuernos con Lena la partera, y aunque es verdad que, luego de diez años de matrimonio infértil y tedioso ni el uno ni la otra sienten algo por la una y el otro, la mujer de Hendrik no está ahí de monigote para tolerar semejantes deshonras.

Lo acorralaron en una esquina de su casa el lunes por la tarde; la esposa y el cuñado, también llamado Hendrik. Pero mientras que este de aquí arriba tiene las manos delicadas de un zapatero de pueblo, el otro las tiene como pezuñas de reses, tal cual carnicero orgulloso por la destreza con la que hace los cortes con el machete. Le molieron el cuerpo a palos; la autoestima con opiniones que su esposa hasta entonces se había guardado sobre las facultades de su hombría. Incluso habrían terminado por matarlo a golpes, de no ser por la compasión súbita del otro Hendrik, el carnicero, quien de tanto en tanto ponía atención a lo que se decía en misa. Lo expulsaron de casa sin otra ropa más la que llevaba puesta, y lo amenazaron de no ser tan indulgentes si lo veían de nuevo. Pensó entonces refugiarse en lo de Lana la partera, pero la mujer no quiso enredarse en más polémicas. Sobre todo, desde que los vigilantes encontraran la noche anterior el cuerpo degollado de Thomas el Necio, por lo que se despidió de él con unos besos y un par de salchichas. Así la cosa, Hendrik el zapatero vagó de taberna en taberna, hasta llegar aquí arriba a la colina, bajo la sombra de la horca, pues comparado con quien hoy estire la pata, la suya es la historia de un ganador.

No muy lejos de donde Hendrik se encuentra, la gente del pueblo comienza a reunirse para el espectáculo de esta tarde. Una mujer baila con otros dos hombres, y si el zapatero pudiera verla, defecando como está entre los arbustos, el intestino se le aflojaría incluso más. Jan le pregunta a Willem si no se trata de Lana la partera. «Se parece», responde el comerciante de textiles, «pero esta es más joven, más limpia y más jovial». Se llama Johanna, continúa diciéndole Willem, y no tiene necesidad de arruinarse las manos con ningún trabajo. Su madre es una de las damas finas del siguiente pueblo, nada que ver con la mujer tosca que parió a la propia partera, aunque de su padre, al igual que el de Lana, nadie sabe qué fue. Jan se lleva la mano al sable que cuelga de su cinturón. «Qué me cuelguen», piensa, mirando de reojo a la horca y pensando en lo mucho que los rasgos de ambas mujeres se parecen a los del padre Dirk.

Johanna sigue bailando con los otros dos hombres, y juntos hacen círculos a la música del gaitero que lidera la procesión. Ella prefiere estar entre esta gente más bien simple que con los puritanos de su propio pueblo, donde debe cuidar las apariencias para que nadie hable mal de su madre. La pobre bruja hace lo posible por casarla ya con alguno de los señoritos de por ahí, o por lo menos con un señor con las barbas arregladas, para darle nietos hasta el hartazgo. Qué fastidio. ¿Qué puede saber su madre de lo que quiere ella? La vida es demasiado corta para no irse de fiestas, y, además, entre tanta guerra, hambruna y peste, ¿no se acabará el mundo pronto, como les dice el tío Dirk los días que las visita?

El hombretón con el que baila a su izquierda se pavonea con cada mirada que le roba, se envalentona con cada roce de su pierna con la suya. Se llama Pieter, y trabaja en el molino hidráulico que puede verse un poco más abajo de esta colina. Repara piezas de madera, carga bultos de todo tipo y le gusta pelearse a gritos con sus superiores, por lo que de vez en cuando —como castigo— le ponen a dar caza a las urracas que se comen el grano cuando nadie las mira. Cuando atrapa una, disfruta arrancándole primero las plumas y después el pico. Luego se las lleva a casa, un cuartucho sobre un mesón de ladrones y prostitutas, y se las da vivas a los gatos con los que comparte techo. Prefiere a las mujeres que cargan con años, como la esposa de Hendrik el zapatero, con quien se ve cada vez que puede, pero tampoco le dice que no a las zagalas como Johanna, ante la que cacarea como un gallo en celo. Tanto así, que ya le es imposible controlar su erección.

Jan lo conoce bien, pues lo ve siempre que lleva sus negocios al molino. Sabe que es un granuja, un bribón y un depravado, pero no quiere arruinarle el momento a Johanna, ni arriesgarse a que ese bruto le rompa el cuello en un callejón. Desconoce quién es el otro que baila a la derecha de la muchacha, pero con solo verle la cara no sabe ya con cual de los dos va a sufrir más la pobre mujer. En el pueblo le llaman Jeroen de Kok, aunque nadie sabe cual es su nombre. Llegó una mañana con la camisa sin abotonar, el cabello revuelto y la cara hinchada y ensangrentada, según dijo, por la coz que le propinó un burro. Mendigó trabajo y cama durante días, y fue Hendrik el carnicero quien le ofreció un tendido junto a la bodega en la que guarda los cuchillos y las carnes fileteadas. Para de Kok, quien apenas había logrado escapar de otro pueblo tras recibir la golpiza de una turba justiciera, el gesto del carnicero fue más bien un inconveniente.

Muchos siglos más adelante, los doctores de la mente encontrarán nombres y razones con cuales explicar la debilidad de hombres como Jeroen de Kok por la crueldad, la sangre y la muerte. Mientras tanto, para estos contemporáneos, su rabia es cosa de posesión diabólica, vampirismo o licantropía. En cualquier caso, los cuchillos de Hendrik el carnicero abrieron el oscuro apetito de su corazón, y fue solo cosa de unos días para que su voluntad terminara por desquebrajarse. Tomó una de las navajas con las que Hendrick corta las carrilleras de las reses, y le rebanó la garganta a Thomas el Necio, quien una noche volvía tarde de la casa del padre Dirk tras pasar horas hablando sobre la herejía protestante. Lo último que de Kok recuerda es haber despertado en el tendido que Hendrik el carnicero le ofreció, pero mientras mira como un niño la manera en la que Johanna mueve las caderas, y como un muerto a la inmensidad de la horca tras de ella, intenta recordar en dónde dejó la navaja.

En lo alto de la horca, Malphas observa lo que ocurre bajo sus ojos. Según el rey Salomón, quien construyó el templo gracias a su ayuda y la de otros espíritus, le gusta aparecerse como un cuervo, aunque en estas latitudes él prefiere hacerse pasar por una urraca, que viene a ser casi lo mismo. Es un gran príncipe de los infiernos que comanda cuarenta legiones de demonios, pero también sabe apreciar los chismes y las sutilezas de estas regiones. Se fija primero en Pieter, el tipejo ese que gusta descuartizar pájaros, y disfruta mucho sabiendo de antemano —como saben siempre los dioses y los diablos— que Jeroen de Kok, abatido por los celos, le romperá el cráneo mañana por la tarde cuando lo encuentre manoseando a Johanna detrás de la iglesia. También ríe con ese «cai, cai, cai» de las urracas cuando se fija en Jan y Willem, que hoy se ufanan como buenos católicos, pero en dos años serán tajados por las espadas españolas como unos viles protestantes, mientras que el botín de sus fortunas será despilfarrado en alcohol y rameras. También le divierten los pedos que se tira Hendrik el zapatero, quien sigue ahí entre los arbustos defecando y lamentándose. Supone que el desgraciado se sentirá mejor la semana que viene, cuando el padre Dirk informe a las autoridades que encontró una navaja de carnicero entre unos arbustos, muy cerca del lugar en el que mataron a Thomas el Necio. «Cai, cai, cai», ríe Malphas y alza las alas al cielo. «Cai, cai, cai».

Es 1568, y Pieter Brueghel el Viejo firma su última pintura, La urraca sobre el cadalso. Morirá el 9 de septiembre del próximo año, y le pedirá a su mujer que conserve esta pintura para ella sola, pero que queme las demás, pues teme que su cinismo y sarcasmo la metan en problemas cuando él ya no esté. Mejor no provocar así a la mojigatería del Duque de Alba.