Cada 4 años el mundo se transforma en un gran estadio de fútbol. Las pasiones y emociones que solo la Copa Mundial de Fútbol pueden provocar despiertan, como la promesa de antiguos dioses a los hombres, cerrado en todo lo alto un ciclo mundialista. La esperanza de 32 naciones, niños que verán a su selección en la escuela, con sus compañeros, y en salones que se transforman en tribunas. Reuniones familiares y de amigos, pretextos para convivir, para sufrir juntos, para ilusionarse, para encontrarnos en noches de San Juan.

¿Qué importa que solo un puñado, no más de cinco equipos, tengan opciones reales para ser campeones? Esa nimiedad no elimina las ganas de jugar, de competir, de juntarse; que los ganadores vivan su torneo y nos dejen al resto disfrutar en la promesa que nuestras ilusiones serán correspondidas.

Pero en México pasa algo extraño, el mundial no prende. La selección no emociona a nadie. Donde debería reinar el calor de la esperanza, el frío del desánimo nos invadió.

No es normal. Pocas naciones tan rápidas para emocionarse, a suponer que la diosa fortuna al fin nos va a sonreír; un país con tan pocas victorias se aferra con uñas y dientes a la mínima posibilidad de ganar algo, lo que sea, quien quiera que sea mientras sea de los nuestros. Sin embargo, este año es distinto. Hay un divorcio, excepcional, pocas veces visto, entre la selección mexicana y sus aficionados.

Y en un país que se cae a pedazos, la desilusión y distancia con su selección nacional de fútbol es reflejo de problemas mayores. Este es un problema más importante de lo que parece.

Hay muchos ejemplos de esta separación (¿quién se queda con los hijos?). A diferencia de otras selecciones nacionales, la actual es un equipo sin líderes, sin garra, sin el carácter para poner con esfuerzo lo que falta en habilidad y en recursos. Es una selección mexicana de cristal, con letreros de frágil por todos lados, de alma débil. No se parecen a los cientos de miles que todos los días salen a cobrarle a la vida las injusticias de un país que no funciona. Aficionados que, con mochila al hombro, donde cargan sus herramientas de trabajo y el peso de las penurias de la vida, solo le piden a su selección el esfuerzo y dignidad que ellos ponen al día a día. Y no lo ven.

Son niños mimados, de peinados lindos, pieles perfectas que bajan la mirada cuando las cosas se ponen mal. Se rinden desde antes, con miradas perdidas que no transmiten nada, sin recursos para sacar de la fuerza y el ingenio los malos momentos. Cuerpos de almas pobres, sin espíritu. Pusilánimes. Señoritos, más pequeños que sus problemas.

Y peor; pues la selección mexicana tiene tres años sin jugar bien. Enjaulados en una rígida estrategia que no funciona. Malos partidos, malos juegos… tanto que la selección americana, que tampoco vive su mejor momento, nos ha ganado los últimos encuentros. Sin mencionar que Canadá, que conoce al fútbol asociación como el hockey sin hielo y que se juega con los pies, juega mejor que nosotros.

Todo lo anterior resulta en malos resultados en la catedral del fútbol mexicano, el Estadio Azteca. Si el imperio romano tenía su Coliseo, los mexicanos del siglo XX y XXI tenemos al imponente estadio que protege el sur de la Ciudad de México. Allí palpita el corazón de la república, cuando más de 100 mil aficionados vestidos de verde se emocionan juntos borrando diferencias de clase, credo, filiación política o étnica. México es un país de mil caras, rostros, culturas y colores de piel, que tenía en su estadio y su selección un pretexto para todos ser, por unos minutos, iguales, guerreros verdes.

Quizás el equipo mexicano no sea el más talentoso, pero se le exige el mismo esfuerzo que sus aficionados. Pero los jugadores no reflejan este esfuerzo diario.

Y el amor se enfrió.

Un equipo sin espíritu que juega mal, sin idea, ni gol. Pero que tiene el descaro de exigir que se le apoye siempre, que no se le critique. No pueden con la presión, con la exigencia, con aficionados que les aprieten cuando las cosas salen mal.

El pusilánime Héctor Herrera declaró que el Estadio Azteca ya no pesa. Este fenómeno tiene dos explicaciones, por un lado, un jugador que quiere que todo le aplaudan, que no lo presionen, como niño mimado sin el carácter que se necesita para afrontar las penurias del juego. Por otro lado, un Estadio Azteca que, con tanta remodelación, ha ganado en lujos, pero ha perdido barrio, ha perdido espacios para el aficionado común. Todo a mano de directivos que en el fondo son niños lindos, ricos y bien peinados educados en las mejores escuelas; que les gustaría ser dirigentes de algún equipo europeo o de la MLS.

Y la selección no tuvo ni celebración por haber calificado al mundial ni despedida de su afición. Ni el frío beso de la abrasiva monotonía en un matrimonio en crisis. Nada. No hubo fiesta, ni espacio común dónde festejar o desear un buen viaje. Apenas los abrazos y sonrisas de los jugadores, que han vuelto a la selección en una sociedad esotérica, cerrada y para iniciados; aislados de todos. Un universo de bolsillo autocontenido que no tiene contacto con el exterior.

Por último, la selección mexicana de futbol es la única que tiene dos países; el formal (México) y el real (EE. UU.). Si Austin y Houston quitaron Texas a México y Polk California, Arizona y Nuevo México, la Federación «Mexicana» de Futbol entregó el Tri a los EE. UU. Sí, a los mexicanos y mexico-americanos de ese lado de la frontera, quienes pagan en dólares, pero prácticamente todos los partidos de la selección son allá. Ellos son los verdaderos fans, los que les interesa. Pero no seamos ingenuos; no quieren perdurar las raíces mexicanas de quienes al huir de México lo mantienen económicamente. Lo que les interesa son los dólares, poder abusar económicamente de ellos.

Los paisanos mantienen al país y a la selección. Una selección que juega mal, que les promete jugadores que no se presentan y que les exprimen sus bolsillos. ¿Qué implicaciones tiene este fenómeno? Dejemos a otros analizar las implicaciones deportivas y comerciales. ¿Cuánto cuesta que el aficionado mexicano esté más emocionado por la NFL que por su selección en el mundial? Vamos a las políticas.

Junto con las películas de la época de oro del cine mexicano, los murales, la Virgen de Guadalupe y Televisa; la selección mexicana de fútbol es uno de los símbolos nacionales de México. Ha servido como herramienta para unificar a una población con pocos rasgos en común. México es un país de muchos rostros, caras, colores y culturas, que necesita símbolos, artificiales e impuestos, para mantenerse unidos; para homogeneizar. Y quizás uno de los más exitosos es el Tri.

El nacionalismo mexicano funciona como narrativa, como engaño o mentira que supone una unidad o identidad que no existe. Sin embargo, vivimos en México una época de polarización social y política y de disolución del significado de mexicano.

Las reformas (neo) liberales de los 80 transformaron grandes segmentos de la sociedad en culturas globalizadas de narrativas occidentales; mientras otras se intentan arraigar a las narrativas postrevolucionarias. Hay Méxicos norteamericanos, otros latinoamericanos y otros nacionalistas revolucionarios. Aunado a un Estado ineficiente, que no sirve, que no controla su territorio, que todo lo hace mal. Y si se caen los símbolos nacionales, ¿es México viable? Símbolo o causa.