El orden de insectos más numeroso es Coleóptera. Desde menos de un milímetro, hasta más de 15 centímetros, sus tamaños, formas y proporciones son variables. Inconfundibles gracias a su exoesqueleto coriáceo y sus alas anteriores, los élitros, protegen a las posteriores, dobladas y membranosas. Se desdoblan solo para levantar vuelo. Algunas especies, sin embargo, son incapaces de volar al no poseer alas posteriores o estas están atrofiadas.

Al volar, los élitros actúan como estabilizadores de vuelo. Aunque algunos de los escarabajos o «cocos» más pesados, no parecen muy «estables» en sus periplos aéreos, y mucho menos cuando «aterrizan». Larvas y adultos, generalmente poseen fuertes mandíbulas que les permiten horadar y cortar el material utilizado como alimento. Algunos los usan para pelear. Muchas especies son herbívoras, pero también los hay depredadores. Algunos son carroñeros y se alimentan de otros animales, heces o materiales orgánicos en descomposición. Existen incluso, algunos gorgojos parásitos internos de otros organismos. Los hay también parásitos sociales, viviendo sin ser detectados dentro de colonias de hormigas. Sin duda, se trata de un grupo de insectos tan diverso e interesante, que ha atraído la atención de numerosos estudiosos, come el primer entomólogo venezolano, Marco Aurelio Rojas (1831-1866), quien no solo escribiría diversas notas sobre estos insectos, sino que, en su relativamente corta vida, describiría unas cuantas especies.

He comentado anteriormente, que, durante buena parte de mi infancia y juventud, mi madre me enviaba de vacaciones a casa de mis tíos Isilio y Esther, donde compartía aventuras con los primos Alfonso y Luis Alberto. Gracias a que poseían una enciclopedia Barsa, era normal que, en cada visita, leyera y releyera el volumen que trataba sobre insectos. La sección sobre coleópteros, la más larga, se enfocaba mayormente en coleópteros europeos, aunque los más llamativos escarabajos paleo- y neotropicales aparecían entre sus páginas. Fue en esas páginas que aprendí sobre el fascinante ciervo volante europeo, llamativo lucánido que muchos años después apreciaría en colecciones y «en vivo».

Quizás fue en esas, cuando supe que Charles Darwin (1809-1882), durante su juventud recolectaba insectos. Darwin fue un entusiasta recolector y coleccionista de escarabajos. Eventualmente, los utilizaría para ilustrar ciertos fenómenos evolutivos en alguna de sus obras. Una sección completa de «El descenso del hombre» está dedicada a los coleópteros. Durante su viaje alrededor del mundo en el «Beagle», Darwin quedó impresionado por la gran diversidad de escarabajos de los trópicos, mostrando su sorpresa, al ver que la mayoría de las especies eran pequeñas y discretas.

Los insectos definirían la carrera que yo tomaría al entrar a la universidad. Decidí estudiar Ingeniería Agronómica, donde excelentes entomólogos, liderados por el padre de la Entomología Contemporánea de Venezuela, Francisco Fernández Yépez (1923-1986) encausarían mi interés para convertirme en entomólogo.

Aunque terminaría investigando sobre otros grupos de insectos, fue una tremenda experiencia conocer durante mi primer año universitario a Carlos Bordón (1921-2012), quien me enseñaría datos relevantes sobre los fascinantes curculiónidos, así como a construir «gavetas» entomológicas para guardarlos. Por cierto, aunque partes de la colección de insectos de Carlos reposan resguardadas entre museos de Italia y Venezuela, sus hijos, preocupados por el destino de su extensa biblioteca y colección fotográfica buscaban la manera de protegerlos. Contactado por su hija Lina, logramos entusiasmar al amigo Daniel Arbino y hoy, libros y fotos de la «Colección Carlos Bordón» reposan y podrán ser consultados en los archivos de la Biblioteca Latinoamericana Benson, perteneciente a la Universidad de Texas en Austin, una de las más completas bibliotecas a nivel mundial, dedicada al estudio y preservación de material latinoamericano.

No nos queda duda alguna de que los coleópteros han sido importantes entre las numerosas culturas esparcidas en este mundo, tanto en tiempo, como en geografía. Los grupos Shuar, pobladores de esa región amazónica entre Ecuador, Perú y Brasil, durante ocasiones especiales, cubren partes de su cuerpo con adornos hechos de materiales del bosque: plumas, fibras vegetales, partes de animales, madera y piedras. Junto a los tocados y collares coloridos, los hombres usan adornos hechos de plumas, cuentas de vidrio y élitros de escarabajos. Unos de los más utilizados son los verde-rojizos de los bupréstidos (Buprestidae) más grandes del nuevo mundo, que llaman wauwau, conocidos científicamente como Euchroma gigantea. También usan los élitros y largas patas posteriores verde metálico iridiscentes del escarabajo (Scarabaeidae) que llaman tuik, y los entomólogos reconocen como Chrysophora chrysoclora.

Los Yanomamö (o Yanomami), los Warao, los Ye’Kuana y varias otras etnias presentes en la cuenca del Orinoco, se aprovechan de las larvas del enorme «picudo» Rhyncophorus palmarum (Curculionidae), que se alimentan de varias palmas de la región, para comérselas.

En el libro Yo soy Napëyoma: Relato de una mujer raptada por los indígenas Yanomami, leímos como Helena Valero, quien fue raptada siendo niña por este grupo indígena, recordaba como «… los hombres golpeaban duro sobre los troncos para encontrar mushiba, esas larvas gordas que viven dentro de pupugnas y bacabas» —estas últimas son palmas (Arecaceae), pertenecientes a los géneros Bactris y Oenocarpus, respectivamente. Dichas larvas, desprendidas de su esclerotizada cabeza, pueden ser comidas crudas, pero también asadas o rostizadas en un budare. Algunos de los primeros europeos que exploraron el Orinoco llegaron a decir, luego de ser obligados a probarlas: «¡no tienen mal sabor!».

El recordado entomólogo venezolano Pablo Anduze (1902-1989) en su libro Shailili-ko, donde narra sus experiencias durante la expedición de 1951 en busca de las fuentes del Orinoco, nos comenta que estas larvas de tan enormes picudos se encuentran en tallos de varias palmeras y «…constituyen una fuente de alimento para varios grupos indígenas. Asados sobre brasas son de gusto agradable, con ligera semejanza al de la avellana tostada». En mi caso, las llegué a degustar alguna vez rostizadas, extraídas previamente de cocoteros (Cocos nucifera; Arecaceae), y tenían un sabor delicado, como si fueran chicharrones de coco.

Pero no termina aquí la relación de nuestros indígenas con los coleópteros. Gracias a la narrativa de fray Cesáreo de Armellada (Jesús María Gómez) (1908-1996), a quien tuve el honor de conocer y quien vivió entre los Pemón de la Gran Sabana recolectando mucha información sobre su tradición oral, pudimos conocer un cuento que nos habla de un amor no correspondido, de arrepentimiento por la decisión tomada y de cómo las luciérnagas obtuvieron su luz. Traducido del Pemón al español como «El cocuyo y la mora», el cuento favorito de mis dos hijas, Daniela y Andrea, y mis dos nietos mayores, Manuel y Rodrigo (de hecho, reproducciones enmarcadas de algunas imágenes del libro, adornan el cuarto de Manuel), fue editado por Ekaré. Las ilustraciones muestran a un cocuyo (Elateridae), solo que la «luz» la tiene en el ápice, en la región ventral del abdomen, como las luciérnagas (Lampyridae), que son realmente los protagonistas de la historia (asumo que el título del cuento debió haber sido «La luciérnaga y la mora»). Alguno de ustedes, posiblemente me recriminará: «Epa, ¡los cocuyos también producen luz!» Ciertamente… y tendrá usted razón, varias especies de cocuyos producen luz, ¡pero los órganos que la emiten se encuentran… en la región dorsal del tórax!

Curiosamente, en uno de mis libros favoritos de Howard Ensign Evans (quien fuera el tutor de mi tutor durante mi maestría, Robert W. Matthews), Life on a Little Known Planet, leemos sobre lo complejo de los órganos de luminiscencia de los Lampyridae (luciérnagas) (grupo favorito de mi gran amigo, el también entomólogo, Gustavo Yépez) y cómo les permite comunicarse. El fisiólogo francés Raphaël Horace Dubois (1849-1929), tratando de dilucidar qué producía tal luminiscencia, encontró que era la combinación de dos sustancias «fabricadas» internamente por las luciérnagas en órganos separados. Cuando el insecto las «libera» para que entren en contacto, generan esa luz «fría». Dubois denominó a estas sustancias, luciferina y luciferasa, en honor a Lucifer, quien «absorbido» por el cristianismo como uno de los nombres del diablo, es también reconocido como «el portador de la luz».

Los coleópteros son relevantes hasta en la ficción. Asumo que recuerdan la película La momia, protagonizada por los actores Brendan Fraser y Rachel Weisz, estrenada en 1999. Allí vimos como el gran sacerdote Imhotep, luego de ser descubierto en su romance con la esposa del faraón, representada por nuestra bella actriz y modelo de origen wayuu, Patricia Velásquez, es enterrado vivo en un pozo con «ficticios» escarabajos comedores de piel. Luego, la propia Patricia como la «resucitada» Anck-Su-Namun, vuelve a morir al caer en un «río» de los mismos bichos en El regreso de la momia, de 2001.

Sin embargo, estoy absolutamente claro de que usted no puede pensar que esa visión ficticia, realizada para el entretenimiento, sea la que tenían los egipcios antiguos de los escarabajos. Los escarabajos «peloteros» eran el amuleto más popular del antiguo Egipto. Probablemente ya eran sagrados desde tiempos prehistóricos y tuvieron un papel significativo, a juzgar por los múltiples escarabajos almacenados en vasijas y cántaros, enterrados junto a difuntos encontrados en numerosas tumbas. Ya en la primera dinastía, los escarabajos parecen haber sido venerados, a juzgar por un contenedor de alabastro con la forma de esos coleópteros, encontrado en una tumba de la época.

Los escarabajos como amuleto se continuaron utilizando en Egipto en periodos posteriores a los tiempos dinásticos. Aun hoy, es normal encontrar en las tiendas egipcias estatuillas y representaciones de escarabajos. Yo tengo tres reproducciones del escarabajo sagrado en mi oficina, dos que alguna vez compré en el Museo de Historia Natural de Londres, y otro que compré en una exhibición sobre arte egipcio en un Museo de Atlanta.

En el antiguo Egipto era común que tanto sacerdotes, como personas comunes, portaran ese símbolo de buena fortuna en algún medallón o sobre alguna otra prenda. Los escarabajos peloteros viven entre la bosta, se alimentan y las hembras colocan sus huevecillos en ella. Los egipcios pensaban que estos animalitos eran solo machos y que las «pelotas» eran una mezcla de esperma y bosta. Esto los llevó a considerar a estos insectos como la representación de la virilidad masculina y la regeneración. Rodar esas «bolitas» les recordaba el movimiento de constante renovación en que incurre el sol al salir por el este en la mañana y esconderse por el oeste para que comience la noche. El escarabajo estaba asociado al sol y era la representación en la Tierra de la regeneración, renovación y resurrección. Entre los amuletos para proteger a los muertos había tallas en forma de escarabajos y se enterraban junto al cuerpo para asegurar su renacer. La capital de esta religión solar era On, la Heliópolis de los griegos. Es posible que haya sido allí donde se talló por vez primera la figura de Khepri, el dios con cabeza de escarabajo. Este también adorna muchas tumbas egipcias, para asegurar el retorno del fallecido. Khepri habría estado asociado originalmente al brillante escarabajo que hoy conocemos como Kheper aegyptiorum, pero luego se asociaría al más oscuro Scarabaeus saccer, ambos de la familia Scarabaeide. El primero ya no ocurre en la región, sino más al sur, debido a cambios climáticos que se han venido sucediendo desde que desaparecieron las antiguas dinastías egipcias.

Volviendo al nuevo mundo, existe por allí una leyenda apócrifa que dice que el explorador y cartógrafo Sir Robert Dudley (1574-1649), llegó a Cuba para conquistarla y arrebatarla al Reino de España. Sin embargo, esa primera noche vieron luces a lo lejos, moviéndose entre los bosques. Dudley y sus hombres pensaron que eran demasiados españoles portando antorchas, acechándolos, a la espera que desembarcaran para atacarlos. Los británicos decidieron marcharse con sus naves para eventualmente desembarcar en Jamaica. Aquellas «antorchas» no eran más que los órganos luminosos de elatéridos (cocuyos) del género Pyrophorus. De ser cierto el cuento, no hay duda de que esta luminosa especie de coleóptero cambió el curso de la historia.

Notas

Anduze, P. (1960). Shailili-Ko. Descubrimiento de las fuentes del Orinoco. Caracas: Talleres Gráficos Ilustraciones. 414 pp.
Bastidas Pérez, R. y Y. Zavala Gómez. (1995). Principios de Entomología Agrícola. Coro, Falcon: Ediciones Sol de Barro.
De Armellada, C. (1980). El cocuyo y la mora. Caracas: Ediciones Ekaré. 36 pp.
Evans, H. E. (1966). Life on a Little Known Planet. Nueva York: E. P. Dutton. 318 pp.
González, J. M. 2005. Los Insectos en Venezuela. Caracas: Fundación Bigott. 149 pp.
Mound, L. (1990). Insect. London: Dorling Kindersley. 64 pp.
Valero, H. (1984). Yo soy Napëyoma: relato de una mujer raptada por los indígenas Yanomami. Caracas: Fundación La Salle de Ciencias Naturales, Monografía 35. 550 pp.